Acabó en menos de una hora, y al descubrir que la visita de cortesía que se le ocurrió hacer de improviso a uno de sus arrendatarios, con el que mantenía una cierta amistad, no era posible ya que ni él ni su esposa se encontraban en casa, decidió volver a la mansión.

Le alegró mucho regresar antes de lo previsto. De momento estaba encantado con su matrimonio. A decir verdad, notó una sorprendente renuencia a abandonar la residencia de la viuda esa mañana. Tuvo la absurda sensación de que estaba a punto de romperse una especie de encantamiento.

No había nada que romper, por supuesto, no había magia en lo que había sucedido. Durante tres días y cuatro noches había disfrutado de una compañera de cama constante, y el sexo había resultado sorprendentemente satisfactorio. Había descubierto que el cuerpo de una mujer no tenía por qué ser voluptuoso para ser deseable.

Aunque no solo había sido el sexo. Su esposa había decidido no discutir con él durante esos tres días, y su compañía le había resultado agradable.

¡Dios Santo! Si hasta le había permitido remar en uno de los botes, con él sentado enfrente, aun cuando era obvio que no tenía habilidad alguna para manejar los remos… También le había permitido dejarlo medio sordo con sus estridentes carcajadas cuando logró, por pura chiripa, que un guijarro rebotara tres veces sobre el agua. Y, ¡por el amor de Dios!, había cortado más narcisos de los que había imaginado que podían existir sobre la faz de la tierra, había hecho los ramos y la había seguido por toda la casa mientras ella colocaba los jarrones por todas las estancias unas cuantas horas antes de regresar a la mansión.

Comprendió que Vanessa lo tenía un poco cautivado.

Y no había razones para pensar que la situación sufriera un cambio drástico una vez instalados en la mansión o de camino a Londres.

Tal vez pudieran disfrutar de un buen matrimonio, después de todo.

Así que, en vez de volver a casa con paso tranquilo, más bien lo hizo a la carrera, desoyendo la voz de la conciencia que le decía que había otros arrendatarios a los que podía haberles hecho una visita.

Vanessa y él habían hecho el amor el día anterior entre los narcisos. Si el tiempo no hubiera empeorado, tal vez podrían haber ido de nuevo… a recoger narcisos para la mansión. De todas formas, siempre les quedaba la cama del dormitorio de la vizcondesa, aún por «estrenar», y ¿qué mejor momento que una tarde lluviosa en la que no tenían otra cosa que hacer?

Vanessa no estaba en ninguna de las estancias de la planta baja. Debía de estar ya en sus aposentos. Tal vez se hubiera acostado un rato para recuperar el sueño perdido.

Elliott subió los escalones de dos en dos, aunque antes se pasó por su vestidor para secarse el pelo y quitarse las botas, sin llamar siquiera a su ayuda de cámara. El vestidor de Vanessa comunicaba con el suyo. Lo atravesó sin hacer ruido por si estaba durmiendo. En cuyo caso le encantaría despertarla de otra forma…

La puerta del dormitorio de su esposa se encontraba entreabierta. La abrió despacio sin llamar.

No estaba acostada. Estaba en el diván, de espaldas a él y con la cabeza inclinada hacia delante. ¿Leyendo? Estuvo tentado de acercarse de puntillas para besarla en la nuca.

¿Cómo reaccionaría? ¿Con un chillido? ¿Con una carcajada? ¿Con un encogimiento de hombros y un suspiro sensual?

La oyó sorberse la nariz. ¿Estaba llorando?

Sí, al cabo de un instante fue evidente que estaba llorando. Porque comenzó a sollozar como si cargara con toda la pena del mundo.

Se quedó petrificado en el vano de la puerta. Su instinto lo apremiaba a acercarse, a abrazarla mientras le preguntaba qué había pasado para que se sumiera en semejante estado. Sin embargo, nunca se le habían dado bien las emociones femeninas. De modo que lo que hizo fue acercarse despacio y sin hacer ruido. Aunque no intentó en ningún momento sorprenderla, Vanessa estaba tan absorta que no reparó en su presencia.

Y justo cuando estaba a punto de colocarle una mano en el hombro para darle un apretón, la vio dejar algo sobre el cojín que tenía al lado: un retrato en miniatura de un joven de rasgos delicados, casi femeninos.

Tardó apenas un minuto en comprender que el joven debía de ser Hedley Dew. Su predecesor.

Y descubrió que lo invadía la furia. Una furia repentina y arrolladura. Una furia gélida.

