Nadie podría acusar a los Wallace de no poner su granito de arena a la hora de aumentar la población del país.

Anna no tenía hijos, ni suyos ni de otro hombre. Sospechaba que su amante sabía cómo evitar la concepción, algo de lo que se alegraba. Por su parte, él tampoco tenía hijos de otras amantes.

Bien podría haber mandado a George solo, se dijo, concentrándose de nuevo en el presente. Bowen era perfectamente capaz de encargarse de ese asunto. Su presencia no era necesaria. Sin embargo, había descubierto que el deber imponía un estricto código de honor propio, de modo que por eso se encontraba en un rincón del país dejado de la mano de Dios, aunque según George era pintoresco; o más bien lo sería cuando la primavera decidiera aparecer.

Se habían alojado en la única posada de Throckbridge, un establecimiento muy rústico sin pretensiones; de hecho, ni siquiera tenía parada de postas. Su intención era la de proceder con todo ese asunto antes de que acabara la tarde. Albergaba la esperanza de emprender el viaje de regreso al día siguiente, aunque George había predicho que haría falta otro día, pudiera ser que dos más… y que incluso eso sería pecar de optimistas.

No obstante, la posada demostró tener un punto flaco, como solía suceder en tantas posadas campestres, ¡malditas fueran! Porque tenía un salón de reuniones en la planta alta. Y esa estancia se usaría esa misma noche. George y él habían tenido la desgracia de llegar el mismo día de la celebración de un baile. No habían imaginado que los habitantes de un pueblecito perdido de Inglaterra estarían dispuestos a celebrar el día de San Valentín. ¡Por Dios! Él ni siquiera había reparado en que era el día de San Valentín.

El salón de reuniones estaba justo encima de donde él se encontraba, repantingado en el sillón junto al fuego a pesar de que no era un asiento especialmente cómodo, de que había que echarle más leña al fuego y de que la campanilla para llamar al servicio estaba fuera de su alcance. El salón también estaba justo encima de su dormitorio. Estaba justo encima de todo. Sería imposible escapar de la música y del ruido que habría sobre su cama durante casi toda la noche. Las alegres tonadas asaltarían sus oídos, sin duda vulgares y pobremente ejecutadas, de la misma forma que lo harían los gritos y las risotadas.

Tendría suerte si podía pegar ojo. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer en ese lugar dejado de la mano de Dios? No le quedaba más remedio que intentarlo. Ni siquiera había llevado un libro consigo… Un olvido imperdonable.

Sir Humphrey Dew, a quien había conocido esa misma tarde, era de esa clase de caballeros prestos a hacer un millar de preguntas que él mismo se respondía en el noventa y nueve por ciento de los casos. Les había preguntado si honrarían al pueblo con su presencia en el baile y les había asegurado que estaba en deuda con ellos por su amable consideración al honrar a su humilde persona y a sus humildes vecinos. Les había preguntado si podía ir a buscarlos a las ocho y les había asegurado que le estarían haciendo un honor enorme, mucho mayor que el favor que él les hacía al ir a buscarlos. Les había preguntado si les importaba que los presentase a un selecto grupo de personas y les había asegurado que no se arrepentirían de conocer a gente tan amable y distinguida… aunque nadie era tan amable y distinguido como ellos, por supuesto. Lady Dew estaría encantada por su amable consideración. Al igual que sus hijas y su nuera. Esperaría con ansia a que dieran las ocho en punto.

Podría haberse negado en redondo. Por regla general, no soportaba a los imbéciles. Su intención era la de no asistir al baile, la de quedarse en su habitación cuando llegara el baronet, y dejar que George le trasladara sus disculpas. Al fin y al cabo, ¿para qué estaban los secretarios?

En ocasiones estaban para azuzar las conciencias de sus señores… maldita fuera su estampa.

No obstante, George tenía razón, por supuesto. Elliott Wallace, vizconde de Lyngate, era (¡diantres!) un caballero. Había aceptado la invitación de forma tácita, al no rechazarla en su momento. Sería muy poco caballeroso de su parte encerrarse en la relativa intimidad de su habitación. Y si no asistía a la fiesta, el ruido le molestaría toda la noche e igualmente acabaría de mal humor. Peor todavía: se sentiría culpable.

¡Dichosa fiesta y dichoso pueblo!

