– Vanessa, voy a decirte una cosa, así que préstame mucha atención -le ordenó-. Lo que voy a decirte es verdad. De hecho, fíjate si será verdad, que de ahora en adelante lo creerás a pies juntillas. Y es una orden. Eres guapa. Jamás vuelvas a dudarlo.
– ¡Ay, Elliott! -Exclamó ella, y volvió a sorber por la nariz-. Qué bonito. Pero no hace falta que…
La interrumpió colocándole el pulgar sobre los labios.
– Alguien tiene que decirte la verdad -señaló-y ¿quién mejor que tu marido para hacerlo? Has sido demasiado recatada con tu belleza. La has mantenido oculta a todo el mundo, salvo a aquellos que se toman la molestia de disfrutar de tus sonrisas y de mirarte a los ojos. Cualquiera que te mire con atención acabará descubriendo tu secreto. Eres guapa.
Por Dios, ¿de dónde salían todos esos comentarios? Ni él mismo se lo creía, ¿o sí?
Se percató de que Vanessa volvía a tener los ojos llenos de lágrimas.
– Eres muy bueno -le dijo-. Nunca lo habría pensado de no ser por esta conversación. Puedes ser frío e irritable, y puedes ser bueno. Eres un hombre complejo. Me alegro mucho.
– ¿Además de guapo? -añadió él.
Vanessa se echó a reír y se le escapó un hipido.
– Sí, eso también.
La instó a apoyar la cabeza de nuevo sobre su hombro y después a que estirara las piernas a ambos lados de su cuerpo. Tiró de las mantas para cubrirla con ellas.
La oyó exhalar un suspiro de contento.
– Pensaba que no vendrías esta noche -dijo ella-. Me dormí muy inquieta por lo de mañana.
«¿Por lo de mañana?», repitió para sus adentros. ¡La presentación a la reina, sí! Uno de los días más importantes de la vida de su esposa. Y por la noche tendrían que soportar el dichoso baile.
– Todo saldrá bien -la tranquilizó-. ¿No decías que solo habías cerrado los ojos para descansar?
– Mmm -murmuró ella-. Estoy cansadísima.
Bostezó sin disimulos y se durmió casi al instante.
Todavía seguían unidos de la forma más íntima.
Vanessa no pesaba casi nada. Además, le daba calorcito y olía maravillosamente a jabón y a sexo.
¿Guapa?, pensó.
¿Era guapa?
Cerró los ojos e intentó recordarla como la vio por primera vez, la noche del baile de San Valentín, al lado de su amiga, ataviada con aquel vestido lavanda sin forma alguna.
¿Guapa?
En ese momento recordó que en cuanto la llevó a la pista de baile y comenzó la música, esbozó una sonrisa y su expresión se tornó radiante de felicidad. Después, cuando hizo la patética broma y afirmó que todas las damas estaban increíblemente guapas, ella incluida, Vanessa echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, en absoluto molesta por el hecho de que el cumplido se extendiera a todas las invitadas y no a ella sola.
Y en ese instante estaba desnuda entre sus brazos, relajada y dormida. ¿Guapa?
Desde luego tenía algo…
El sueño no tardó en rendirlo.
Puesto que era una dama casada y no una jovencita recién salida del aula que iba a ser presentada en sociedad, Vanessa no estaba obligada a vestir de blanco. Menos mal. Porque cuando no llevaba ropa colorida, estaba espantosa.
Las faldas del vestido, que caían desde la cintura y quedaban abultadas gracias al miriñaque, eran de color azul celeste. El mismo tono tenía el cuerpo, aunque este brillaba cada vez que reflejaba la luz debido al fastuoso bordado de hilos de plata. La enagua de encaje que asomaba bajo el cuerpo y que quedaba a la vista de cintura para abajo, ya que las faldas estaban recogidas a los lados, era de un azul algo más oscuro, del mismo tono que la larga cola y que las cintas de encaje que caían desde el tocado bordado con hilos de plata que llevaba en la cabeza. El tocado se completaba con varias plumas de color azul claro y plateado. Los guantes eran plateados y le tapaban los codos.
– ¡Dios mío! -exclamó al verse en el espejo de pie de su vestidor, una vez que la doncella acabó de arreglarla-. Estoy guapa. Elliott tenía razón.
Se echó a reír encantada, porque sabía que nunca había tenido mejor aspecto. Debería vestirse siempre así. Debería haber nacido cincuenta años antes. Aunque en ese caso tendría edad suficiente para ser la abuela de Elliott, y eso no le habría gustado nada.