Se sacó un pañuelo limpio del bolsillo y se lo ofreció sin mediar palabra.

Vanessa se secó los ojos y se sonó la nariz mientras él se internaba en el dormitorio. Se detuvo frente a la ventana con las manos unidas tras la espalda, sin mirarla. Clavó la vista en el paisaje, azotado por la lluvia. A un lado se encontraba el lago, con la residencia de la viuda cerca de la orilla.

No volvió la cabeza para contemplar esa zona concreta. En realidad, no veía nada salvo el cristal de la ventana.

Sin embargo, ignoraba por qué se sentía tan furioso. Ambos habían aceptado ese matrimonio sin hacerse ilusiones. Había sido en esencia un matrimonio de conveniencia para los dos.

– Supongo que lo amabas por encima de todas las cosas -dijo sin intentar siquiera disimular el sarcasmo una vez que ella acabó de sonarse la nariz y de suspirar.

– Lo amaba -reconoció Vanessa después de un breve silencio-. Elliott…

– Por favor -la interrumpió-, ahórrate la explicación. Es innecesaria y estoy casi seguro de que además estaría plagada de mentiras.

– No tengo necesidad alguna de mentir -replicó ella-. Lo amaba y lo perdí, y ahora estoy casada contigo. Eso lo resume todo. No volverás a encontrarme…

– ¿Y creíste oportuno traer su retrato a mi casa y llorarlo en privado?

– Sí -contestó ella-. Lo traje conmigo. Es una parte muy importante de mi pasado. Fue, y sigue siendo, parte de mí. No sabía que ibas a volver tan pronto. Ni que entrarías en mi dormitorio sin llamar siquiera.

Sus palabras hicieron que él se volviera de repente y la mirase en silencio. Seguía sentada en el diván, con su pañuelo arrugado en las manos. Tenía la cara enrojecida y los ojos hinchados. No estaba muy favorecida que se dijera.

– ¿Tengo que llamar a la puerta para entrar en el dormitorio de mi esposa? -le preguntó.

Como era habitual en ella, respondió con otra pregunta.

– Si yo entrara en tu dormitorio sin llamar, ¿no te molestaría? ¿No te molestaría si estuvieras haciendo algo que prefirieses que yo no viera?

– Eso no tiene nada que ver con lo que estamos hablando -señaló-. Por supuesto que me molestaría.

– Pero yo no tengo derecho a molestarte, ¿verdad? Porque solo soy una mujer. Porque solo soy tu mujer. Una especie de sirvienta de rango superior. Pues que sepas que incluso los sirvientes necesitan de su intimidad.

Vanessa había logrado volver las tornas en contra de él. ¡Le estaba echando un sermón! Y se había puesto a la defensiva.

Los últimos días, comprendió Elliott de repente, habían estado basados en el sexo. Tal como había planeado. Era absurdo indignarse por haber descubierto lo que ya sabía. Y lo que deseaba.

Porque nada más lejos de su intención que intentar que su esposa se enamorara de él. No obstante…

– Sus deseos serán respetados de ahora en adelante, señora -le aseguró, al tiempo que le hacía una reverencia muy digna-. Estos aposentos serán su dominio privado salvo cuando entre para ejercer mis derechos conyugales. E incluso entonces llamaré a la puerta y podrá mandarme al cuerno si no le apetece recibirme.

La vio ladear la cabeza mientras lo miraba en silencio unos instantes.

– El problema con los hombres es que no sois capaces de discutir tranquila y racionalmente -afirmó-. Porque nunca escucháis. Recurrís a los gritos, os ofendéis y reaccionáis lanzando algún tipo de ultimátum. No hay criatura más irracional que vosotros. No me extraña que haya guerras tan atroces en el mundo.

– Los hombres libran dichas guerras con la intención de crear un mundo más seguro para sus mujeres -repuso él.

– ¡Qué tontería!

En realidad, pensó Elliott, su esposa debería haber mantenido la cabeza gacha desde el principio y escucharlo en silencio, salvo cuando tuviera que contestar alguna pregunta con el monosílabo apropiado. Porque así él se habría marchado con cierta dignidad y sin permitirle que se hubiera salido por la tangente.

Pero estaba tratando con Vanessa, y comenzaba a comprender que no podía esperar que se comportara como el resto de las mujeres.

Que Dios lo ayudara. Se había casado con ella. Y él era el único culpable.

– Si de verdad los hombres desearais complacer a vuestras mujeres -apostilló-, os sentaríais a hablar con ellas.

