Vanessa se removió entre sus brazos, murmuró algo y se acurrucó contra él.
Por extraño que pareciera, su esposa lo había complacido.
Pero no sabía por qué. Su cuerpo era el menos curvilíneo que había visto nunca desnudo o a su lado, en una cama. Además, no había demostrado poseer ninguna habilidad extraordinaria.
Tal vez se debiera a la simple atracción de la novedad.
La novedad de disfrutar de una amante como ella pasaría pronto, por supuesto. ¿Y después? En fin, después habría llegado el momento de encarar lo que sería el resto de su vida. No era una perspectiva muy halagüeña, aunque se dijo que no debía perder la esperanza. Eso había dicho Vanessa refiriéndose a su hermana, ¿verdad? Si no recordaba mal, la esperanza de que el militar ausente regresara era lo que le daba sentido a la vida de la señorita Huxtable.
Esperanza.
Una posibilidad muy remota de lograr la felicidad.
– Mmm -la oyó murmurar con un suspiro. Tenía la nariz enterrada en su pecho.
La novedad bien podía disfrutarse mientras fuera… en fin, novedosa.
Le levantó la barbilla y la besó con pasión.
Ella respondió con un beso adormilado. Olía a sexo y a mujer. Estaba calentita, relajada y medio dormida.
La puso de espaldas, se colocó encima y después de separarle los muslos, se hundió de nuevo en ella hasta el fondo.
Estaba mojada y muy caliente.
– Mmm… -Volvió a murmurar ella, tras lo cual lo rodeó con las piernas y levantó las caderas para facilitarle el acceso-. ¿Otra vez? -Lo dijo con voz sorprendida y adormilada.
La pregunta le arrancó una sonrisa torcida.
– Sí, otra vez -le susurró al oído-. ¿Para qué si no son las noches de boda?
Oyó su breve carcajada. Apenas unos días antes, mientras su futura esposa estaba en Londres con su madre, recordaba su risa y le resultaba irritante. Pero esa noche no tenía nada de irritante. Era un sonido grave y alegre, la expresión natural de la felicidad.
Y muy sensual.
Sus profundas embestidas adoptaron una cadencia rítmica y pausada, en un intento por prolongar el momento todo lo posible. Toda su atención estaba puesta en los sonidos provocados por la humedad de su sexo, en el ardiente y suave roce de su interior mojado contra su dolorosa erección, y en la maravillosa sensación de disfrutar del cuerpo de una mujer después del largo celibato.
Vanessa lo había rodeado con las piernas y le aferraba el trasero con las manos. Su actitud era relajada, pero no hacía el menor ademán de moverse por su cuenta. Lo cual era muy carnal… o muy inocente. Porque de esa forma le permitía disfrutar a placer del encuentro.
Sin embargo, al cabo de unos minutos descubrió que ella abandonaba su pasividad. Notó cómo tensaba los músculos internos al tiempo que le apretaba las nalgas como si quisiera indicarle que se quedara enterrado en ella en vez de retirarse.
Así que avivó el ritmo de sus profundos envites hasta que la notó estremecerse al llegar al clímax apenas un instante antes de que él lo hiciera.
Debía recordarle, se dijo justo antes de quedarse dormido, que había cumplido su parte del trato. Que la había complacido.
Se despertó bastante después, aunque no tenía noción del tiempo que había pasado, y se dio cuenta de que seguía sobre ella, y en su interior. Se apartó y se colocó a su lado.
– Perdona -le dijo-. Debo de pesar una tonelada.
– Creo que solo es media -repuso Vanessa-. No hace falta que te disculpes. No te disculpes nunca.
– ¿Nunca? -le preguntó-. ¿Por ningún motivo?
Percibió un adormilado suspiro.
– Tendré que pensarme la respuesta -contestó ella-. Tal vez podamos llegar a vivir nuestras vidas de forma que jamás necesitemos pedir perdón por nada.
Elliott se descubrió sonriendo en la oscuridad al escuchar el comentario. La vela parecía haberse consumido.
– ¿Y ser felices para siempre? -apostilló-. ¿De verdad crees en eso?
– No -respondió Vanessa después de meditar un rato al respecto-. No estoy segura de quererlo aun cuando fuera posible. Porque ¿qué margen dejaría eso a la esperanza? ¿Qué más se podría anhelar? Prefiero ser feliz a ser feliz para siempre.
– ¿Qué es la felicidad? -le preguntó él.
– Un instante de alegría -respondió ella sin titubear.