Y era muy posible que el chico estuviera en el baile, si George volvía a estar en lo cierto. Sus hermanas asistirían con total seguridad. Bien podía echarles un vistazo esa noche, ya que le habían servido la oportunidad en bandeja, y aprovechar para formarse una opinión sobre ellas antes de ir a su casa por la mañana.

«¡Por el amor de Dios! ¿Esperan que baile?»

¿Esperarían que invitara a bailar a las mujeres casadas y a las solteras del pueblo?

¿El día de San Valentín?

Imposible. No se le ocurría un destino peor.

Se llevó la mano a la frente e intentó convencerse de que le dolía la cabeza o de que disponía de cualquier otra excusa convincente para meterse en la cama. Nada, se dijo. Nunca le dolía la cabeza.

Suspiró.

A pesar de lo que le había dicho a George, tendría que asistir a esa dichosa fiesta pueblerina, ¿no? Sería de muy mala educación no hacer acto de presencia, y él nunca era maleducado abiertamente. Ningún caballero que se preciara de serlo lo era.

En ocasiones ser un caballero era muy tedioso, cosa que sucedía cada vez con más frecuencia de un tiempo a esa parte.

Calculó que le quedaba menos de una hora para arreglarse. Por regla general, su ayuda de cámara tardaba media hora en anudarle la corbata según su estricto criterio.

Suspiró de nuevo y se puso en pie.

En el futuro no volvería a salir de su casa el 14 de febrero… o no volvería a salir de la casa de Anna.

¡Celebrar el día de San Valentín, por el amor de Dios! ¿Qué sería lo próximo?

La respuesta era dolorosamente evidente, claro estaba. ¡Una fiesta pueblerina, eso era lo siguiente!

CAPÍTULO 02

La familia Huxtable vivía en una casita de paredes encaladas y techo de paja situada en un extremo de la calle principal del pueblo. El vizconde de Lyngate y su secretario tuvieron que pasar frente a ella cuando su carruaje se dirigía a la posada. No obstante, difícilmente habrían reparado en la vivienda. Por muy pintoresca que fuese, su tamaño era discreto. Más bien pequeño.

En ella vivían tres miembros de la familia. Hasta hacía ocho años los Huxtable ocupaban la casa de la vicaría, una residencia mucho más elegante y espaciosa, pero tuvieron que abandonarla cuando el reverendo pasó a mejor vida… tal como lo describió el nuevo vicario durante el funeral. Sus hijos dejaron la vicaría el día posterior al sepelio, a fin de que la ocuparan el reverendo Aylesford y su hermana.

Margaret Huxtable tenía veinticinco años. Puesto que su madre había muerto seis años antes que su padre y ella era la primogénita, le tocó hacerse cargo, a los diecisiete años, de la casa y de la familia. Como consecuencia, seguía soltera y posiblemente ese estado se prolongara durante un tiempo, ya que Stephen, el benjamín, solamente tenía diecisiete años. Era muy probable que nadie hubiera reparado en el detalle de que el benjamín tenía la misma edad con la que contaba su hermana cuando se echó a los hombros semejante responsabilidad. Para ella seguía siendo un muchacho. Y bien sabía Dios que Stephen necesitaba que alguien lo cuidara.

Margaret poseía una belleza inusual. Era alta y de curvas generosas pero proporcionadas. Tenía un lustroso pelo castaño, ojos azules rodeados de espesas pestañas oscuras y un rostro de rasgos clásicos. Era de carácter reservado y modales refinados, aunque en otro tiempo todos la alababan por su ternura y su generosidad. Además, poseía una vena acerada presta a salir en cuanto alguien amenazaba la felicidad o el bienestar de sus hermanos.

Ella misma se encargaba de gran parte de las tareas domésticas y del jardín, ya que contaban con una sola criada, la señora Thrush, que decidió seguir a su servicio después de que abandonaran la vicaría, a pesar de que no podían pagarle. La buena mujer se negó a abandonarlos o aceptar otra cosa que no fuera la comida y el alojamiento en pago por sus servicios. El jardín en verano era el orgullo y la alegría de Margaret, uno de los pocos desahogos con los que contaba la parte más sensual y espontánea de su carácter. Además, era la envidia y la delicia del resto del pueblo. Como siempre estaba dispuesta a echarle una mano a aquel que lo necesitara, el médico solía pedirle ayuda cuando tenía que vendar a alguien, enderezar huesos rotos, traer niños al mundo o darles gachas a los ancianos y a los enfermos.

