– Pero algún día, cuando no haya nada urgente que nos retenga en casa y Stephen sea capaz de ocuparse de sus propios asuntos, iremos a Grecia, me presentarás a tu familia y tendremos una segunda luna de miel. Y si para entonces tenemos hijos, nos acompañarán y punto.

Vanessa había vuelto la cabeza para mirarlo. De repente, la vio ruborizarse, tal vez al darse cuenta de lo que acababa de decir. Aunque no sabía por qué se ruborizaba después de dos semanas compartiendo la cama con él.

– Nos detenemos -comentó ella, mirando por la ventanilla-. Pero todavía no hemos llegado a casa.

– Hemos llegado a Gunter's -le informó-. Vamos a tomarnos un helado.

– ¿Un helado? -Abrió los ojos de par en par.

– Supuse que te gustaría tomarte un refrigerio después de pasarte una hora deambulando por el museo, viendo estatuas de frío mármol y respirando polvo. Aunque has disfrutado de la experiencia, ¿verdad?

– ¡Un helado! -Exclamó ella sin responder a su pregunta-. Confieso que nunca he probado los helados. Tengo entendido que son deliciosos.

– ¿El néctar de los dioses? -Sugirió Elliott al tiempo que la ayudaba a apearse del carruaje-. Tal vez. Júzgalo por ti misma.

Resultaba muy sencillo hastiarse de los lujos y los privilegios de su vida, o a esa conclusión llegó durante la siguiente media hora, mientras observaba a su esposa probar su helado y saborearlo después. Se lo comió muy despacio, a cucharaditas que mantenía en la boca unos instantes antes de tragárselas. Al principio incluso llegó a cerrar los ojos.

– Mmm -murmuró-. ¿Crees que haya algo más delicioso que esto?

– Si me lo propongo, seguro que se me ocurren unas cuantas cosas igual de deliciosas -contestó-. Pero ¿más deliciosas? No, lo dudo mucho.

– ¡Oh, Elliott! -exclamó ella inclinándose hacia él-. ¿No crees que ha sido una mañana maravillosa? ¿A que tenía razón? ¿No es divertido hacer cosas juntos?

«¿Divertido?», se preguntó en silencio.

Sin embargo, y mientras pensaba en cómo habría sido su mañana en White's, se dio cuenta de que no tenía la sensación de haber perdido el tiempo. De hecho, había disfrutado bastante de la mañana.

Cuando se disponían a abandonar el establecimiento se cruzaron con lady Haughton y su joven sobrina, acompañadas por lord Beatón.

Elliott les hizo una reverencia a las damas y saludó a Beatón con una inclinación de cabeza.

– Ah, lady Haughton y la señorita Flaxley -las saludó Vanessa-. ¿También van a tomar unos helados? Hemos estado en el Museo Británico, admirando una exposición de esculturas antiguas, y después hemos venido aquí. ¿No les parece que hace un día precioso?

– Lady Lyngate… -la saludó lady Haughton con una sonrisa, gesto poco habitual en ella-. Ciertamente hace un día maravilloso. ¿Conoce a mi sobrino, lord Beatón? Cyril, te presento a lady Lyngate.

Vanessa hizo una reverencia al tiempo que le lanzaba una sonrisa deslumbrante al joven dandi.

– Encantada de conocerlo -dijo Vanessa-. ¿Conoce a mi marido, el vizconde de Lyngate? -Soltó una carcajada-. Por supuesto que lo conoce.

– La población femenina de todo Londres lleva luto, Lyngate -le informó lady Haughton-. Y usted debe esperar muchas miradas envidiosas durante la temporada social, querida. Se ha hecho con uno de los solteros más codiciados del mercado matrimonial.

Vanessa se echó a reír de nuevo.

– Mi hermano también está en la ciudad -añadió ella en dirección a Beatón-. Es el nuevo conde de Merton y solo tiene diecisiete años. Estoy segura de que le encantará conocer a un caballero algo mayor que él, milord.

– El placer será mutuo, milady -repuso Beatón, que le hizo una reverencia con expresión complacida.

– ¿Asistirá al baile de Moreland House mañana por la noche? -Preguntó Vanessa-. Si tengo la oportunidad, se lo puedo presentar entonces. ¿Van a asistir todos?

– No nos lo perderíamos por nada del mundo -le aseguró lady Haughton mientras Beatón hacía otra reverencia-. Toda persona de relevancia asistirá, lady Lyngate.

– Ya veo que has entablado varias amistades -comentó él unos minutos más tarde, ya en el carruaje y de regreso a casa.