– ¿Solo un instante? En ese caso no creo que merezca la pena esforzarse por alcanzarla.
– ¡Ah, pero te equivocas! -le dijo-. La vida en sí misma solo es un instante. Vivimos una sucesión de instantes. El ahora y el aquí. Siempre el ahora, el presente.
Según su propia experiencia, los instantes pasaban y desaparecían para siempre.
– Entonces, para ti la vida es una sucesión de instantes alegres, ¿no? -concluyó-. ¿Crees que todo es alegría en la vida? -Era increíble que fuese tan inocente.
– No, desde luego que no -contestó-. Pero un solo momento de felicidad puede lograr que el resto de la vida valga la pena. Es como la levadura para la masa del pan. Porque te muestra cómo puede ser la vida, el sentido que realmente tiene. Puede darte esperanzas en las épocas sombrías. Puede devolver la fe en la vida y en el futuro. Elliott, ¿nunca has sido feliz?
La pregunta le provocó una enorme nostalgia por la vida que había dejado atrás hacía mucho, muchísimo tiempo. Hacía una eternidad.
– Hace unos minutos era muy feliz -respondió.
– Intentas hacerme creer que te tomas esto a la ligera -lo acusó-. Esperas que te recrimine por pensar que el sex… -Inspiró hondo antes de intentarlo de nuevo-. Por pensar que el sexo puede reportar felicidad. Pero por supuesto que lo hace. El sexo es la celebración de la vida, de la entrega y del amor.
– Pensaba que no me amabas -señaló él. Eso la silenció un rato.
– No he sido yo quien ha dicho haber sido feliz hace unos minutos -repuso Vanessa.
– Eso quiere decir que lo que yo estaba haciendo era… ¿celebrar el amor? -preguntó.
– ¡Pero qué tonto eres! -exclamó ella-. Por supuesto que lo hacías. Hay muchos tipos de amor. No estás enamorado de mí. Ni siquiera me quieres. Pero reconoces que el amor flota en el aire esta noche.
– ¿Te refieres a una noche de bodas? -precisó-. Al sexo, ¿no?
– Sí.
– ¿El sexo y el amor son lo mismo?
– Quieres provocarme para discutir -le recriminó ella mientras se apoyaba en un codo y levantaba la mano para descansar la cabeza en la palma. Después lo miró fijamente a los ojos-. Reconócelo.
¿Sería cierto?, se preguntó. Tal vez tuviera razón. Tal vez estaba intentando analizar esa noche con cierta perspectiva. Acababa de casarse con una mujer a la que apenas conocía, que solía irritarlo con frecuencia, que ni siquiera era hermosa. Se había acostado con ella porque esa era su noche de bodas y había disfrutado del sexo porque no se había acostado con ninguna mujer desde antes de la Navidad.
E incluso esa noche, en ese momento para ser más exactos, había conseguido irritarlo. Era una romántica a tenor de las paparruchas que había soltado sobre la felicidad y el amor. Porque incluso equiparaba el sexo con el amor. Creía poder encontrar la alegría en casi todos los momentos de la vida.
No obstante, había perdido a un marido muy joven por culpa de la tuberculosis, una muerte lenta y cruel. Posiblemente lo había amado.
– Deberías estar durmiendo, no filosofando -repuso él con más brusquedad de la que pretendía-. Tal vez quiera poseerte de nuevo antes de que amanezca.
– Tú también deberías estar durmiendo -replicó ella-. Tal vez sea yo quien quiera poseerte.
Elliott estuvo a punto de soltar una carcajada. Habían vuelto al mismo punto donde había comenzado la noche.
– Tal vez deberíamos ponernos manos a la obra ahora que estamos despiertos y dormir después -sugirió.
Le colocó una mano en la nuca y tiró de ella para poder besarla.
Vanessa le pasó una pierna por encima de las caderas hasta quedar a horcajadas sobre él y después inclinó la cabeza para facilitarle la tarea de seguir besándola.
Era evidente que la novedad seguía sin perder su encanto.
Y la noche era joven.
CAPÍTULO 14
La felicidad no siempre era efímera, no siempre duraba un instante. De vez en cuando se mostraba persistente.
Vanessa no se hacía ilusiones, por supuesto. No era un matrimonio por amor y nunca habían pretendido lo contrario. Elliott no la amaba y ella no lo amaba a él, al menos no de verdad.
Pero sí estaba encaprichada con él, y era evidente que a él, por extraño que pareciera, le sucedía lo mismo.
