¿Cómo era posible que se produjera un cambio tan importante y drástico en las vidas de dos personas con tanta brevedad y tanta discreción? El único momento de nerviosismo se produjo durante la pausa que realizó el clérigo después de preguntar si alguno de los presentes sabía de algún impedimento que obstaculizara el matrimonio entre los contrayentes.

Tal como siempre sucedía, según su experiencia, nadie dijo nada y la misa continuó hasta su inevitable conclusión.

En cuanto Stephen colocó la mano de su hermana sobre la del vizconde de Lyngate, Vanessa fue consciente de que la suya estaba muy fría. Y de que la de su futuro esposo era firme, fuerte y cálida. Fue consciente del exquisito corte de su traje: vestía de negro salvo por la camisa, al igual que la noche del baile de San Valentín. Fue consciente de su altura y de la anchura de sus hombros. Fue consciente del olor de su colonia. Fue consciente de los rápidos latidos de su propio corazón.

Y cuando escuchó cómo cambiaba su apellido y se convertía en Vanessa Wallace, vizcondesa de Lyngate, fue consciente de que dejaba atrás toda una vida.

Hedley quedó todavía más relegado en el tiempo; se quedó en el pasado, y ella tenía que dejarlo marchar.

Porque a partir de ese momento pertenecía a otro hombre.

A ese desconocido que tenía al lado.

Lo miró a los ojos mientras él le colocaba la alianza en el dedo.

¿Cómo había sido capaz de casarse con un desconocido? Sin embargo, lo estaba haciendo.

Al igual que él. ¿Era consciente lord Lyngate de que apenas la conocía? ¿Le importaba ese detalle?

Una vez que le colocó la alianza, la miró a los ojos.

Ella sonrió.

Él no.

Y después, tras lo que le pareció una vertiginosa sucesión de instantes, se convirtieron en marido y mujer. Y lo que Dios había unido, no podría separarlo ningún hombre. Ni ninguna mujer, supuso.

Firmaron en el registro y cogidos del brazo enfilaron el pasillo de la capilla mientras ella sonreía a diestro y siniestro. No había ni rastro de lágrimas en los ojos de Meg. En los de Kate, sí. Stephen sonreía. Al igual que el señor Bowen. La vizcondesa, que a partir de ese momento sería la vizcondesa viuda, se estaba secando las lágrimas con un pañuelo de encaje. El duque los miraba con un ceño feroz, expresión que exageraba sus pobladas cejas. La duquesa les dedicó una sonrisa afectuosa mientras asentía con la cabeza. Sir Humphrey se estaba sonando la nariz.

Todo lo demás le pareció borroso.

Lo primero que notó nada más salir de la capilla, cosa que no había notado al entrar, fue que la hierba del cementerio y las cercas que se extendían bajo las copas de los árboles estaban salpicadas de crocos, prímulas y montones de narcisos.

La primavera había llegado tarde y casi sin avisar. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta? Ya estaban a finales de marzo, y la primavera era su estación preferida.

– ¡Oh! -Exclamó al tiempo que miraba con una alegre sonrisa al hombre que caminaba a su lado-. ¡Cuántas flores! ¿A que son preciosas?

Además, se percató de que el sol brillaba. El cielo era de un claro azul.

– ¿Las de tu pamela? -le preguntó él-. Desde luego que lo son.

La absurda broma le arrancó una carcajada y de repente notó que se quedaba sin aliento y que se le aflojaban las rodillas. Ese hombre era su esposo. Acababa de prometer que lo amaría, lo honraría y lo obedecería durante el resto de su vida.

– Bueno, Vanessa… -lo oyó decir en voz baja.

¡Vaya! Nadie la había llamado nunca así, salvo su madre. Qué bonito era su nombre, después de todo, pensó tontamente al tiempo que le devolvía la sonrisa.

Fueron las últimas palabras que su flamante esposo le dirigió en privado durante varias horas. Porque tuvieron compañía incluso en el carruaje durante el trayecto de vuelta a Finchley Park, donde se celebraría el banquete de bodas. Roberta, la tía de su esposo, adujo no poder soportar más las quejas de su hermana sobre las corrientes y el mareo que le provocaban los desplazamientos en carruaje, y decidió volver con los novios. Y como resultó que tenía unos cuantos consejos que ofrecer al joven Merton sobre los peligros que lo aguardaban en el pérfido mundo londinense durante la temporada social, insistió en que Stephen los acompañara.

