Al parecer, era imposible ordenarle a una mujer que no amara. De la misma forma que no se podía obligarla a amar.

– Me llevaré el retrato de vuelta a Warren Hall -dijo Vanessa-. O mejor, lo enviaré a Rundle Park. Lady Dew me lo regaló después de la muerte de Hedley, y se alegrará de recuperarlo, supongo. Debería habérselo devuelto antes de casarme contigo, pero no se me ocurrió. Elliott, me mantendré siempre fiel a mis votos matrimoniales. Y no volveré a llorar por Hedley. Lo enterraré en un rinconcito de mi corazón y esperaré no olvidarlo del todo.

Sus votos matrimoniales. Amarlo, respetarlo y obedecerlo.

No quería su amor. No esperaba su obediencia; dudaba mucho que lo obedeciera, en cualquier caso. Así que solo quedaba el respeto.

En privado Vanessa le había prometido más cosas: felicidad, placer y tranquilidad. Y la verdad era que había cumplido su palabra durante los tres días posteriores a la boda. Y él, como un idiota, lo había dado por sentado sin más.

Cuando en realidad lo hacía para mantener su promesa.

Y aunque no dudaba de la sinceridad de la satisfacción sexual que había encontrado con él, por fin entendía que se había limitado a darse un festín con los deleites de la carne, que le habían sido negados en su anterior matrimonio debido a la enfermedad de su esposo.

Solo había sido sexo. Nada más.

Por ambas partes. Como él había pretendido y deseado. No había buscado nada más.

Entonces ¿por qué demonios sentía ese nudo de desesperación en la boca del estómago tanto rato después de haber ventilado la furia?

Vanessa, al menos, mantendría algunos de sus votos matrimoniales.

Y él también, con la ayuda de Dios.

No le cabía la menor duda de que Hedley Dew jamás volvería a ser mencionado. Vanessa lo amaría en secreto y le ofrecería a su segundo marido su más abnegada fidelidad.

Le hizo una reverencia.

– Te dejaré a solas -le dijo-. Tengo algunos asuntos que atender. ¿Puedo sugerirte que te laves la cara antes de que te vean los criados? Nos veremos durante la cena. Y esta noche te haré una visita antes de irme a dormir a mi habitación.

– ¡Elliott! -exclamó-. No he logrado explicarme bien y he embrollado las cosas, ¿verdad? Tal vez porque ni yo misma me entiendo. Solo sé que no es lo que piensas ni tampoco es del todo como te lo he explicado.

– Tal vez con el paso del tiempo logres escribir un libro -replicó él-. Una novela dramática, llena de pasión sin fundamento, emoción y palabrería barata.

No dejó de caminar mientras hablaba. Se internó en el vestidor de Vanessa y cerró la puerta tras él antes de seguir hacia el suyo, cuya puerta también cerró.

Otra vez estaba enfadado. Tenía la impresión de que en cierto modo acababa de hacer el tonto. Vanessa no le había permitido ventilar a placer el disgusto que le había provocado encontrarla como la había encontrado, ni tampoco le había dejado poner los puntos sobre las íes con respecto a lo que esperaba de ella o de su matrimonio. Porque lo había enzarzado en una serie de intrincados galimatías lingüísticos que habían logrado que se sintiera como un pelmazo arrogante.

¿Lo sería de verdad?

Frunció el ceño.

¿Estaba un hombre obligado a abrazar a su esposa y a consolarla susurrándole cosas cariñosas al oído mientras ella lloraba a moco tendido por su amado… que no era precisamente el que la abrazaba?

Y que para colmo estaba muerto. ¡Por el amor de Dios!

Al cuerno con todo, pensó. ¿Adónde lo estaba llevando el matrimonio?

Echó un vistazo por la ventana de su dormitorio y se percató de que la lluvia había arreciado en vez de escampar. El viento agitaba con fuerza las copas de los árboles.

Justo el tiempo que necesitaba.

Diez minutos después salía cabalgando de nuevo del establo con una montura descansada y ávida por galopar. ¿Su destino?

Lo ignoraba. Cualquier lugar lejos de Vanessa y de su matrimonio. Y del puñetero retrato de ese muchacho tan guapo de aspecto delicado, contra el cual no podía competir ni aunque se lo propusiera.

Vanessa podía amarlo con su bendición.

Al cuerno con ella.

Y con Hedley Dew también.

