– Ya veo que te has decidido por lo segundo -dijo Vanessa al tiempo que se ponía en pie.

– Y ahora me alegro. -Katherine corrió hacia ella para abrazarla-. He visto el carruaje del vizconde en la puerta y tenía la esperanza de que te hubiera traído con él.

– Y lo ha hecho -dijo con una sonrisa.

– No sabes lo guapísimos que estabais los dos el día de la boda -afirmó Katherine cuando volvieron a sentarse-. ¿Te lo has pasado bien estos tres días en el lago?

– Muy bien -respondió con la esperanza de no haberse ruborizado-. Es un lugar idílico. Me habría encantado poder quedarme allí para siempre. Y tú ¿te lo has pasado bien con todos los invitados en la casa?

Katherine se inclinó hacia delante de repente, con expresión ansiosa.

– ¡Ay, Nessie! Resulta que no eres la única que se ha casado hace poco. ¿Te lo ha contado Meg? Ayer por la mañana llegó una carta para sir Humphrey y para lady Dew, enviada desde Rundle Park, y tuvimos la suerte de que llegara antes de que se marcharan de regreso. ¿Te lo ha contado ya Meg?

– Pues no.

Vanessa miró a su hermana mayor. Estaba aferrada a los apoyabrazos del sillón con una sonrisa torcida en los labios.

– Era de Crispin Dew -prosiguió Katherine.

– ¡Kate, no me digas que está herido! -exclamó ella.

En ese momento recordó cómo había comenzado la conversación y miró de reojo a Margaret.

– No, nada de eso -le aseguró Katherine-. Acaba de casarse. Con una dama española. No sabes el revuelo que se armó antes de que el carruaje partiera hacia Throckbridge, aunque es lógico. A lady Dew le entristeció no haber podido asistir a la boda. Al igual que a Eva y a Henrietta.

– ¡Oh! -exclamó Vanessa, mirando a los ojos a Margaret, que le devolvió la mirada con esa espantosa sonrisa torcida en los labios.

– No he parado de gastarle bromas a Meg desde entonces -continuó Katherine-. Recuerdo que cuando era pequeña Crispin y ella se pasaban el día muy acaramelados… lo mismo que Hedley y tú.

– Le he dicho a Kate que ni siquiera recuerdo muy bien su aspecto -terció Margaret-. Y que todo eso fue hace muchos años. Le deseo toda la felicidad del mundo en su matrimonio.

En ese preciso instante Stephen y Elliott se reunieron con ellas en el salón, donde tomaron café con pastas mientras charlaban, entre otras cosas, sobre Londres, donde todos residirían en cuestión de una semana.

No se quedarían a almorzar, anunció Elliott cuando los invitaron. Tenía que atender unos asuntos en su propiedad esa tarde.

Margaret, Stephen y Katherine bajaron con ellos para despedirlos, aunque no salieron a la terraza porque la llovizna se había convertido en un buen chaparrón.

De modo que Vanessa no tuvo oportunidad de hablar en privado con Margaret. O en el caso de haberla tenido, ya que podrían haberse quedado rezagadas en la escalera para que nadie pudiera escucharlas, Margaret la evitó a toda costa.

¡Menuda ironía!, pensó Vanessa mientras subía al carruaje y Elliott se sentaba junto a ella. Se había casado con él hacía cuatro días para que su hermana conservara la esperanza.

Sin embargo, su esperanza había acabado hecha añicos para siempre.

Habría sido mejor para Meg que Crispin Dew hubiera muerto en combate.

Era horrible pensar algo así, pero…

– ¿Sientes nostalgia por tu hogar? -le preguntó Elliott cuando el carruaje se puso en marcha.

– ¡No! -Volvió la cabeza y lo miró con una sonrisa deslumbrante-. No, claro que no. Finchley Park es ahora mi hogar.

Le tendió la mano y Elliott se la cogió, colocándosela sobre el muslo mientras regresaban a casa en silencio.

¿Estaría casada con él si la carta de Crispin hubiera llegado cinco o seis semanas antes en vez del día anterior?, se preguntó.

¿O estaría Meg sentada en su lugar en esos momentos?

Al sentir la calidez del muslo de Elliott a través de la tela de los pantalones y de los guantes, se alegró en silencio de que la carta no hubiera llegado antes.

¿Cómo había podido hacer algo así? ¿Cómo había podido Crispin Dew tratar a Meg con tan poca consideración?

