Pero ¿cómo iba a decírselo a Vanessa si no había sido capaz de decírselo a su madre ni a sus hermanas? Y eso que en numerosas ocasiones se había repetido que debían saberlo por su propio bien. ¿Cómo iba a mancillar su honor como tutor de Jonathan? ¿Cómo iba a romper la confidencialidad que ese deber implicaba? Además, carecía de pruebas fehacientes. Con no había negado las acusaciones, aunque tampoco las había admitido. Se había limitado a enarcar una ceja y a sonreírle cuando se enfrentó a él. Y después lo mandó al cuerno.

¿Cómo mancillar la reputación de otra persona apoyándose solo en sospechas, por muy seguro que estuviera que dichas sospechas no eran infundadas?

¡Maldita fuera su estampa! Todavía le resultaba difícil creer que Con fuera capaz de semejantes fechorías. Siempre había estado dispuesto a hacer bromas, a cometer estupideces y a participar en ciertas diabluras… como él hasta hacía poco tiempo. Sin embargo, jamás se había rebajado al nivel de un canalla.

Y era difícil aceptar que Con lo odiara tanto. Y que estuviera dispuesto a hacerle daño a Vanessa con tal de demostrar la profundidad de dicho odio.

Abrió la puerta del vestidor de su esposa. La puerta de su dormitorio estaba entreabierta, como era habitual todas las noches desde que le exigió que llamara antes de abrir una puerta que estuviera cerrada. Desde el dormitorio le llegaba la luz de una vela.

Se acercó hasta el vano y recordó otra ocasión en la que había hecho lo mismo sin pedirle permiso para entrar. En ese momento, sin embargo, Vanessa estaba dormida en la cama.

Atravesó el dormitorio y se detuvo a su lado para contemplarla. Su pelo caía desordenado sobre la almohada. Tenía los labios entreabiertos. A la luz de la solitaria vela que estaba encendida, sus mejillas parecían sonrojadas.

Su aspecto era delicado, como el de una adolescente. Sus pechos apenas eran evidentes bajo la sábana que los cubría. Tenía los brazos y las manos delgados.

De repente, la comparó sin pensar con Anna y meditó sobre el contraste entre ambas. Sin embargo, no le costó trabajo deshacerse del recuerdo de su antigua amante.

Vanessa tenía algo especial. No era guapa. Ni siquiera era atractiva. Era normal y corriente. Pero tenía algo… Tampoco era voluptuosa. Más bien era el antónimo de ese adjetivo, si acaso existía, porque en ese preciso instante se le escapaba. No tenía nada que pudiera considerarse estimulante desde el punto de vista sexual.

Y, no obstante, lo tenía.

La había deseado casi de forma constante durante lo que ella llamaba su luna de miel. (¡Qué horrible concepto el de la luna de miel!) La había deseado todas las noches desde entonces, aunque se hubiera obligado a terminar todos sus encuentros con rapidez, como si fuera algo obligado…

¿Por qué lo había hecho? ¿Porque ella seguía amando a su difunto marido y él se sentía menospreciado? ¿Dolido? No, dolido desde luego que no. ¿Porque quería castigarla y hacer que creyera que solo desempeñaba una función en su faceta como esposa?

¿Tan mezquino era? La idea no le sentó nada bien.

En ese momento la deseaba. De hecho, llevaba deseándola todo el día. Desde que apareció de forma inesperada en el despacho de George antes del desayuno.

¿Qué tenía?, se preguntó.

Le rozó una mejilla con dos nudillos y se la acarició con delicadeza.

Ella abrió los ojos, lo miró adormilada y… le sonrió.

Eso formaba parte de su magnetismo, comprendió. Nunca había conocido a nadie cuyos ojos sonrieran a todas horas y de forma genuina con esa… ¿con qué? ¿Ternura? ¿Alegría? ¿Con ambas cosas?

¿De verdad se alegraba de verlo? ¿Se alegraba a pesar de que la actitud que le había demostrado en el dormitorio desde hacía unos días podía calificarse de insultante?

– No estaba dormida. Solo he cerrado los ojos para descansar -le dijo. Y después se rió.

Además, también estaba su risa. Sincera. Tierna. Casi contagiosa. Algunas personas parecían haber nacido ya felices. Vanessa era una de ellas. Y era su esposa.

Se desató el cinturón y se quitó el batín. Llevaba una camisa de dormir, como ya era habitual desde la tarde que la descubrió llorando en Finchley Park. Se la quitó y la arrojó al suelo mientras ella lo miraba.