Al reparar en el giro tan infantil que habían sufrido SUS pensamientos, espoleó el caballo para que galopara y decidió no rodear la cerca que tenía delante, sino saltarla.

Puestos a ser infantiles, se emplearía a fondo y lo haría a lo grande, incluyendo la imprudencia.

Todo era horrible.

Entre otras cosas, su cara parecía incapaz de recuperar su estado normal. Cuanta más agua fría se echaba y más crema se aplicaba, más se le hinchaban los ojos y más enrojecidas tenía las mejillas.

Al final cedió y abandonó sus aposentos con paso vivo y una sonrisa alegre en la cara, aunque en los pasillos solo se cruzara con los cuadros y los bustos que los adornaban.

Su esposo volvió a la casa y entró en el salón con el tiempo justo para acompañarla al comedor. Mantuvieron una tensa conversación durante la cena, para guardar las apariencias delante del mayordomo y del criado. En ningún momento permitió Vanessa que la sonrisa abandonase sus labios.

Después de la cena se sentaron en el salón, al lado del fuego, y se sumieron en la lectura. Durante la hora y media que estuvieron así sentados decidió contar el número de páginas que su esposo volvía. Un total de cuatro. Cada una de ellas le hizo recordar que ella también debía volver una página de su propio libro, variar la posición con la que lo sujetaba y sonreír de forma placentera por lo que estaba leyendo.

Ya había transcurrido media hora cuando se percató de que había cogido un libro de sermones.

De forma que transformó su sonrisa placentera en una pensativa.

Más o menos al mismo tiempo se preguntó con cierta extrañeza por qué había aparecido su esposo tan repentinamente en su dormitorio esa tarde, sin llamar a la puerta siquiera, y por qué había regresado a la mansión tan temprano. ¿Habría ido para…?

Sin embargo, lo miró y vio que tenía la vista clavada en el libro con expresión ceñuda y muy poco cariñosa.

Cuando llegó la hora de acostarse, la acompañó hasta la puerta de su vestidor, le hizo una reverencia y le preguntó (¡Le preguntó!) si le permitiría reunirse con ella al cabo de un rato.

Cuando lo hizo ya estaba acostada, preguntándose si debería decir o hacer algo a fin de que la situación mejorara un poco. No obstante, se limitó a sonreírle hasta que él apagó la vela. La primera vez que lo hacía.

Después procedió a hacerle el amor sin besos ni caricias, de forma apasionada y rápida. Todo acabó mucho antes de que pudiera pensar siquiera en colocarse de forma apropiada para lograr la satisfacción tan absoluta que había experimentado durante los trece encuentros previos.

Lo que experimentó fue la frustración del deseo insatisfecho.

Su esposo se levantó justo después, se puso el batín y se marchó a través de su vestidor, cuya puerta cerró… No sin antes darle las gracias. ¡Le dio las gracias! Esa fue la guinda del insulto.

Porque la situación en sí había sido insultante. De principio a fin. Tal como era su intención, supuso.

En caso de que quisiera ser su esposa solo en aras de la conveniencia y de la procreación, Elliott parecía estar encantado de satisfacerla, según su comportamiento de esa tarde y de esa noche.

¡Qué tontos eran los hombres!

Tal vez esa conclusión era demasiado generalizada y bastante injusta para cientos de miles de hombres inocentes. Así que enmendó sus palabras.

¡Qué tonto era Elliott Wallace, vizconde de Lyngate!

Sin embargo, todo era culpa de ella.

Su esposo tal vez no lo supiera y jamás lo admitiría, pero estaba dolido.

Y ella tenía que hacer algo, si bien no sabía qué. La deuda que tenía con él era demasiado grande para pagársela llorando por otro hombre apenas cuatro días después de su boda.

Le debía lo que le había prometido. Y seguiría debiéndoselo aunque no se lo hubiera prometido.

Además, no estaba dispuesta a dejar que el recuerdo de su luna de miel se desvaneciera como algo pasado, como algo muy dulce que jamás se repetiría. Había sido feliz durante esos tres días, y estaba convencida de que él también lo había sido. Claro que su esposo no lo admitiría ni bajo tortura, de eso estaba segurísima.

Habían sido felices.

En pasado.

De ella dependía que esa afirmación tuviera un verbo en presente y muchas posibilidades de cambiarlo por un tiempo futuro.

Por el bien de ambos.

CAPÍTULO 16

Habría resultado muy sencillo habituarse a lo que ya era un matrimonio a medias. Vanessa empezó a sospechar enseguida que muchos matrimonios, al menos entre la alta sociedad, eran poco más que eso.