– Tu madre me ha llevado de visitas -le explicó-. He estado intentando recordar todos los nombres. No es sencillo, pero por suerte me acordaba de lady Haughton y de la señorita Flaxley.

– Ya veo que, después de todo, no necesitas de mi compañía.

Vanessa volvió la cabeza y lo miró fijamente.

– Vamos, Elliott, pero si solo son conocidos -protestó ella-. En el caso de tu madre, de Cecily, de Meg, de Kate o de Stephen, solo son familiares. Tú eres mi marido. Hay una enorme diferencia. Una diferencia grandísima.

– ¿Porque nos acostamos juntos? -le preguntó.

– ¡Qué tonto eres! -exclamó ella-. Sí, por eso. Porque es un símbolo de la intimidad de nuestra relación. De la intimidad total.

– Y a pesar de eso no quieres que entre en tus aposentos sin llamar -le recordó-. Afirmas necesitar tu intimidad, hasta tal punto que la proteges incluso de mí.

La oyó suspirar.

– Sí, ¿a que parece una contradicción? -preguntó ella-. La verdad es que dos personas nunca pueden llegar a ser una sola por más estrecha que sea su relación. Y aunque fuera posible, tampoco sería deseable. ¿Qué pasaría cuando uno de los dos muriera? El otro quedaría como media persona, y eso sería terrible. Debemos ser una persona por separado, y por tanto necesitamos un poco de intimidad para estar a solas con nuestros pensamientos y nuestros sentimientos. Sin embargo, la relación que se establece en el matrimonio es muy íntima, y hay que promover dicha intimidad. Porque esa relación debería ser la mejor de todas las relaciones posibles. Sería una terrible pérdida llevar dos vidas completamente separadas cuando existe la posibilidad de experimentar una inmensa alegría al vivir en común.

– Es evidente que has meditado a fondo este tema -comentó.

– Tuve mucho tiempo para pensar cuando… -Dejó la frase en el aire-. He tenido mucho tiempo para pensar. Sé cómo es un matrimonio feliz. -Volvió la cabeza y clavó la mirada en la ventanilla. Prosiguió en voz tan baja que a Elliott le costó descifrar las palabras-. Y sé cómo podría ser todavía más feliz un matrimonio.

¿Cómo habían llegado a hablar de ese tema? ¿Cómo se llegaba a hablar de cualquier cosa con su esposa?

Pese a las dudas, empezaba a tener algo muy claro: Vanessa no iba a permitirle establecerse en una vida de casado apacible y cómoda que se pareciera en lo más mínimo a su vida de soltero.

Iba a obligarlo a ser feliz, ¡caramba! Y a estar alegre.

Fuera cual fuese la diferencia que había entre las dos cosas. ¡Que Dios lo ayudara!

– Elliott -dijo cuando el carruaje se detuvo delante de la casa, mientras le colocaba una mano en el brazo-. Muchas gracias por esta mañana, por el museo y por el helado. He disfrutado más de lo que puedes imaginarte.

Él se llevó su mano enguantada a los labios.

– No, gracias a ti por venir -repuso él.

Los ojos de su esposa adquirieron un brillo travieso.

– Esta tarde estarás libre para hacer lo que te plazca -añadió Vanessa-. Iré de compras con Meg y Kate. Cecily también nos acompañará. No voy a sugerir que vengas. ¿Te veré durante la cena?

– Sí -respondió. Habló de forma impulsiva-. Si quieres, podrías ordenar que la sirvan temprano. A lo mejor te apetece ir al teatro esta noche. Están representando Noche de reyes en Drury Lane. Es posible que Merton y tus hermanas también quieran reunirse con nosotros en mi palco.

– ¡Oh, Elliott! -El placer que se reflejó en su rostro fue tan deslumbrante que por un momento se quedó embobado-. No se me ocurre nada que me apetezca más. Y has sido muy amable al invitar a mis hermanos.

En ese instante se dio cuenta de que no le había soltado la mano. Y de que su cochero aguardaba junto a la puerta, ya abierta, para que bajasen. Ya había desplegado los escalones y tenía la vista clavada al frente, en la calle, mientras contenía la sonrisa.

– En ese caso llegaré pronto para la cena -dijo después de apearse del carruaje y tenderle la mano para ayudarla a bajar.

Vanessa le ofreció una sonrisa tierna y feliz.

No cabía la menor duda de que estaba muy guapa vestida de rosa.


Apenas un par de meses antes, una fiesta en Throckbridge le había parecido el súmmum de la diversión. Sin embargo, allí estaban sus hermanos y ella, pensó Vanessa mientras ocupaban sus asientos en el palco de Elliott, en el Teatro Real de Drury Lane, en Londres, para ver una representación de una obra de Shakespeare. Y al día siguiente sería presentada a la reina, y por la noche asistiría a un grandioso baile de la alta sociedad.

