En otra ocasión pasearon por el embarcadero y contemplaron los peces que nadaban en el agua. Elliott le dijo que cuando era pequeño solía zambullirse allí e intentar pescar con las manos.
– ¿Lo conseguiste alguna vez? -le preguntó.
– Nunca -admitió él-. Pero aprendí que no debía malgastar las fuerzas en un imposible.
– ¿Y eso te detuvo?
– No.
Recordó el día que hizo rebotar el guijarro sobre el agua en Warren Hall, el mismo día que ella le propuso matrimonio. Lo instó a hacerle una demostración y después intentó imitarlo, sin éxito. Elliott quiso enseñarle, pero parecía incapaz de ejecutar el movimiento de muñeca necesario para lograr el efecto deseado. Lo único que consiguió fue lanzar el guijarro por el aire, de modo que tuvieron que agacharse y esquivar el proyectil para que no les diera en la cabeza al caer.
Tras reírse a mandíbula batiente, observó la segunda demostración de Elliott, que fue mejor que la primera.
– Doce rebotes -dijo con admiración-. Una nueva marca.
– Pues tú lo tienes mucho más fácil que yo -replicó él-. Yo tengo que conseguir trece rebotes para batir mi marca. Tú solo tienes que conseguir uno para establecer la tuya.
– Creo que lo único que he aprendido es a no malgastar las fuerzas en un imposible.
Lanzó un último guijarro… y rebotó tres veces. Empezó a reírse a carcajadas y se volvió hacia él con expresión triunfal.
– Vaya -dijo Elliott con las cejas enarcadas-. Tal vez deba zambullirme para intentar pescar con las manos.
Algún día, pensó, conseguiría que sonriera. Incluso lo haría reír a carcajadas. Aunque no importaba que no lo hiciera. Porque Elliott estaba disfrutando tanto como ella. Estaba segura de ello.
Tal vez no fuera un matrimonio maravilloso, y tal vez nunca se quisieran de verdad. Pero no había motivo alguno para que no pudieran ser felices juntos. Le había prometido felicidad, placer y tranquilidad, le había prometido que se sentiría a gusto, ¿no?
El tercer día pasearon por el extremo más alejado del lago y descubrieron un prado de pendiente suave cubierto de narcisos. No se veía desde la orilla opuesta, ya que quedaba oculta por las ramas de los sauces que caían sobre el agua. La brisa mecía suavemente las flores amarillas bajo la luz del sol.
– ¡Mira, Elliott! -exclamó, como si él no lo hubiera visto-. ¡Mira qué preciosidad!
Y comenzó a correr entre las flores con los brazos extendidos a los lados, tras lo cual dio unas cuantas vueltas con la cara levantada hacia el sol.
– ¿Has visto alguna vez algo más bonito? -preguntó cuando se detuvo, aún con los brazos levantados.
Elliott estaba junto a la orilla, observándola.
– Es posible -respondió él-. Pero ahora mismo no se me ocurre qué puede ser. Aunque me parece que ya conocías este sitio, porque te has vestido a juego. Has sido muy astuta.
Vanessa se miró. Llevaba su vestido amarillo claro, una pelliza a juego y el bonete de paja.
– Se me ocurrió impresionarte -repuso al tiempo que le lanzaba una sonrisa deslumbrante.
– Y lo has hecho.
Se dio cuenta de que Elliott se había acercado mientras ella se miraba el vestido. Y siguió acercándose de forma que la sonrisa desapareció de sus labios. Cuando estuvo lo bastante cerca, se inclinó, le rozó los labios con los suyos y ella le devolvió el beso después de echarle los brazos al cuello.
Le encantaba verlo con los párpados entornados, porque eso la hacía sentirse deseable. El hecho de que Elliott la encontrara deseable seguía sorprendiéndola. Pero el deseo debía de ser sincero. Era evidente que no solo estaba pensando en engendrar los hijos por los que se había casado con ella. Lo miró a los ojos después de que él se apartara y le sonrió una vez más.
Fue uno de los momentos más felices de esos tres días de felicidad. Estuvo en un tris de creerse enamorada. Y de creer que él correspondía a sus sentimientos.
– Este lugar está desierto. Nadie vendría por aquí aunque la familia y los criados no tuvieran órdenes estrictas de mantenerse apartados del lago -comentó él-. No recuerdo haber venido en esta época del año.
«Este lugar está desierto. Nadie vendría por aquí.»
El significado de sus palabras estaba muy claro, de modo que volvió a experimentar la ya conocida sensación entre los muslos.