Se acostó a su lado, de espaldas sobre el colchón, y se tapó los ojos con el brazo. ¿Existiría eso que otros llamaban «un buen matrimonio»?, se preguntó. ¿Era posible tenerlo? El caso era que entre la alta sociedad nadie lo esperaba, no si se equiparaba el adjetivo «bueno» con «feliz». El matrimonio era un vínculo social, y en muchas ocasiones también económico. Los placeres sexuales y la satisfacción emocional se buscaban en otra parte. En el caso de necesitarlos.

Era obvio que su padre los había necesitado. Al igual que su abuelo.

Vanessa estaba tumbada de costado, observándolo. Esa noche había dejado la vela encendida.

– Elliott -la oyó decir en voz baja-, ha sido un día estupendo. Y tardaré mucho en olvidarlo. Dime que para ti no ha sido un aburrimiento mortal.

Se quitó el brazo de los ojos y volvió la cabeza para mirarla.

– ¿Me crees incapaz de divertirme? -le preguntó.

– No -contestó ella-. Pero no sé si eres capaz de divertirte conmigo. No soy tan guapa, ni tan sofisticada, ni tan…

– ¿Nadie te ha dicho nunca que eres guapa? -la interrumpió antes de que a ella se le ocurriera algún otro término despectivo que aplicarse.

La pregunta hizo que guardara silencio un rato.

– Tú -contestó ella-. En el baile de San Valentín. -Soltó una carcajada-. Y después añadiste que el resto de las damas también lo era, sin excepción.

– ¿Te gusta la primavera? -Quiso saber-. ¿No te parece que el concepto otorga a la palabra una belleza de la que adolece el resto de las estaciones?

– Pues sí -respondió-. Es mi estación preferida.

– Hoy te he dicho que estabas tan bonita como un día de primavera -le recordó-. Y lo he dicho en serio.

– ¡Oh! -Exclamó con un suspiro-. ¡Qué bonito! Pero estás obligado a decirme esas cosas. Eres mi marido.

– Estás decidida a considerarte fea, ¿verdad? -le preguntó-. ¿Alguien te ha dicho que eres fea, Vanessa?

Volvió a guardar silencio.

– No -contestó-. Nadie de mi entorno habría sido tan cruel. Pero mi padre solía decirme que era su patito feo. Lo decía con cariño, eso sí.

– Con todo el respeto que se merece el reverendo Huxtable -replicó Elliott-, creo que deberían haberlo ahorcado, arrastrado y descuartizado.

– ¡Elliott! -exclamó ella con los ojos desorbitados-. ¡Qué cosa más horrible!

– Si siguiera soltero y tuviera que elegir entre tus hermanas y tú basándome en el aspecto físico, te elegiría a ti -le aseguró.

Vio que sus ojos se tornaban risueños una vez más y que esbozaba una sonrisa.

– Eres mi galante trovador-dijo-. Gracias, amable caballero.

– ¿No soy una simple mezcla de frialdad y mal humor? -señaló él.

La sonrisa siguió donde estaba.

– Como todos los seres humanos, eres una desquiciante mezcla de cosas y no deberías hacerme caso cuando te acuse de una o de todas ellas. Me atrevo a decir que eres miles de cosas y que llegaré a descubrir al menos un centenar durante nuestro matrimonio. Pero no todas. Nunca podemos llegar a conocer del todo a una persona.

– ¿Ni a nosotros mismos? -quiso saber.

– No -respondió ella-. Siempre podemos sorprendernos en algún momento dado. ¿No crees que la vida sería muy aburrida si fuéramos demasiado predecibles? ¿Cómo íbamos a seguir aprendiendo, madurando y adaptándonos a las nuevas situaciones?

– ¿Otra vez filosofando? -le preguntó.

– Si me haces preguntas, es normal que las conteste -adujo ella.

– Eres un cambio beneficioso en mi vida -afirmó Elliott.

– ¿Ah, sí? -lo miró sin comprender.

– «Ya pensaré en distintas formas de lograrlo. Tengo imaginación de sobra.» -Repitió, citando las palabras tal cual ella las había pronunciado en el teatro.

– ¡Ah! -Vanessa se echó a reír-. Soy capaz de decir esas cosas, ¿verdad?

– Mientras estabas acostada hace un momento, no durmiendo, sino descansando, ¿estabas pensando? ¿Estabas utilizando tu inventiva? -le preguntó.

Una nueva carcajada, en esa ocasión muy suave.

– Si no es así, creo que estoy condenado a mostrarme frío e irritable durante el resto de la noche -la amenazó-. Me quedaré aquí acostado para ver si logro conciliar el sueño. -Y cerró los ojos.