– ¡Por supuesto que estás guapa! -Gritó Katherine, que se acercó para abrazarla, aunque lo hizo con mucha delicadeza para no estropear nada-. Me da igual que la gente proteste por tener que ponerse este tipo de ropa tan anticuada por exigencia de la reina. A mí me parece maravillosa. Ojalá pudiéramos ponernos estos vestidos todos los días.
– Me has leído el pensamiento -repuso ella.
Margaret, por su parte, se había quedado con la otra parte de su comentario.
– ¿El vizconde de Lyngate ha dicho que eres guapa? -le preguntó.
– Anoche -contestó Vanessa mientras se enderezaba la costura del guante izquierdo-. Pero solo estaba bromeando.
– No, yo creo que es muy perspicaz -la corrigió Margaret con voz sentida-. ¿Eso quiere decir que todo va bien, Nessie?
Esta sonrió mientras enfrentaba la mirada preocupada de su hermana. En realidad, su esposo había bromeado bastante la noche anterior. Aunque ignoraba a qué se debía ese cambio en él, la verdad era que llevaba toda la mañana flotando en una nube de felicidad. Le había ordenado que se considerara guapa. Y el día de la boda prometió obedecerlo.
¡Qué tonto era!
Esa mañana se había despertado tal cual se durmió: calentita y cómoda tumbada sobre él, arropada por sus brazos y con la mejilla apoyada en su hombro. Y descubrió que seguía en su interior… aunque volvía a estar grande y duro de nuevo. En cuanto Elliott notó que se había despertado, se volvió para dejarla de espaldas en el colchón sin salirse de ella y le hizo el amor con frenesí antes de volver a su dormitorio.
Sin darle las gracias por primera vez desde hacía días, lo cual la había alegrado mucho.
No había vuelto a verlo desde entonces. Su doncella le había llevado el desayuno a la cama, al parecer por órdenes de Elliott, y después se había pasado toda la mañana en el vestidor, presa de los nervios y de la emoción. Su suegra y su cuñada Cecily no pararon de entrar y de salir para comprobar los progresos que hacía su doncella. Meg y Kate habían llegado para verla marcharse. Stephen las había acompañado, pero estaba abajo con Elliott. Ambos la acompañarían a la corte. Porque el príncipe de Gales celebraba una audiencia y Elliott iba a presentarle al nuevo conde de Merton.
– Kate tiene razón -comentó Margaret-. Estás preciosa, Nessie. Pero no es solo por la ropa. Si el responsable de la alegría que irradias es lord Lyngate, te perdonaré por haberle propuesto matrimonio.
– ¿¡Le propusiste matrimonio!? -exclamó Katherine con los ojos desorbitados.
– Meg y yo sabíamos que tenía la intención de proponérselo a ella -resumió Vanessa-. Meg no lo quería. Yo sí.
Así que se lo propuse antes de que pudiera hablar con ella.
– ¡Nessie, por Dios! -Katherine estaba a punto de llorar de la risa-. ¿Cómo has podido hacer algo tan atrevido? Meg, ¿por qué no querías casarte con lord Lyngate? Es guapísimo, y además tiene otras virtudes. Supongo que querías seguir con Stephen y conmigo un poco más de tiempo.
– No quiero casarme -afirmó Margaret con rotundidad-. Con nadie.
La conversación fue interrumpida por el regreso de la vizcondesa viuda y de Cecily, que soltó un alegre chillido al verla. La vizcondesa viuda examinó a Vanessa de arriba abajo y asintió con la cabeza, satisfecha.
– Lo harás muy bien, Vanessa -dijo-. Acertamos con el color. Te hace parecer joven y delicada. Estás muy favorecida.
– Está guapa, señora -la corrigió Katherine con una sonrisa-. Hemos llegado a la unánime conclusión de que está guapa.
– Una conclusión con la que estoy muy de acuerdo -comentó Vanessa con una carcajada-. Si además consigo mantener el tocado sobre la cabeza sin que se me caiga sobre los ojos y si logro no pisarme la cola en presencia de Su Majestad, estaré muy orgullosa de mí misma.
– Usted también está muy guapa, señora -dijo Margaret, dirigiéndose a la vizcondesa viuda, y no era un falso cumplido ni mucho menos.
La suegra de Vanessa iba vestida de color vino, un tono que resaltaba de maravilla su tez morena y su cabello oscuro. Sería ella quien la presentara a la reina.
– Desde luego, madre -convino Vanessa con una sonrisa cariñosa.
Era hora de marcharse. Sería horrible llegar tarde a la cita más importante de su vida.