– ¿Nadie viene por aquí? -le preguntó, y se humedeció los labios, que se le habían quedado muy secos de repente.
– Nadie.
Y lo vio quitarse la chaqueta y extenderla sobre la hierba entre los narcisos antes de hacerle un gesto con la mano.
Hicieron el amor al aire libre, rodeados del verde y del dorado primaverales, con el sol sobre sus cabezas, cuyos rayos casi resultaban abrasadores incluso refugiados bajo los árboles, entre las flores y tan cerca de la frescura de la orilla.
Fue un encuentro breve, apasionado y maravillosamente pecaminoso, porque alguien podría haber pasado por allí en cualquier momento. Y descubrió que había algo muy erótico en hacer el amor con casi toda la ropa puesta.
– Voy a recoger narcisos para la casa -anunció Vanessa cuando volvieron a estar de pie, después de arreglar sus ropas-. ¿Puedo?
– Estás en tu casa -contestó él-. Eres la señora de Finchley Park, Vanessa. Puedes hacer lo que se te antoje.
Su sonrisa se ensanchó al escucharlo.
– Dentro de unos límites razonables -se apresuró a añadir él.
– Ayúdame -le pidió al tiempo que se agachaba para recoger los narcisos, cortándolos por sus largos tallos.
– ¿Tienes bastantes? -quiso saber él después de que hubiera recogido una docena y ella llevara más del doble.
– Ni mucho menos -aseguró-. Vamos a recoger narcisos hasta que no podamos llevar más. Llenaremos la residencia de la viuda a reventar con rayitos de sol y primavera, Elliott. Coge también unas cuantas hojas verdes.
Poco tiempo después rodeaban de nuevo el lago en dirección a la casa, con los brazos rebosantes de flores.
– Espero que haya sitios y jarrones suficientes -dijo Vanessa cuando se acercaban a la puerta-. Seguro que tenemos para un ramo por habitación.
– Los criados se encargarán de todo -le aseguró él. Abrió la puerta con cierta dificultad y se hizo a un lado para que ella entrase primero.
– Desde luego que no -protestó-. Hacer arreglos florales es uno de los mayores placeres de la vida, Elliott. Yo te enseñaré. Vas a venir conmigo y vas a ayudarme.
– No, voy a ir contigo y voy a ver cómo lo haces -la corrigió él-. Después me darás las gracias por no ayudarte. Vanessa, no tengo gusto para hacer ramos.
Sin embargo, la ayudó de todas formas. Llenó los jarrones de agua y separó las flores y las hojas en grupos, cortando los tallos según las instrucciones que ella le daba. Y ayudó a llevar los jarrones a cada una de las estancias y a colocarlos mientras ella se mantenía un poco apartada y lo observaba con ojo crítico.
– Un centímetro a la derecha -dijo ella al tiempo que hacía un gesto-. Ahora medio centímetro hacia atrás. ¡Ahí! ¡Perfecto!
Elliott se apartó y la miró fijamente.
Vanessa se echó a reír.
– Siempre deberíamos buscar la perfección -explicó-, aunque no siempre sea posible alcanzarla. Cualquier cosa que merezca la pena hacer debe hacerse bien.
– Sí, señora -convino él-. ¿Qué va a pasar con las flores cuando regresemos a la mansión?
Ella no quería regresar a la mansión. Quería vivir para siempre en ese lugar, de esa manera. Pero nunca había sido posible, ni aconsejable a la postre, detener el paso del tiempo.
– El mañana no existe hasta que llega -afirmó-. Solo tenemos que pensar en el presente, en el hoy. Y hoy vamos a disfrutar de los narcisos.
– ¿Conoces el poema? -le preguntó Elliott.
– ¿El de William Wordsworth? -Preguntó a su vez-. ¿El que habla de los «dorados narcisos»? Por supuesto que sí. Y ahora sabemos lo que debió de sentir cuando los vio.
– Después de todo, parece que sí tenemos gustos de lectura parecidos -comentó él.
– Cierto, los tenemos.
Miró encantada los jarrones llenos de flores. Todavía les quedaba una noche completa de la que disfrutar.
Sin embargo, ya se había mencionado el mañana. Al día siguiente regresarían a la mansión y al resto de sus vidas.
Serían las mismas personas viviendo el mismo matrimonio.
No obstante, intentó con todas sus fuerzas no pensar en eso. Cada vez que lo hacía, experimentaba una vaga sensación de malestar, un mal presentimiento.
Regresaron a la mansión después del desayuno, a la mañana siguiente, caminando bajo un cielo gris que amenazaba lluvia.