Oyó de nuevo una suave carcajada y después se produjo un largo silencio. Hasta que notó que el colchón se movía y su oído le indicó que Vanessa se estaba quitando el camisón. Una prenda que había llevado todas las noches de la misma forma que él llevaba su camisa de dormir.

Se excitó al punto. Pero se mantuvo inmóvil, como si estuviera dormido.

Al cabo de un rato notó que le ponía una mano sobre el pecho, y que sus dedos trazaban círculos sobre su piel y lo acariciaba hasta llegar al hombro, y de allí descendían hasta el ombligo.

No obstante, le quedó claro que el uso de una sola mano no la satisfizo porque se incorporó hasta colocarse de rodillas sobre el colchón y se inclinó sobre él para poder usar las dos. Además de las uñas. De los labios. Del aliento. Y de los dientes.

Elliott mantuvo los ojos cerrados y se concentró en seguir respirando de forma pausada. Era una mujer maravillosamente experimentada, después de todo.

Vanessa le sopló en el lóbulo de la oreja y su cálido aliento lo acarició antes de notar el roce húmedo de su lengua. Después lo chupó, lo besó y lo mordisqueó. Todo ello mientras sus manos le acariciaban el abdomen pasando por alto en todo momento su miembro. Las acercó poco a poco hasta rozarlo de forma tan liviana como la caricia de una pluma, tras lo cual lo aferraron y comenzaron a moverse sobre él. Le rozó la punta con la yema del pulgar.

Eso estuvo a punto de acabar con su inmovilidad.

Era exquisita. Era pura magia.

Antes de que se diera cuenta, la notó sentarse a horcajadas sobre él. Sus muslos le presionaron las caderas al tiempo que se inclinaba hacia delante, para rozarle el pecho con los pezones. Le enterró las manos en el pelo y procedió a dejarle una lluvia de besos en la cara. En los párpados, en las sienes, en las mejillas. Y, por último, en los labios.

En ese momento abrió los ojos por fin.

Y vio que los de Vanessa estaban llenos de lágrimas.

– Elliott -murmuró antes de recorrerle los labios con la lengua-. Elliott -dijo de nuevo, y comenzó a explorar el interior de su boca.

En ese instante la aferró con fuerza por las caderas, la colocó en el lugar preciso y la penetró hasta el fondo.

De su garganta brotó un grito agudo, una especie de sollozo, que quedó olvidado en el frenesí de la pasión, en la locura del deseo que los llevó hasta el borde del precipicio sin ni siquiera acompasar el ritmo de sus movimientos.

Cuando los estremecimientos pasaron y la sangre dejó de rugirle en los oídos, se percató de que Vanessa estaba llorando. Los sollozos quedaban sofocados por su hombro, donde tenía la cara enterrada. Seguía a horcajadas sobre él, con las manos enterradas en su pelo.

Al principio se asustó, incluso se enfureció. Vanessa le había hecho el amor (aunque el término no fuese del todo apropiado) tal como debió de hacerlo con su primer marido, cuya desesperada debilidad lo había dejado casi impotente. De modo que ella había aprendido todas esas maravillosas habilidades por el bien del hombre moribundo a quien quería.

Pero del que no estaba enamorada. A quien no deseaba. Lo había complacido en el plano físico porque lo quería.

Comenzaba a entender la sutil diferencia existente entre esos conceptos.

Qué maravilloso debía de ser saberse amado por Vanessa Wallace, vizcondesa de Lyngate.

Su esposa.

El enfado desapareció. Porque reconoció el motivo de las lágrimas. Unas lágrimas provocadas por la felicidad de saber que sus esfuerzos, que los preliminares, habían dado fruto y habían culminado con la entrega y la satisfacción mutua. Si acaso estaba experimentando cierta tristeza por el mando que no había sido capaz de disfrutar de la consumación, sería mezquino por su parte sentirse ofendido.

El pobre Hedley Dew estaba muerto.

Elliott Wallace estaba vivo.

Tiró de la sábana con un pie para arroparse y arropar a Vanessa. Le enjugó las lágrimas con el embozo.

– Elliott -la oyó decir-, perdóname. Por favor, perdóname. No es lo que piensas.

– Lo sé -le aseguró.

– Eres… ¡eres tan guapo!

«¿Guapo?», repitió para sus adentros. ¡Vaya!

Tras apartarle la cabeza de su hombro, le colocó las manos en las mejillas para que lo mirase. La oyó sorber por la nariz y después soltar una carcajada.

– Seguro que estoy espantosa -dijo.