– Señora -dijo-, creo que intenta distraerme. Pero no va a conseguirlo. No voy a exigirle lo que no puede darme, porque ni siquiera lo deseo. No exijo su amor. Pero sí exijo su absoluta fidelidad. Es mi derecho como su marido.

– Y la tienes -le aseguró ella-. No necesitas mirarme con ese ceño tan feroz ni llamarme «señora» como si acabáramos de conocernos para conseguirla.

– Ni puedo ni quiero competir con un difunto -afirmó-. No dudo de que lo quisieras mucho, Vanessa -añadió, volviendo a tutearla-, ni de que su muerte a una edad tan temprana supusiera un golpe terrible para ti. Pero estás casada conmigo, y espero que al menos en público aparentes sentir afecto por mí.

– En público -repitió ella-. ¿En privado no son necesarias las demostraciones de afecto? ¿En privado puedo ser sincera y demostrarte indiferencia, o antipatía, u odio, o cualquier otra emoción que pueda sentir en el momento?

La miró, exasperado.

– Ojalá me dejaras explicártelo -la oyó decir.

– ¿Te refieres a la escena con la que me he topado después de «invadir tu intimidad»? La verdad, preferiría que no me explicaras nada.

– Crispin Dew se ha casado -le dijo.

Solo alcanzó a mirarla en silencio. ¿Era una conclusión irracional o existía algún tipo de relación lógica entre ambos sucesos en la enrevesada mente de su esposa?

– Kate me lo ha dicho esta mañana -prosiguió Vanessa-. Lady Dew recibió una carta de Crispin mientras estaba en Warren Hall. Se ha casado en España, donde se encuentra su regimiento.

– Y supongo que tu hermana estará destrozada -aventuró él-. Aunque no entiendo por qué. Si lleva cuatro años fuera sin contactar con ella en absoluto, debería haberse esperado algo así.

– Estoy segura de que lo esperaba -replicó-. Pero de esperar algo a ver que ese algo se convierte en realidad va un buen trecho.

De repente, Elliott cayó en la cuenta de una cosa.

– Podía haberse casado conmigo -dijo.

– Sí -convino Vanessa.

Y por fin entendió la relación.

– Lo comprendiste mientras yo estaba fuera -afirmó-. Te diste cuenta de que esa carta había llegado tarde. Podrías haberte ahorrado el sacrificio.

– Pobre Meg -se lamentó ella, sin admitir ni negar sus palabras-. Lo quería mucho, ¿sabes? Pero insistió en quedarse con nosotros aunque él quería casarse antes de partir con su regimiento. No me dejó ocupar su lugar en la familia.

– En esa ocasión no -repuso él-. Pero en esta no le ha quedado alternativa. Porque hablaste conmigo antes de que tú hermana estuviera al tanto de tus intenciones.

– Elliott-dijo Vanessa-, me gustaría que dejaras de interrumpirme.

– ¡Ja! -Exclamó al tiempo que hacía un gesto brusco con una mano-. Ahora eres tú la que quieres hacer una declaración sin discutir tus conclusiones de forma racional.

– Solo estoy intentando que me entiendas -lo contradijo.

Elliott se llevó las manos a la espalda y se inclinó un poco hacia ella.

– En ese caso, prosigue con la explicación. No volveré a interrumpirte.

Vanessa lo miró un instante en silencio antes de suspirar. Soltó el pañuelo, que hasta ese momento había estado retorciendo entre las manos, y al dejarlo sobre el diván vio la miniatura con el retrato hacia arriba. Le dio la vuelta.

– Me daba miedo olvidarlo -confesó-. Y me he dado cuenta de que lo mejor es hacerlo. Ahora estoy casada contigo y te debo lo que le ofrecí a él: atención completa, lealtad y devoción. Pero por un momento me he asustado mucho, Elliott. Fue mi vida durante el año que duró nuestro matrimonio, de la misma forma que vas a serlo tú durante mucho más tiempo, espero. Necesito olvidarlo, pero en cierto modo me parece que eso estaría mal. Porque no se merece el olvido. Me quiso más de lo que jamás creí que una persona pudiera amar a otra. Y solo tenía veintitrés años cuando murió. Si lo olvido, ese amor también morirá. Y siempre he creído que el amor es la única constante en la vida, lo único que no puede morir, ni en esta vida ni en la eternidad. Estaba llorando porque necesito olvidarlo. Pero no quiero hacerlo.

Le había dejado muy claro que no pensaba competir con un difunto, pero iba a tener que hacerlo, concluyó Elliott.