– ¿Ha sido nuestra primera discusión? -le preguntó.

– Yo sugeriría que ni siquiera intentara contarlas -contestó el vizconde mientras ella aceptaba su brazo-. Es posible que pierda la cuenta mucho antes de que se celebre la boda.

El comentario le arrancó una carcajada.

Pero no tardó en recuperar la seriedad.

– ¿Quién va a anunciarlo? -le preguntó mientras subían los escalones de la entrada principal.

– Yo lo haré -contestó él con voz firme. Y muy seria.

Vanessa no rechistó. Lo cierto era que su respuesta la había aliviado mucho. ¿Cómo iba a ser ella quien lo anunciara?

Stephen salía en esos momentos del despacho.

– ¡Vaya, lord Lyngate! -exclamó-. Llega usted en el momento más oportuno. Meg acaba de avisar de que el té está servido en el salón. ¿Le apetece acompañarnos? Nessie, otra vez vas de azul. ¿Nada de lavanda ni de gris hoy tampoco? Ya era hora, si me permites decírtelo.

Mientras seguía a su hermano escalera arriba del brazo de su prometido, se preguntó si sería físicamente posible que un corazón se saliera del pecho por latir demasiado fuerte.

Katherine estaba sentada junto a la ventana, ojeando los bocetos de moda que le había dejado la señorita Wallace el día anterior. Margaret estaba junto a la bandeja del té, ataviada con su mejor vestido mañanero. Al percatarse de la llegada del vizconde, su actitud se tornó decidida y un tanto incómoda. Debía de estar reuniendo el valor suficiente para aceptar la proposición que creía estar a punto de recibir, concluyó Vanessa.

– Milord -dijo Meg-, ha llegado a punto para tomar el té. ¿Le apetece sentarse?

– Sí -contestó él-, aunque antes me gustaría comunicar algo que les concierne a todos.

Margaret lo miró visiblemente descompuesta, como si temiera una proposición matrimonial allí mismo, delante de todos. Stephen pareció interesado y Katherine se limitó a apartar la mirada de la revista que había estado ojeando.

– La señora Dew me ha concedido el honor de aceptarme como futuro esposo -dijo el vizconde.

Vanessa deseó haberse sentado nada más entrar en el salón. Pero ya era demasiado tarde. No le quedó más remedio que seguir de pie, aunque se le habían aflojado las rodillas.

El silencio que siguió a las palabras del vizconde pareció hacerse eterno, aunque en realidad debió de ser muy breve.

– ¡Caray! -Stephen fue el primero en recuperar el habla-. ¡Caray, menuda sorpresa! -Le tendió la mano al vizconde para intercambiar un efusivo apretón, tras lo cual abrazó a su hermana con todas sus fuerzas mientras sonreía de oreja a oreja.

Katherine se puso en pie de un salto y atravesó el salón a la carrera.

– ¡Oh, esto es maravilloso! -exclamó-. Aunque no he sospechado nada de nada. ¿Debería haberme dado cuenta de algo? No he visto ni el menor indicio de que hubiera algo especial, la verdad. Pero claro, ¡se me había olvidado el baile de San Valentín! Milord, usted solo bailó con Nessie. -En ese momento pareció estar a punto de correr hacia los brazos del vizconde, pero debió de pensárselo mejor en caso de que se le hubiera pasado por la cabeza hacerlo y corrió hacia Vanessa una vez que Stephen la soltó.

Margaret siguió de pie junto a la bandeja del té. Vanessa la miró por encima del hombro de Katherine, y vio en sus ojos una expresión imposible de descifrar.

– ¿Nessie? -la oyó decir, sin mirar siquiera al vizconde de Lyngate.

Vanessa se acercó a ella con los brazos extendidos.

– Meg -le dijo-, felicítame. ¿Acaso no quieres que seamos felices?

La expresión, significara lo que significase, desapareció y fue reemplazada por una sonrisa forzada.

– Por supuesto que quiero que seáis felices -contestó al tiempo que la cogía de las manos con fuerza-. Te deseo toda la felicidad del mundo. Y a usted también, milord.

El vizconde le agradeció las palabras con una reverencia, precisamente a la mujer a la que había pensado proponerle matrimonio ese mismo día.

Una vez que hicieron el anuncio y después de que pasaran la sorpresa inicial y la emoción, se sentaron para disfrutar del té y de las pastas como si fuera una tarde como otra cualquiera.