La casa estaba desierta salvo por los criados y por el señor Bowen. Todos los invitados a la boda se habían marchado el día anterior, y lady Lyngate y Cecily habían partido rumbo a Londres esa misma mañana, muy temprano. Elliott y ella las seguirían al día siguiente.
Vanessa exploró su nuevo dormitorio y su vestidor mientras Elliott estaba en su despacho, consultando con su secretario y revisando el correo que se había acumulado durante esos tres días. Sin embargo, no se demoró mucho. Llamó a su puerta media hora después y entró.
– Es enorme -declaró Vanessa al tiempo que abría los brazos-. Tiene que ser el doble de grande que mi dormitorio en la residencia de la viuda.
– Por supuesto -admitió Elliott encogiéndose de hombros-. Son los aposentos de la vizcondesa.
En ese momento Vanessa se dio cuenta de que todavía no había asimilado la idea de que acababa de entrar en un mundo totalmente distinto.
– Voy a Warren Hall para ver qué tal le va a Merton con sus tutores -anunció Elliott-. ¿Te gustaría venir? Si es así, ordenaré que preparen el carruaje. De todas formas, sería lo más sensato. Va a llover.
– Claro que quiero ir -contestó.
El tiempo parecía haberse detenido durante su luna de miel. Apenas había pensado en sus hermanos… ni en ninguna otra persona. La residencia de la viuda y el lago habían sido todo su mundo, y Elliott y ella eran los únicos habitantes. Como Adán y Eva en el paraíso.
De repente, se dio cuenta de que habían pasado tres días y de que estaba ansiosa por volver a ver a sus hermanos.
Cuando llegaron a Warren Hall comenzaban a caer las primeras gotas de lluvia y soplaba un viento gélido.
¡Qué suerte habían tenido al disfrutar de esos tres gloriosos días primaverales!, pensó. El cambio de temperatura les confería un aire irreal y místico, como si hubieran acabado hacía semanas en vez de esa misma mañana.
Margaret estaba sola en el salón. Hizo una reverencia a Elliott y abrazó a su hermana con fuerza. Les dijo que sus invitados se habían marchado el día anterior. Stephen se encontraba en la biblioteca de la planta baja, con uno de sus tutores, ya que acababa de regresar de un paseo a caballo con el señor Grainger más tarde de la cuenta, razón por la que había sido severamente reprendido. Katherine había salido a dar un paseo.
– Aunque espero que regrese pronto -dijo Margaret mirando hacia la ventana, cuyos cristales estaban mojados por la lluvia-. Antes de que se moje.
Su hermana parecía apagada y un tanto pálida, pensó Vanessa cuando se sentaron junto a la chimenea, después de que Elliott se marchara a la biblioteca.
– ¿Te encuentras bien, Meg? -le preguntó-. ¿Ha pasado algo?
– Nada de nada. -Margaret sonrió-. ¿Y tú, Nessie? ¿Cómo estás tú?
Se acomodó en el sillón antes de contestarle.
– ¿A que hemos disfrutado de un tiempo espléndido? La residencia de la viuda de Finchley Park es un lugar precioso, Meg, y el lago es encantador. Salimos a dar un paseo en barca, y ayer recogimos montones de narcisos sin que se notara siquiera en la orilla donde crecían. Colocamos un jarrón lleno en cada estancia. Eran preciosos.
– ¿En plural? -Señaló Margaret-. ¿Eso quiere decir que todo va bien, Nessie? ¿No te arrepientes de nada? Pareces muy feliz.
– En fin, está claro que la vida real está a punto de hacer acto de presencia -dijo-. Mañana nos vamos a Londres y seré presentada a la reina la semana que viene… una idea aterradora, la verdad. Y también tendré que conocer a mucha gente e ir a muchos sitios y… Bueno, y muchas más cosas. Pero claro que no me arrepiento, tonta. Era algo que quería hacer. Te lo dije desde un principio.
– ¡Ay, Nessie! -Margaret apoyó la espalda en el respaldo de su sillón con gesto cansado-. Si tú puedes ser feliz, yo también podré serlo.
Vanessa miró a su hermana con detenimiento. Sin embargo, y antes de que pudiera preguntarle una vez más qué había pasado, porque estaba claro que algo había sucedido, la puerta se abrió para dejar paso a una Katherine de mirada resplandeciente y mejillas sonrosadas.
– ¡Uf, vengo sin aliento! -Exclamó la hermana menor con una mano en el pecho-. No sabía si refugiarme en la capilla cuando comenzó a llover o arriesgarme a correr hacia la casa.
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