A lo largo de los años había tenido un buen número de pretendientes, incluso alguno que otro dispuesto a aceptarla junto a sus hermanos, pero los había rechazado con sutileza y decisión. Incluso rechazó al hombre al que había querido toda la vida y al que era muy posible que siguiera queriendo hasta la muerte.

Katherine Huxtable tenía veinte años. También era una belleza alta y delgada que conservaba el aspecto espigado de la adolescencia. Su figura, sin embargo, se redondearía maravillosamente con los años. Tenía el pelo más claro que su hermana. El suyo era de un rubio oscuro veteado de mechones más claros que resplandecían al sol. Su cara era muy expresiva y delicada, y su mejor rasgo eran los ojos, de un azul oscuro que a veces parecía insondable. Porque aunque contaba con un carácter agradable y casi alegre cuando se encontraba en compañía de otras personas, también apreciaba mucho los ratos de soledad, que aprovechaba para pasear y perderse por las sendas de la imaginación. Escribía poesía y cuentos siempre que tenía tiempo.

Tres días a la semana daba clases a los niños de la escuela del pueblo, a los pequeños de entre cuatro y cinco años, aunque también ayudaba al maestro con los alumnos de más edad los días que tenía libres.

Katherine también estaba soltera, aunque ese estado comenzaba a inquietarla. Quería casarse, por supuesto. ¿Qué otra cosa podía hacer una mujer si no quería convertirse en una carga para sus familiares durante el resto de su vida? Sin embargo, y a pesar de tener pretendientes en abundancia, agradables en su mayoría, no era capaz de decidirse por uno en concreto. Y eso, según había comprendido, podía significar que ninguno le gustaba lo bastante para casarse con él.

Había llegado a la conclusión de que en ocasiones ser una soñadora era una desventaja. Sería mucho más cómodo ser una mujer práctica, carente de imaginación. Porque así elegiría al mejor candidato y disfrutaría de una vida cómoda y provechosa a su lado. No obstante, resultaba imposible agitar una varita mágica y convertirse en lo que no se era.

De modo que seguía sin tomar una decisión. Ni siquiera una decisión sensata. Aún no había llegado el día, si bien estaba convencida de que llegaría, en el que se viera obligada a decidirse (o a ser una solterona para el resto de su vida), momento en el que por fin se zanjaría el asunto.

Stephen Huxtable era alto y muy delgado, ya que su cuerpo no había acabado de desarrollarse. Sin embargo, poseía una energía y una elegancia innatas que lo salvaban de parecer desgarbado o escuálido. Tenía el pelo rubio, casi dorado, suave y tan rizado que apenas era capaz de domarlo… para su ocasional desesperación y para la eterna satisfacción de todos los que lo conocían. Su rostro era apuesto, de expresión pensativa cuando no risueña. Sus ojos azules observaban el mundo de forma penetrante, un claro indicio de su naturaleza inquieta, de que aún no había encontrado la forma de dar rienda suelta a su exceso de energía y curiosidad, y también de su deseo de controlar su propio mundo.

Era un muchacho muy enérgico. Montaba a caballo, pescaba, nadaba, practicaba deportes y se divertía con otras mil y una vigorosas actividades con sus amigos. Si había algún embrollo, allí estaba él. Si había algún plan quijotesco, casi con toda seguridad lo había ideado él. Lo apreciaban, admiraban y seguían tanto los niños como los muchachos del vecindario. Las mujeres de todas las edades lo adoraban, hechizadas por su apostura, por su sonrisa, pero sobre todo por la distraída inquietud que delataban sus ojos y sus labios. Porque ¿qué mujer con dos dedos de frente podía resistirse al desafío de domesticar a un chico rebelde?

Aunque no lo era… todavía. En sus estudios demostraba la misma diligencia que empleaba en el resto de sus actividades. Aunque por el ser el único varón de la familia, era el consentido. Margaret había guardado la herencia que su madre había aportado al matrimonio a fin de que pudiera asistir a la universidad cuando cumpliera los dieciocho, y de esa forma labrarse un futuro y encontrar un empleo estable, incluso lucrativo.