Por supuesto, era lo que cabía esperar de un segmento de la sociedad dado a concertar la mayoría de los matrimonios.

Sin embargo, ella había conocido un tipo de matrimonio distinto, por muy breve que hubiera sido, y era incapaz de contentarse con uno a medias.

Desde que se instalaron en Londres veía muy poco a Elliott. Su marido salía de casa después del desayuno y no regresaba hasta bien entrada la tarde. Además, cuando se quedaba en casa, su madre y su hermana menor siempre estaban presentes.

Los únicos momentos que pasaba a solas con él sucedían de noche, cuando ejecutaban el breve ritual de hacer el amor… si acaso se le podía llamar así. Elliott estaba intentando engendrar a su heredero, y ella intentaba disfrutar de esos breves encuentros. Ojalá Elliott tuviera más éxito que ella en sus aspiraciones. Para colmo, regresaba a su propio dormitorio en cuanto terminaba. Y siempre le daba las gracias al marcharse.

La trataba con exquisita cortesía, pero era tan distante que no pasó mucho tiempo antes de que su madre suspirara exasperada e hiciera un comentario al respeto después de que él abandonara una mañana el comedor matinal.

– Esperaba de todo corazón que Elliott fuera distinto -dijo la vizcondesa viuda.

– ¿Distinto? -Miró a su suegra con las cejas enarcadas.

– Los Wallace son ingobernables antes de casarse -le explicó su suegra-, y sumamente respetables después de hacerlo, al menos en apariencia. Eligen a sus esposas con mucho cuidado y las tratan con exquisita cortesía. Nunca se casan por amor. Eso sería rebajarse, y sentir semejante emoción limitaría demasiado su libertad. Es difícil para un hombre romper con la tradición, sobre todo cuando se trata de una familia tan ilustre como esta. Aunque pensaba que Elliott lo haría. Tal vez una madre siempre espera que el hijo sea distinto del padre. Y por supuesto ansía que sea feliz.

Era un discurso aterrador.

– Aún tengo la intención de hacerlo feliz -afirmó Vanessa al tiempo que se inclinaba sobre la mesa-. Verá, he sido yo la que lo ha hecho infeliz. O al menos he herido su orgullo o alguna otra cosa que él considera importante. Tres días después de la boda estuvimos cortando narcisos juntos, tantos que apenas podía ver por dónde caminaba. Y cuando regresamos a la casa, llenó los jarrones de agua y me ayudó a hacer los ramos, y también a llevar los jarrones a cada una de las estancias y a colocarlos en el lugar indicado en el ángulo preciso.

– ¿Elliott hizo eso? -Su suegra parecía sorprendida.

– Y justo al día siguiente, me encontró llorando -prosiguió Vanessa-. Con un retrato de mi anterior esposo porque llevaba tres días de absoluta felicidad y me sentía culpable por el temor de olvidarlo.

– ¡Ay, querida! -Exclamó la vizcondesa viuda con el ceño fruncido-. ¿Se lo explicaste a Elliott?

– Sí -contestó-. O al menos lo intenté. Porque no sabía bien como explicármelo ni a mí misma. Salta a la vista que Elliott no lo entendió. Pero conseguiré que sea feliz. Ya lo verá.

Habría resultado muy sencillo dejarse llevar por la rutina tan ajetreada en la que se convirtió la vida nada más llegar a la ciudad. Había mil y una cosas que hacer todos los días: ir de tiendas; ir a la librería; ir de visita por las tardes con su suegra y su cuñada; ir a visitar a sus hermanos después de que se instalaran en Merton House, en Berkeley Square; y revisar los cientos de invitaciones que llegaban a la casa todos los días para decidir cuáles quería aceptar, después de ser presentada a la reina, por supuesto. Además, tenía que preocuparse por la presentación en sí, y por el baile que celebrarían la noche de la presentación. El baile que en un principio iba a ser la presentación en sociedad de Cecily y que sería también su presentación… junto con la de Meg y de Kate.

Tenía que conocer a gente y recordar sus caras y sus nombres.

Casi todos esos asuntos eran exclusivamente femeninos. De hecho, le parecía que las damas y los caballeros de la alta sociedad llevaban existencias paralelas que solo se cruzaban en acontecimientos como los bailes, los almuerzos al aire libre y los conciertos. El baile de presentación sería uno de esos acontecimientos.