Salvo que la conversación no era la habitual. El vizconde de Lyngate les dijo que hablaría con su madre, ya que la vizcondesa tenía pensado marcharse a Londres al cabo de unos días a fin de prepararle a Cecily un guardarropa adecuado para su presentación en sociedad. Según les dijo, estaría encantada de llevarse a su prometida para ayudarla a elegir su ajuar y el atuendo adecuado para su presentación en la corte, que tendría lugar después de la boda. Entretanto, prosiguió, él se encargaría de formalizar el asunto para que corrieran las amonestaciones en ambas parroquias sin más demora, de forma que la boda pudiera celebrarse antes de final de mes, mucho antes de que comenzara la temporada social propiamente dicha.

«… antes de final de mes.»

Todos lo escucharon en silencio, tal como dictaban los buenos modales, incluso Vanessa. Todos se mostraron interesados por sus planes y después hicieron los comentarios apropiados o las preguntas pertinentes… salvo ella.

El vizconde de Lyngate se despidió de ellos al cabo de media hora con una reverencia ante cada dama, tras lo cual cogió la mano de Vanessa y se la llevó a los labios.

– Si me lo permite -le dijo-, vendré mañana por la tarde y la llevaré a ver a mi madre a Finchley Park. A ella le gustará.

– Y a mí también -le aseguró, si bien era una exageración. De hecho, había exagerado tanto que más bien no era cierto.

Y después se fue, llevándose a Stephen para que lo acompañara durante un trecho a caballo.

Katherine abandonó el salón después de unos minutos más de conversación emocionada y de unos cuantos abrazos entusiasmados. Había pensado en escribir a sus amistades de Throckbridge para comunicarles la buena noticia.

Lo que le recordó a Vanessa que ella también debía escribirles sin demora a los Dew. Ojalá que no se molestaran mucho por las noticias, deseó.

Pero ya pensaría en eso después. De repente, estaba a solas con Margaret, que seguía sentada en el mismo sillón aunque ya habían retirado la bandeja del té. Vanessa estaba muy cerca.

Margaret fue la primera en romper el silencio.

– Nessie -le dijo-, ¿qué has hecho?

La pregunta la obligó a esbozar una sonrisa deslumbrante.

– Me he comprometido con un hombre guapo, rico e influyente -contestó-. El me ha pedido matrimonio y yo he aceptado.

– ¿Estás segura de que las cosas han sido así? -le preguntó Margaret con una mirada tan penetrante que resultaba incómoda-. ¿O se lo has pedido tú?

– Eso habría sido un atrevimiento -respondió ella.

– Pero no habría sido la primera vez que te comportas de forma atrevida -le recordó su hermana.

– Fui muy feliz con Hedley -protestó Vanessa.

– Sí, lo sé. -Margaret frunció el ceño-. Pero ¿serás feliz con lord Lyngate? Hasta ahora tenía la impresión de que ni siquiera te caía bien.

– Seré feliz -le aseguró mientras se alisaba el vestido azul con una mano.

– Lo has hecho por mí, ¿verdad?

– Lo he hecho porque quería hacerlo -replicó Vanessa, mirándola de nuevo-. ¿Te molesta mucho, Meg? ¿Lo querías para ti? Ahora que ya es demasiado tarde, me aterra la idea de que lo quieras. O de que lo quisieras.

– Lo has hecho por mí -afirmó Margaret, cuyas manos estaban unidas con tanta fuerza sobre el regazo que tenía los nudillos blancos-. Lo has hecho por todos nosotros. ¡Nessie, por Dios! ¿Por qué tienes que sacrificarte por nuestro bien?

– Tú siempre lo haces -repuso ella.

– Pero eso es distinto -adujo su hermana-. Mi sino es protegeros, asegurarme de que todos tenéis la oportunidad de conseguir la mejor vida posible. Deseo con todas mis fuerzas que seáis felices. Te casaste con Hedley por su bien, y ahora vas a casarte con lord Lyngate por el nuestro. No lo harás, Nessie. No lo permitiré. Le escribiré una nota y ordenaré que se la lleven a Finchley Park sin dilación. Le diré…

– No vas a hacer nada -la interrumpió-. Meg, te recuerdo que tengo veinticuatro años. Soy viuda. No puedes vivir mi vida por mí. Ni tampoco puedes vivir la de Kate ni la de Stephen. No es tú sino en la vida abandonar tus sueños ni tus opciones de ser feliz por nosotros. Ya estamos creciditos. Kate tendrá un sinfín de oportunidades si la amadrino. Y Stephen contará con el apoyo del vizconde de Lyngate, del señor Samson y de los tutores que van a contratar antes de que vaya a Oxford para convertirse en un adulto responsable. Ya va siendo hora de que planees lo que quieres hacer con tu vida.

Margaret parecía desolada. Ojalá Crispin se hubiera ido con su regimiento sin decirle nada a Meg salvo un breve adiós, pensó. De haber sido así, a esas alturas su hermana lo habría olvidado.