Caminó hacia la escalera en solitario, con las demás siguiéndola. Y entendió el porqué en cuanto comenzó a bajar los escalones. Elliott y Stephen la observaban desde el vestíbulo.
– ¡Caray, Nessie! -Exclamó su hermano con evidente admiración-. ¿De verdad eres tú?
Ella podría haberle preguntado lo mismo. Stephen llevaba una exquisita casaca de color verde bosque, un chaleco bordado en tonos dorados y unas calzas de seda de color oro viejo. La camisa era de un blanco níveo. Parecía más alto y más espigado que nunca. Había intentado domar el pelo, pero los rizos comenzaban a desmandarse. Su mirada delataba la incontenible emoción que sentía.
Sin embargo, Vanessa apenas le prestó atención a su hermano. Porque Elliott también iba vestido para una audiencia en la corte.
Su esposo no había visto su vestido hasta ese momento, aunque ella se lo había descrito. Le había dicho de qué color era. Y Elliott había elegido una casaca de color azul claro, unas calzas plateadas y un chaleco en un tono más oscuro de azul con bordados en plata. Su camisa rivalizaba en blancura con la de Stephen.
Los colores tan claros resaltaban de forma asombrosa su piel morena y su pelo oscuro.
Pensó que era una lástima no poder aparecer juntos en la corte. Aunque tal vez fuera lo mejor. ¿Quién sería capaz de apartar los ojos de él para echarle un simple vistazo a ella?
Lo vio adelantarse hasta los pies de la escalera, desde donde le tendió una mano que ella aceptó con una carcajada.
– Míranos -dijo-. ¿A que estamos espléndidos?
Elliott le hizo una reverencia antes de llevarse su mano a los labios y después la miró a los ojos.
– Supongo que sí -contestó-. Pero vos, milady, estáis muy guapa.
Si el muy tonto seguía diciéndole eso, acabaría creyéndoselo.
– Estoy de acuerdo contigo -repuso ella, pestañeando de forma exagerada.
Y al cabo de un momento se pusieron en camino, aunque tardaron una eternidad en acomodar a las damas y sus vestidos en el carruaje.
– Creo que después de todo me alegro de haber nacido en esta época en vez de haberlo hecho cuando este estilo de ropa era el habitual -comentó Vanessa después de decirles adiós a Meg, a Katherine y a Cecily.
– Yo también me alegro -convino Elliott, que estaba sentado en el asiento de enfrente al lado de Stephen, con los párpados entornados.
¿Sería posible que existiera para ellos un «felices para siempre»?, pensó Vanessa mientras le devolvía la sonrisa a su esposo. En realidad, no creía que ese concepto existiera, pero se preguntó si cabía la posibilidad de que su matrimonio fuera una unión feliz. Si cabía la posibilidad de acabar enamorándose de su esposo. Bueno, eso no tenía que preguntárselo. Porque era muy consciente de que ya estaba enamorada de él. Era absurdo seguir engañándose al respecto. La pregunta era: ¿podría amarlo también?
Y lo más importante: ¿podría él amarla a ella? ¿O al menos llegar a sentir algún tipo de afecto?
¿Lo sentiría ya?
Esa mañana todo le parecía posible. Incluso pensaba que no iba a hacer el ridículo más espantoso de su vida delante de la reina.
Y sí, esa mañana le parecía posible hasta un «felices para siempre». Le parecía incluso deseable.
El sol brillaba en un cielo despejado. Había algunas nubes en el horizonte, pero se encontraban demasiado lejos para preocuparse por ellas. La lluvia no les arruinaría la mañana.
CAPÍTULO 19
Todo salió a las mil maravillas durante la presentación de Vanessa en la corte. No llamó la atención indebida de nadie. Hizo una reverencia perfecta sin perder el equilibrio y sin desaparecer por completo, tragada por el miriñaque. Y retrocedió para alejarse de la reina sin tropezarse ni una sola vez con la cola.
Realizó todo el proceso sin dejar de mirar a la reina, conteniéndose para no pellizcarse y comprobar de esa forma que era real y no un sueño. Estaba en la misma habitación que la reina de Inglaterra. La reina la miró a la cara cuando fue presentada y le dirigió unas cuantas palabras, aunque no recordaba lo que le dijo exactamente.
Fue un alivio que todo acabara. Aunque la experiencia perduraría para siempre en su memoria.
Mientras tanto Stephen había sido presentado al príncipe de Gales, quien charló con él unos minutos. Claro que eso no tenía nada de excepcional. Al fin y al cabo, Stephen era el conde de Merton. Pero todavía le costaba trabajo asimilarlo.
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