Se inclinó hacia un lado y se consoló con la solidez del hombro de Elliott. Al notar que estaba a punto de echarse a llorar, se apresuró a tragar saliva.

CAPÍTULO 15

Vanessa se sentía un poco deprimida. Y no era una emoción que se permitiera experimentar muy a menudo. Siempre había algo que hacer, alguien con quien hablar, algo en lo que pensar o algo que leer para animarse. Y casi siempre había algo de lo que maravillarse, por lo que sonreír, de lo que reírse.

La risa era mucho mejor para el alma que la melancolía.

Sin embargo, de vez en cuando la depresión era inevitable. En circunstancias normales la causaban varias cosas a la vez, de forma que era casi imposible de evitar.

Su luna de miel había acabado. Y aunque tal vez pudiera volver a experimentar en la mansión y más adelante en Londres la inesperada felicidad que había llenado sus días y sus noches en la residencia de la viuda y en el lago, no podía evitar pensar que todo iba a cambiar, que Elliott y ella nunca volverían a tener una relación tan cercana, tan estrecha, como la que habían tenido durante esos días.

Si solo se hubiera tratado de eso, por descontado que hubiera conseguido librarse de la melancolía. Dependía de ella que su matrimonio funcionara. Si se esforzaba por creer que las cosas iban a cambiar, cambiarían casi con total seguridad.

Sin embargo, Elliott había salido esa tarde para ocuparse de unos asuntos de la propiedad. Algo perfectamente comprensible. Porque no esperaba que se pasara el resto de su vida en común paseando, remando en el lago y cortando narcisos con ella por las tardes. Aunque ese día en concreto no era el mejor para haberse quedado a solas.

Crispin Dew se había casado con una dama española en la Península.

Margaret debía de estar sufriendo una tristeza desoladora, desesperada, pero ella no podía ayudarla de ninguna forma. Y el sufrimiento de un ser querido era en ciertos aspectos mucho peor que el propio, precisamente por la impotencia que conllevaba. Ella lo sabía por experiencia.

Y esa conclusión, el recuerdo de Hedley, la llevó a la carrera a su dormitorio para rebuscar a toda prisa en el interior del enorme baúl que le habían traído de Warren Hall, pero que todavía seguía sin vaciar por el inminente viaje a Londres. Encontró el objeto que había estado a punto de dejar atrás justo donde lo había colocado, protegido por el envoltorio. Lo había guardado en el baúl, en el rinconcito izquierdo de la parte delantera, en el último momento.

Se sentó en un diván y apartó el paño de terciopelo que protegía su tesoro de cualquier daño. Y contempló la miniatura de Hedley que lady Dew le había regalado después de su muerte.

La miniatura había sido realizada cuando Hedley tenía veinte años, dos años antes de que se casaran, y poco tiempo antes de que su grave enfermedad se manifestara.

Aunque las señales de la tuberculosis eran ya obvias en él.

Pasó un dedo sobre la miniatura ovalada.

Tenía unos ojos enormes y la cara alargada. Si el pintor no le hubiera añadido un toque de color a sus mejillas, su rostro estaría tan pálido como al natural.

Sin embargo, y pese a la palidez, al final de sus días seguía siendo guapo. Porque Hedley poseía una belleza delicada. Nunca había sido un muchacho robusto. Nunca había podido participar en los enérgicos juegos de los demás niños de la vecindad. No obstante, y por extraño que pareciera, nadie lo había ridiculizado ni lo había hostigado por ello. Porque todo el mundo lo quería mucho.

Ella misma lo había querido.

Habría muerto en su lugar si hubiera sido posible.

Esos enormes ojos de mirada alegre la observaron desde el retrato. Rebosantes de inteligencia y de esperanza.

De esperanza. Porque la había conservado hasta el último momento y, cuando por fin la abandonó, lo hizo de forma elegante y digna.

– Hedley… -musitó.

Se llevó un dedo a los labios.

Y se dio cuenta de una cosa. Salvo por un fugaz recuerdo durante su noche de bodas, no había vuelto a pensar en él durante los tres días que había pasado en el lago.

Desde luego que no había pensado en él. Habría sido horrible. Porque estaba con su nuevo marido, a quien le había jurado fidelidad absoluta.

Sin embargo…

Hasta hacía muy poco tiempo le había parecido imposible que pasara un solo día sin pensar en Hedley al menos cien veces.

Y habían pasado tres días sin que se acordara de él.

