– He revisado la correspondencia -dijo George Bowen cuando Elliott regresó al despacho-. Las invitaciones para que las revisen las damas están en ese montón. Las cartas a las que yo puedo responder están aquí. Y las que necesitan de tu atención son estas. La que está arriba del todo…
– Tendrá que esperar -lo interrumpió él sin mirar el montón… y sin mirar a su secretario-. Voy a pasar la mañana con Su Ilustrísima.
Se produjo un breve silencio.
– Ah, entiendo -dijo George, y comenzó a enderezar las cartas del tercer montón como si le fuera la vida en ello.
– La llevaré al Museo Británico a ver la colección Towneley -le informó. Más tarde se arrepentiría de haber continuado y alargado la explicación-. La vizcondesa desea que hagamos cosas juntos.
– Algunas esposas son así de raras -repuso George mientras preparaba una pluma aunque no parecía que fuera a utilizarla de inmediato-. O eso tengo entendido.
– Debo subir a cambiarme -dijo.
– Hazlo. -Su amigo lo miró de arriba abajo-. ¿Te importa que te dé un consejo, Elliott?
El vizconde ya había echado a andar hacia la puerta. Suspiró y miró a su secretario por encima del hombro.
– Supongo que lo del museo y la colección ha sido idea tuya -dijo George-. Y ha sido una idea muy buena. Pero llévala después a Gunter's. Seguro que nunca ha probado un helado. Le gustará. Lo entenderá como un gesto romántico de tu parte.
Se volvió hacia su secretario.
– ¿Te has convertido de repente en un experto en gestos románticos, George? -le preguntó. Bowen carraspeó.
– No hace falta serlo -contestó-. Solo hace falta observar a las damas para comprender lo que les gusta. Y estoy seguro de que tu dama es muy fácil de contentar. Es una muchacha muy alegre, aunque no tenga muchos motivos para estarlo.
– ¿Vas a decirme lo que tengas que decirme, George? -preguntó con una calma aterradora.
– Tu problema es que no tienes nada de romántico, Elliott -le soltó su amigo-. Lo único que sabes hacer con las mujeres que te gustan es acostarte con ellas. Tampoco te estoy culpando de nada. Si quieres que te diga la verdad, te he envidiado muchas veces. Pero el hecho es que las damas necesitan algo más que eso, o al menos… En fin, da igual. El asunto es que tienen inclinaciones románticas y es nuestro deber darles lo que quieren de vez en cuando… siempre que se trate de nuestras esposas, claro, y no de nuestras amantes.
Elliott lo miró fijamente.
– ¡Por el amor de Dios! -exclamó-. ¿Qué demonios he estado cobijando bajo mi techo disfrazado de secretario?
George tuvo la decencia de parecer arrepentido, aunque no se mordió la lengua.
– Enséñale primero las esculturas, Elliott -le aconsejó-, si quieres. Creo que tu esposa es lo bastante fuerte para no necesitar sales. Y también creo que le gustarán. Pero llévala después a Gunter's, amigo mío.
– ¿A estas alturas del año? -apostilló.
– Aunque fuera enero -repuso George-. Y sobre todo después de haber pasado sola cuatro días, con la única compartía de otras damas. Teniendo en cuenta que lleva poco más de una semana casada…
– Eres un impertinente -le soltó Elliott, mirándolo con los ojos entrecerrados.
– Me limito a ser observador -replicó su amigo-. Será mejor que subas a cambiarte antes del desayuno.
Y le hizo caso.
Mientras subía la escalera en dirección a su dormitorio no estaba de muy buen humor, como tampoco lo había estado durante los últimos seis días. Al menos cuando estaba en casa. Se había sentido contento en sus clubes, en Tattersall’s, en el club de boxeo de Jackson, lugares en los que se mezclaba con sus amigos y conocidos, en los que hablaba de asuntos de interés como el gobierno, la guerra, las carreras que se iban a celebrar y los combates de boxeo.
Estaba segurísimo de que había cometido el peor error de su vida al dejarse convencer por Vanessa Dew para que se casara con ella.
Aunque de no haber sido ella, tendría que haberse casado con otra persona en breve. Y de no haberse casado con ella o con su hermana, las Huxtable seguirían siendo una pesada losa sobre sus hombros.