– ¡Ay, Meg! -Exclamó Vanessa-. No te estoy diciendo que ya no te necesitemos. Por supuesto que te necesitamos. Siempre lo haremos. Te necesitamos porque eres nuestra hermana mayor. Necesitamos tu amor. Pero no necesitamos tu vida. Tú quieres que seamos felices. Pues precisamente eso es lo que queremos nosotros para ti.

– He soñado muchas veces que volvías a encontrar el amor -dijo Margaret con los ojos llenos de lágrimas-. Pero un amor que te durase toda la vida. Te mereces más que nadie un «y fueron felices para siempre».

– ¿Y crees que no voy a tenerlo? -le preguntó-. Meg, es el heredero de un ducado. Me lo ha dicho hace un rato. ¡Yo no lo sabía! ¿No te resulta emocionante? ¿Crees que no voy a ser feliz durante el resto de mi vida? ¡Algún día seré una duquesa!

– ¿Es el heredero de un duque? -exclamó Meg, asombrada-. Nessie… yo tampoco lo sabía. ¿Cómo vas a apañártelas? Aunque…, bueno, está claro que te las apañarás. Eres una mujer hecha y derecha, como tú misma acabas de recordarme hace un momento. Por supuesto que te las apañarás, y muy bien además. Me pregunto si el vizconde de Lyngate se ha dado cuenta de lo afortunado que va a ser por tenerte a su lado.

– Me parece que no -repuso Vanessa con una mirada alegre-. Pero ya lo hará. Tengo la intención de ser feliz con él, Meg. Delirantemente feliz.

Margaret ladeó la cabeza y la miró con seriedad.

– Nessie… -le dijo.

Y al cabo de un instante ambas estaban de pie y abrazadas, y llorando por algún motivo inexplicable.

Acababa de comprometerse, pensó Vanessa. Las suyas eran lágrimas de felicidad.

Por supuesto que lo eran.

Iba a casarse de nuevo.

Con el vizconde de Lyngate.

Que jamás llegaría a quererla.

Aunque ella tampoco podría quererlo nunca, claro. Pero aun así…


– ¿Qué ha dicho? -preguntó Vanessa.

Volvía a estar sentada en el interior del carruaje del vizconde de Lyngate, pero en esa ocasión este la acompañaba, no sus hermanas, iban de camino a Finchley Park, y apenas habían pasado veinticuatro horas desde que anunciaran su compromiso. Una fina llovizna empañaba los cristales. Iba de visita, invitada por la vizcondesa.

– Está ansiosa por hablar con usted -contestó él.

– Pero le he preguntado por lo que ha dicho. -Volvió la cabeza para mirarlo-. Esperaba que le propusiera matrimonio a Meg, ¿verdad? Y en cambio volvió usted a casa con las noticias de que se había comprometido conmigo. ¿Qué dijo?

– Se quedó un poco sorprendida -admitió-, pero se alegró cuando le aseguré que era usted la dama con la que quería casarme.

– ¿De verdad dijo eso? ¿Y lo creyó? Me apuesto lo que quiera a que no lo hizo. Y me apuesto lo que quiera a que las noticias no le hicieron ni pizca de gracia.

– Las damas no apuestan -repuso el vizconde.

– ¡Qué tontería! -exclamó-. No está contenta, ¿verdad? Prefiero saberlo antes de volver a verla.

El vizconde de Lyngate chasqueó la lengua.

– Muy bien -claudicó-. No está contenta. O, al menos, está preocupada. Usted no es la hermana mayor y ya ha estado casada.

– Y no soy una belleza -añadió ella.

– ¿Qué quiere que le diga? -replicó el vizconde, a todas luces exasperado-. No es fea. No es repulsiva.

¡Unas palabras muy tiernas, desde luego…!, pensó ella.

– Lograré caerle bien -afirmó-. Lo prometo. En cuanto vea que está usted a gusto conmigo, me mirará con buenos ojos.

– ¡Ah! -exclamó él-. Hoy se conforma con lograr que esté a gusto con usted. Ayer me aseguró que sabría cómo complacerme y cómo hacerme feliz.

La estaba mirando de reojo, con los párpados entornados otra vez y con esa expresión indolente tan desconcertante que recordaba del baile de San Valentín.

– Y también se sentirá a gusto -sentenció.

– En fin, eso quiere decir que voy a ser un hombre afortunado.

– Lo es -precisó Vanessa, y se echó a reír.

– Me habría encantado ser una araña para colarme otra vez en el salón cuando ayer se quedaron a solas -dijo el vizconde-. Sobre todo cuando usted y su hermana mayor se quedaron a solas, como supongo que sucedió en un momento dado.