Las campanas de la capilla repicaron alegremente mientras se alejaban.

Vanessa las escuchó con cierta melancolía. Nadie más pareció reparar en ellas.

Elliott había decidido un par de semanas antes de la boda, en cuanto comprendió que sería un evento al que acudiría prácticamente la familia al completo, que su esposa y él no pasarían la noche de bodas en Finchley Park. Aunque la mansión era lo bastante grande para alojar con comodidad a todo el mundo y él contaba con aposentos privados, no tenía ganas de desearles las buenas noches a todos mientras se llevaba a la novia a la cama, ni tampoco de saludarlos a la mañana siguiente.

Había ordenado que limpiaran y preparan la residencia de la viuda, que estaba emplazada junto al lago. También había dispuesto el traslado de varios sirvientes, incluyendo su ayuda de cámara y la nueva doncella de su esposa. Y había anunciado que después del almuerzo de bodas tanto la residencia de la viuda como el lago estarían vetados para todo el mundo durante tres días.

Tres días le parecía demasiado tiempo para estar a solas, y esperaba no arrepentirse de esa decisión. Claro que siempre les quedaba la opción de volver a la casa antes si se aburrían pronto el uno del otro, supuso. Sin embargo, sentía la necesidad de compartir unos cuantos días a solas para establecer algún tipo de relación con su esposa. Una relación de índole sexual al menos, si descubrían que cualquier otra era imposible.

Ya era de noche cuando abandonaron la mansión. La celebración estaba en pleno apogeo mientras ellos se alejaban por el zigzagueante sendero que atravesaba el prado en dirección al lago. Era una noche clara gracias a la luna y a la luz de las estrellas. La luz de la luna se reflejaba en la superficie del lago creando una brillante estela. Hacía fresco, pero no corría viento. Una noche primaveral, por fin.

Y muy romántica. Caminaban cogidos del brazo, pero no habían hablado desde el frenético momento de las despedidas en la mansión. Debería decir algo, reconoció Elliott. Era extraño en él sentirse incómodo, no saber qué decir.

Fue ella quien rompió el silencio.

– ¿No es increíblemente maravilloso? -preguntó-. Todo parece mágico. ¿No le parece romántico, milord?

Debería decirle que sí. Al fin y al cabo, había estado reflexionando justo sobre eso mismo. Sin embargo, decidió centrarse en la última palabra que Vanessa había pronunciado.

– ¿Milord? -Repitió con cierta irritación-. Vanessa, soy tu marido. Me llamo Elliott. Olvídate del usted y del milord.

– Elliott -dijo ella al tiempo que lo miraba a los ojos.

Todavía llevaba el vestido de novia de color verde. Y se había vuelto a poner la absurda pamela para trasladarse a la residencia de la viuda. Reconoció para sus adentros que era muy bonita y que le sentaba muy bien.

Acababan de llegar a la orilla del lago, donde el sendero describía una curva para aproximarse a la fachada delantera de la casa. Por algún motivo que no alcanzó a entender, ambos se detuvieron.

– ¿No aprecias la belleza? -le preguntó Vanessa, que había ladeado la cabeza para mirarlo. Una nueva acusación.

– Por supuesto que sí -contestó él-. Hoy estás preciosa.

Solo era una pequeña exageración. Además, había descubierto que sus ojos tendían a buscarla más de la cuenta. Vanessa había estado todo el día deslumbrante mientras departía con los invitados. Llena de alegría y de sonrisas.

Feliz.

A la luz de la luna, él contempló el brillo alegre que iluminaba su mirada.

– Me refiero a la belleza de la naturaleza -precisó ella-. No estaba buscando un cumplido. Sé que no soy guapa.

– Pero no sabes aceptar un halago cuando se te ofrece -repuso Elliott.

La alegría desapareció de su cara.

– Lo siento -la oyó decir-. Gracias por el cumplido. Tu madre eligió el vestido y el color. Cecily eligió la pamela.

Nadie la había llamado guapa nunca, comprendió de repente. ¿Cómo habría sido su vida al crecer con tres hermanos más que servidos en ese aspecto mientras que ella adolecía más bien de lo contrario? Sin embargo, era capaz de enfrentarse a la vida con una sonrisa.

Le colocó un dedo bajo la barbilla y se inclinó hacia delante para darle un beso fugaz en los labios.