Vanessa había querido a su difunto esposo, ¡por todos los santos!, pero no había estado enamorada de él. ¿Qué narices significaba eso? No había disfrutado de las relaciones sexuales con Dew, aunque el pobre desgraciado seguramente había estado demasiado enfermo para hacerla disfrutar. Sin embargo, sí que había disfrutado de los encuentros sexuales con él, hasta que recordó a su difunto esposo y se vio arrastrada hacia un laberinto de dolor y culpa tan complicado que a él le daba vueltas la cabeza cada vez que intentaba desentrañarlo… aunque tampoco pensaba intentarlo, por supuesto.
Se preguntó si existiría alguna mujer más desconcertante que su esposa, pero lo dudaba mucho.
No obstante, Vanessa consideraba que los tres días y las cuatro noches siguientes a la boda habían sido el período más maravilloso de toda su vida.
Era una idea gratificante en cierto modo, o eso suponía.
¡Por el amor de Dios! ¿Acaso esperaba que hablasen de todos y cada uno de los insignificantes problemas que pudieran surgir durante su matrimonio el resto de sus vidas? ¿Iban a analizarlo todo al detalle?
¿Iba a convertirse la vida en algo complicadísimo?
Por supuesto que sí. Estaba casado, ¿no? Y con Vanessa, nada más y nada menos.
Y en ese momento tenía que renunciar a una mañana estupenda durante la que podría leer los periódicos y charlar en White's a fin de acompañar a su esposa en una visita cultural. Y luego hacer una parada en Gunter's para tomar un helado.
Aunque no estaba obligado a llevarla. No iba a permitir que su secretario dictase todos sus movimientos, ¿verdad? Ni tampoco que le recriminara el hecho de haber desatendido a su esposa… ¿o sí?
Sin embargo, parecía que llevar a Vanessa a Gunter's era un gesto romántico obligado.
¡Por el amor de Dios!
¿No le había prometido ella que le haría la vida más fácil, que le proporcionaría tranquilidad?
De momento estaba descubriendo que el matrimonio era la experiencia más complicada que había vivido en la vida, o incluso imaginado. La tranquilidad brillaba por su ausencia.
Claro que los primeros días fueron bastante agradables, admitió. De hecho, mucho más que «bastante».
Fuera como fuese, ese matrimonio era de por vida.
Se le antojaba una eternidad.
Hizo sonar la campanilla para llamar a su ayuda de cámara.
CAPÍTULO 17
Vanessa disfrutó con la exposición de estatuas. Se tomó su tiempo admirándolas una a una, sin avergonzarse por su desnudez y sin desilusionarse por el hecho de que muchas no estuvieran completas.
– No puedo creer que esté contemplando objetos creados durante una civilización tan antigua -observó en un momento dado-. La experiencia es sobrecogedora, ¿verdad que sí?
Sin embargo, a Elliott le encantó que no se sintiera obligada a rellenar los silencios con una cháchara intrascendente. Estaba concentrada por completo en la colección. Hasta que se percató de que Vanessa lo miraba de vez en cuando de la misma forma en que miraba las estatuas, con expresión concentrada y ojo crítico. Y se dio cuenta porque él la miraba a ella tanto como miraba las piezas. Al fin y al cabo, no era la primera vez que visitaba la exposición.
Vanessa iba vestida de rosa, un color que debería haberle sentado fatal pero que sin embargo le sentaba bien. Le otorgaba un aspecto delicado y femenino. Su cara parecía más animada y menos pálida. Estaba muy guapa.
Por supuesto, su ropa estaba pensada a tal efecto y su absurdo bonete era el último grito de la moda.
Una de las veces que la descubrió mirándolo, Elliott enarcó las cejas.
– Son todas muy blancas o grises, como si los dioses griegos y los pueblos mediterráneos fueran muy blancos de piel -le explicó ella-. Pero eso sería imposible en la vida real, ¿no te parece? Supongo que todas estas estatuas estuvieron pintadas con colores intensos en algún momento. Debían de parecerse a ti. Debían de tener la piel morena como tú, pero mucho más tostada porque estaban bajo el sol todo el tiempo. Debían de ser muchísimo más guapos de lo que parecen en estas estatuas.
¿Acababa de hacerle un cumplido?, se preguntó. ¿Estaba diciendo que él era guapo?
– Todo eso forma parte de tu herencia -dijo ella más tarde, cuando salieron del museo-. ¿No te ha dado un vuelco el corazón, Elliott?
– Creo que ese órgano está bien sujeto y no se puede mover de su sitio. -Su broma, por mala que fuera, fue recibida con una sonrisa encantada-. Aunque sí, soy muy consciente de mi herencia griega -admitió.