De momento. Aunque el momento no durase para siempre.
Iban a disfrutar del interludio más romántico de la vida de cualquier persona: la luna de miel.
Hicieron el amor tantas veces durante esos tres días y esas cuatro noches que Vanessa perdió la cuenta. Bueno, no del todo. Fueron trece veces en total. Más tarde pensó que si hubiera sido supersticiosa, habría considerado el número un mal augurio. No debería haberlas contado.
Jamás en la vida había disfrutado tanto como en las trece ocasiones en las que hicieron el amor. Elliott era guapísimo, viril, habilidoso y muy atento.
Aunque no se trataba solo de esos momentos.
Comían juntos y hablaban mientras lo hacían. Hablaron de los libros que habían leído y descubrieron que coincidían en muy pocos títulos. Aunque eso tenía fácil solución.
– Leeré todos los libros que tú has leído -le dijo ella siguiendo un impulso-, y así podremos discutir sobre ellos.
– Pues yo no pienso leer todo lo que tú has leído -replicó él-. La historia nunca fue mi asignatura preferida en el colegio. Pero puedes contarme todo lo que haya pasado que pueda servirme.
– ¡Ay, Dios! -exclamó-. ¿Por dónde empiezo?
– ¿Por el principio? -sugirió él-. ¿Con Adán y Eva?
– Empezaré con los romanos en la Britania, porque se sabe muy poco de las tribus que habitaban estas tierras antes de que ellos llegaran -dijo-. Los romanos son fascinantes, Elliott. Sus vidas eran mucho más sofisticadas y lujosas que las nuestras. Y eso que creemos que vivimos en una sociedad muy avanzada. ¿Sabes, por ejemplo, que conocían un modo de calentar sus hogares que no requería de madera ni de braseros en todas las habitaciones?
– No lo sabía -respondió él.
Elliott la escuchó con aparente interés mientras ella le hablaba de la Britania romana y de lo mucho que los romanos habían influido en las vidas de los británicos hasta ese mismo momento.
– Sobre todo en la lengua -le dijo-. ¿Sabes el sinfín de palabras que derivan del latín?
– ¿Eso quiere decir que nos veríamos obligados a vivir en silencio si los romanos no hubieran conquistado estas tierras? -Preguntó él a su vez-. ¿O que, Dios no lo quiera, tendríamos que hablar gales o gaélico?
Vanessa soltó una carcajada al escucharlo.
– Las lenguas son entes vivos -adujo-. El inglés habría sido distinto sin la influencia de los romanos, pero habría existido como tal.
Sospechaba, de hecho lo sabía a ciencia cierta, que el conocimiento que Elliott poseía del pasado era mucho más extenso de lo que había admitido. Ningún caballero educado como tal podía desconocerlo absolutamente todo sobre la historia y la civilización de su propio país. Aunque no le importaba que le estuviera gastando una broma al fingir ignorancia. La historia era una especie de pasión para ella, pero no siempre encontraba a gente dispuesta a escucharla.
Además, resultaba interesante descubrir que Elliott era capaz de gastar bromas.
Pasaron prolongados momentos al aire libre. El buen tiempo resultaba irresistible. Aunque la primavera acababa de empezar, el sol brillaba, el cielo estaba despejado y soplaba una brisa cálida. No podrían haber deseado nada mejor.
Dieron muchos paseos por el lago y ni una sola vez se encontraron con un alma. Todos respetaban su intimidad, era evidente.
Un día fueron al cobertizo donde guardaban las barcas y le echaron un vistazo antes de elegir una que llevaron al agua a pesar de que el día era un poco fresco. Vanessa insistió en remar e incluso consiguió que ambos llegaran sanos y salvos a la orilla. Pero como hacía años que no remaba, desde que era una niña, pasó mucho más tiempo peleándose con el agua y con los remos, y moviéndose en círculos surcaron con elegancia el lago mientras admiraban el paisaje.
– Una demostración impresionante -comentó su esposo a su regreso-. Tal vez la próxima vez me permitas encargarme de los remos para darme la oportunidad de dejarte tan impresionada como tú a mí.
El comentario le arrancó una carcajada.
– Pero ha sido muy divertido, Elliott, admítelo -dijo ella-. ¿No has temido por tu vida?
– Sé nadar -le contestó él-. ¿Y tú?
– Más o menos se me da tan bien como remar -respondió, y se echó a reír de nuevo-. Siempre me ha dado miedo meter la cabeza bajo el agua.
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