Tres días en los que había sido delirantemente feliz con un hombre que ni siquiera la amaba. A quien ella no amaba.

No como había amado a Hedley, en cualquier caso. Era imposible amar a otro hombre como había amado a su primer marido.

Aunque con él no había podido compartir la felicidad carnal que había conocido con Elliott. Cuando se casaron, la enfermedad le había pasado factura dejándolo prácticamente impotente. Para él había sido muy frustrante, aunque ella había aprendido la forma de satisfacerlo y de consolarlo.

No obstante, había acabado encontrando la satisfacción sexual con otro hombre.

No había pensado en Hedley durante tres días enteros. No, durante cuatro si contaba ese.

¿Acabaría por olvidarlo del todo?

¿Lo olvidaría como si jamás hubiera existido?

Sintió una pena tremenda y el aguijonazo de la culpa, todo ello empeorado porque la situación era de lo más irracional.

¿Por qué sentirse culpable por el hecho de haber apartado el recuerdo de su primer marido después de casarse con otro? ¿A qué se debía la sensación de estar engañando a un hombre muerto, la sensación de estar haciéndole daño? Porque eso era lo que sentía.

«Debes seguir con tu vida, Nessie», le había dicho él durante los últimos días de su vida, mientras ella le aferraba la mano y le refrescaba la cara, sudorosa por la fiebre, con un paño húmedo. «Debes volver a amar y a ser feliz. Debes casarte y tener niños. Debes hacerlo. ¿Me prometes que lo harás?»

Ella le había llamado bobo e idiota y se había negado a hacerle cualquier promesa.

«Bobo no, por favor, Nessie. En todo caso, tonto», había replicado él.

Y los dos se habían echado a reír a carcajadas.

«Al menos no dejes de reírte nunca. Prométeme que siempre te reirás.»

«Siempre que descubra algo gracioso», le había prometido ella mientras se llevaba su mano a los labios y lo veía sumirse en una agotada duermevela.

Durante los días que siguieron a esa conversación se rió varias veces, pero las carcajadas no tardaron en abandonarla.

– Hedley… -musitó otra vez, y se dio cuenta de que no veía su imagen con claridad. Parpadeó para librarse de las lágrimas-. Perdóname.

Por hacer justo lo que él le había pedido que hiciera: volver a vivir y ser feliz. Por volver a casarse. Por volver a reírse.

Y por haberlo olvidado durante casi cuatro días.

Recordó el vigor con el que Elliott le hacía el amor mientras colocaba la palma de la mano sobre la miniatura. En algún momento había cruzado la línea que separaba la melancolía de algo mucho más doloroso, algo que le oprimía el pecho y le dificultaba la tarea de respirar.

Si Hedley hubiera podido una sola vez al menos… Cerró los ojos y comenzó a mecerse.

– Hedley… -musitó de nuevo.

Sorbió por la nariz cuando las lágrimas se deslizaron por sus mejillas e intentó limpiárselas con las manos antes de buscar un pañuelo. No tenía ninguno, pero no se sentía con fuerzas para ir a buscar uno.

Se sumió en una especie de desesperación y angustia.

Al final, y después de sorber de nuevo, acabó limpiándose las lágrimas con el dorso de una mano, y decidió que debía levantarse para ir en busca de un pañuelo con el que sonarse la nariz; luego se lavaría la cara con agua fría para que desaparecieran los estragos del llanto.

¡Qué horrible sería que Elliott descubriera que había estado llorando! ¿Qué pensaría si eso llegaba a suceder?

No obstante, acababa de soltar la miniatura en el cojín que tenía al lado cuando vio que una mano grande le tendía un pañuelo desde el respaldo del diván. Una mano masculina.

La mano de Elliott.

Debía de haber entrado a través de su vestidor, que comunicaba con el de la vizcondesa, cuya puerta tenía a la espalda.

Se quedó petrificada un instante. Aunque no podía hacer otra cosa salvo aceptar el pañuelo, secarse los ojos, sonarse la nariz y pensar en una explicación racional.

Cogió el pañuelo muy consciente de la presencia de la miniatura que descansaba sobre el cojín, con el retrato hacia arriba.


Había pocas cosas por hacer que requirieran de su atención. Elliott se había esforzado mucho para dejarlo todo bien atado antes de la boda, a sabiendas de que poco después de la misma tendría que marcharse a Londres, donde permanecería unos cuantos meses.