– ¿Has estado alguna vez en Grecia? -quiso saber ella.
– Una vez, de pequeño -contestó-. Mi madre nos llevó a Jessica y a mí a visitar a nuestro abuelo y a nuestra numerosa familia. Recuerdo muy poco de la visita, solo las bulliciosas reuniones familiares, el brillante sol, el azul del mar y que me perdí en el Partenón porque no obedecí la orden de quedarme con mi madre.
– ¿Nunca has querido volver? -preguntó ella mientras la ayudaba a subir al carruaje.
– Sí -respondió-. Pero no lo hice cuando tuve la oportunidad. Ahora, desde la muerte de mi padre, estoy demasiado ocupado. Además, Grecia es una región muy volátil políticamente hablando.
– Deberías volver de todos modos -le aconsejó ella-. ¿Sigues teniendo familia allí?
– Son tantos que he perdido la cuenta -dijo.
– Deberíamos ir los dos -repuso su esposa-. Sería como una segunda luna de miel.
– ¿Una luna de miel? -La idea le puso los pelos de punta-. ¿Otra?
– Como los tres días que pasamos en la residencia de la viuda -prosiguió ella-. Fueron maravillosos, ¿no crees? ¿Eso había sido una luna de miel?
– Tengo que ocuparme de mis propiedades -le recordó-. Y acabo de convertirme en el tutor legal de un muchacho de diecisiete años que tiene mucho que aprender antes de poder asumir todos los deberes de su nuevo rango.
– Y la temporada social está por comenzar -continuó ella mientras el carruaje enfilaba Great Russell Street-, y Meg y Kate tienen que ser presentadas en sociedad.
– Sí.
– Y tú tienes que empezar a llenar la habitación infantil sin demora.
– Sí.
La miró de reojo. Vanessa tenía la vista clavada al frente y sonreía.
– No son unas excusas muy buenas -comentó ella.
– ¿Excusas? -Enarcó las cejas una vez más.
– Los miembros de tu familia griega están haciéndose mayores. ¿Sigue vivo tu abuelo?
– Sí.
– Y la vida pasa muy deprisa -continuó Vanessa-. Tengo la sensación de que fue ayer cuando era una niña, y ya tengo casi veinticinco años. Tú tienes casi treinta.
– Somos casi dos viejos chochos.
– Lo seremos antes de que nos demos cuenta -replicó ella-. Si tenemos la suerte de envejecer, claro. Hay que vivir la vida y disfrutar de cada momento.
– ¿Y al cuerno con el deber y la responsabilidad?
– No, claro que no -contestó-. Pero en ocasiones es más fácil ocultarse detrás del deber antes que admitir que nuestra presencia no siempre es indispensable y antes que lanzarnos de lleno a la vida y disfrutarla.
– Perdona que te lo pregunte, pero ¿no has estado viviendo hasta hace nada en Throckbridge y sus alrededores, Vanessa? -Preguntó con el ceño fruncido-. ¿Eres la persona adecuada para decirme que me olvide del deber y de la precaución y me embarque en el primer barco que zarpe para Grecia?
– Ya no estoy allí -respondió ella-. Decidí mudarme a Warren Hall con mis hermanos aunque el futuro era una gran incógnita. Y después decidí casarme contigo, y bien sabe Dios que tú eres la mayor incógnita de todas. Mañana seré presentada a la reina. Y después asistiré al baile de presentación de Cecily, el mismo en el que Meg y Kate harán su entrada en la alta sociedad. Y después tendré que asistir a mil y un eventos parecidos. ¿Tengo miedo? Sí, por supuesto. Pero ¿voy a hacer todo eso? Desde luego que sí.
Elliott apretó los labios antes de hablar.
– Me temo que no iremos a Grecia en un futuro cercano.
– No, claro que no. -Vanessa volvió la cabeza para sonreírle-. Porque tenemos un deber que cumplir y sé que debo aprender que esta nueva vida no implica una libertad total y absoluta. Pero no debemos permitir que el deber nos abrume, Elliott. Creo que eso es lo que te ha pasado desde la muerte de tu padre. Se puede disfrutar de la vida sin desatender las obligaciones.
De repente, él se preguntó si esa sería una descripción de su primer matrimonio. ¿Sería posible que Vanessa no hubiera sido feliz de verdad, sino que se hubiera obligado a sentirse alegre a pesar de las circunstancias? Como no tuviera cuidado, acabaría filosofando de forma tan enrevesada como ella. ¿Qué diferencia había entre la felicidad y la alegría?
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