– Bueno -dijo-, ahora que me fijo, la verdad es que también son muy bonitos. -El vestido y la pamela, claro.

– ¡Fantástica réplica! -exclamó Vanessa entre carcajadas. Tenía la respiración alterada.

Llevaba célibe demasiado tiempo, se dijo él con sorna. Estaba más que dispuesto para proceder con los menesteres de la noche de bodas. Una buena reacción, pensó.

– Será mejor que entremos en la casa -dijo-. Te acompañaré a tu dormitorio, a menos que quieras comer algo más. Tu doncella te estará esperando.

– ¿A mi dormitorio? -repitió ella.

– Iré a verte luego -añadió Elliott.

– ¡Ah!

Estaba seguro de que Vanessa se había ruborizado, aunque a la luz de la luna era difícil confirmarlo. Suponía que, al fin y al cabo, podía considerarse que la novia era casi virgen.

Se mantuvieron en silencio mientras caminaban el trecho restante hasta llegar a la puerta principal, que él abrió antes de invitarla a pasar. El guarda y su esposa los esperaban en el recibidor, pero Elliott los despachó enseguida después de darles las buenas noches.

Precedió a Vanessa mientras subía la escalera, bien iluminada gracias a los candelabros de pared cuyas velas estaban encendidas. Era su esposa, pensó. Se acostaría con ella esa noche, dentro de un rato para ser más exactos, y durante el resto de su vida no habría otra mujer más que ella.

Era un juramento que se había hecho a sí mismo poco tiempo antes, aunque le sorprendió haber tardado tanto en ser consciente de dicha decisión. Porque ya lo había decidido antes incluso de volver de Londres, antes de la boda. Sería un hombre monógamo durante el resto de su vida, con independencia de lo satisfactorio o no que resultara el aspecto físico de su matrimonio. La alternativa podría ser demasiado dolorosa.

Solo tenía que mirar y escuchar a su madre y a su abuela para comprobarlo. Su padre y su abuelo les habían ocasionado un daño irreparable. Y ambas temían que él siguiera el mismo camino que sus predecesores. No lo haría. Era así de sencillo.

Y no era una decisión satisfactoria, habida cuenta de la personalidad de su esposa. Pero no pensaba retractarse.

Se detuvo al llegar a la puerta del vestidor de Vanessa y le hizo una reverencia mientras se llevaba su mano a los labios. Al abrir la puerta vio a la doncella trajinando en el interior.

Se dio la vuelta y se dirigió hacia sus aposentos.

CAPÍTULO 13

El dormitorio de Vanessa tenía vistas al lago. En su superficie todavía brillaba la estela plateada de la luz de la luna. El paisaje era arrebatador. Y la casa, o lo poco que había visto de ella, preciosa.

Sin embargo, su mente no estaba ni en la luz de la luna ni en la casa, que pensaba explorar al día siguiente.

Tenía un dormitorio.

Y Elliott tenía su propio dormitorio.

Lo que quería decir que no compartían el mismo.

Con Hedley lo hizo desde la misma noche de bodas. Había supuesto que todas las parejas casadas seguían esa costumbre. Con Hedley…

No podía seguir pensando en él esa noche. No debía hacerlo. Porque pertenecía a otro hombre.

Un hombre que le había dedicado un cumplido hacía un rato. Más exactamente, le había dicho que estaba preciosa. Y después había bromeado indicando que su ropa también era muy bonita, sugiriendo de esa forma que ella era mucho más bonita que lo que llevaba puesto, que era ella la que destacaba.

¡Qué cosa más absurda! Suspiró, aunque no pudo evitar sonreír.

Claro que ya sabía que era capaz de bromear, aunque su humor fuera un poco cínico. Al fin y al cabo podía decir que era humano.

Por supuesto que lo era.

Apoyó la frente en el frío cristal de la ventana y cerró los ojos.

Alguien había apartado la ropa de la cama que tenía detrás. Era muy consciente de su presencia. Tal vez debería acostarse. Aunque no dejaba de recordar que un mes antes la había acusado de ofrecerse en sacrificio. Si se acostaba en la cama para esperarlo, parecería un sacrificio… y se sentiría como tal.

Más bien se sentía como una virgen a la espera de que la desfloraran, pensó con cierta contrariedad. No era virgen. Era una mujer con experiencia.

Bueno, con algo de experiencia.