Y eso solo era el principio.

De vez en cuando todavía esperaba despertarse en su cama de Rundle Park.

El teatro estaba a rebosar de damas y caballeros, resplandecientemente engalanados con sus muselinas, sus sedas, sus satenes y sus joyas. Y sus hermanos y ella pertenecían a ese grupo de personas. Ella estaba tan resplandeciente como todos los demás. Llevaba la cadena de oro blanco y el enorme diamante tallado que Elliott había comprado esa tarde y que le había puesto al cuello justo antes de salir hacia el teatro. El diamante reflejaba la luz cada vez que se movía.

– Incluso sin la obra, sería una noche memorable -le dijo Katherine a Cecily, aunque todos alcanzaron a escucharla.

– Desde luego que sí -convino Cecily con vehemencia mientras se abanicaba y contemplaba el patio de butacas.

El patio de butacas era el lugar donde solían sentarse los solteros para observar a las damas, según le había dicho a Vanessa la vizcondesa viuda. Y había estado en lo cierto. Y todas ellas, al menos Meg, Kate y Cecily, eran objeto de mucha atención. Algunos de los caballeros incluso se servían de los anteojos para observarlas mejor. Meg y Kate estrenaban vestido, los dos azules, aunque el de Kate era celeste y el de Meg, azul oscuro. Ambas estaban preciosas. Al igual que Cecily, que iba vestida de blanco.

Vanessa volvió la cabeza para ofrecerle una sonrisa radiante a Elliott, que estaba sentado a su lado.

– Sabía que llamarían la atención -le dijo a su marido-. Me refiero a Kate, a Meg y a Cecily. Están preciosas.

Ella también llevaba un abanico en una mano. Elliott le cogió la mano libre y se la colocó sobre el brazo, tras lo cual se la cubrió con la suya.

– ¿Y tú no lo estás? -le preguntó él.

La pregunta le arrancó una carcajada.

– Claro que no lo estoy -contestó-. Además, soy una mujer casada y por tanto no despierto el interés de nadie.

Elliott enarcó las cejas.

– ¿Ni siquiera el de tu esposo? -preguntó.

Volvió a reírse.

– No estaba buscando halagos -le aseguró-. Claro que si quieres dedicarme alguno…

– Con una sonrisa en los labios y en los ojos, y vestida con ese tono de verde, pareces un día de primavera, Vanessa.

– ¡Te ha salido redondo! -exclamó-. ¿Vas a añadir ahora que sucede lo mismo con todas las damas presentes?

– Ni mucho menos -contestó-. Ninguna otra lo parece. Solo tú. Y que sepas que la primavera es la estación preferida de todo el mundo.

De repente, su sonrisa flaqueó y la asaltó una extraña añoranza por algo que se le escapaba.

– ¿Ah, sí? -Preguntó en voz baja-. ¿Por qué?

– Supongo que es por la regeneración de la vida y de la energía -respondió Elliott-. Por la regeneración de la esperanza. Por la promesa de un brillante futuro.

– ¡Oh!

No supo si llegó a exclamar en voz alta. ¿Era un halago? Claro que sí. ¿Había querido decir Elliott todo lo que ella esperaba que quisiera decir? ¿O era su hábil manera de no tener que decirle, y con meridiana claridad además, que no era tan bonita como sus tres acompañantes femeninas?

Sus miradas se encontraron y Elliott abrió la boca para seguir hablando.

– ¡Caray! -Exclamó Stephen de repente, de forma tan exuberante como exuberante era su expresión desde que llegaron al teatro-. Allí está el primo Constantine.

– ¿Dónde? -preguntaron Katherine y Cecily al unísono.

Stephen señaló un palco casi enfrente del suyo, y Vanessa vio que sí, que allí estaba Constantine Huxtable con un grupo de damas y de caballeros. Él también los había visto y les estaba sonriendo al tiempo que los saludaba con la mano y ladeaba la cabeza para escuchar lo que la dama que estaba a su lado le decía. La mujer también los miraba directamente.

Vanessa le devolvió el saludo con la mano en la que tenía el abanico y una sonrisa radiante.

– Ha venido a Londres -le dijo a Elliott-. ¿Lo aceptan aquí?

– ¿Aunque sea ilegítimo? -precisó él-. Por supuesto que sí. Es hijo de los difuntos condes de Merton y fue criado como tal. Su nombre no lleva estigma alguno. Su único problema es que legalmente no ha podido disfrutar de los privilegios de ser el primogénito.