¿Cómo podían haber cambiado tanto sus vidas en tan poco tiempo?

Vanessa se repetía esa pregunta una y otra vez mientras se preparaba para el baile de esa noche, un baile de la alta sociedad durante la temporada londinense. El salón de baile de Moreland House estaba decorado con innumerables flores rosadas y blancas, y con plantas de hojas verdes a fin de otorgarle la apariencia de un jardín. Las arañas que pendían del techo, con sus bóvedas pintadas de dorado, relucían con sus velas nuevas. El ambiente se había ido llenando de suculentos aromas a lo largo del día, mientras se preparaba el banquete. La orquesta, formada por músicos profesionales, ocupaba su lugar en el estrado cuando ella bajó la escalera del salón de baile después de la cena, para reunirse con Elliott, con su suegra y con Cecily a fin de recibir a los invitados.

Sus hermanos habían cenado con ellos. Margaret y Katherine ya estaban en el salón de baile. Margaret llevaba un vestido verde esmeralda y Katherine iba ataviada con un delicado vestido de muselina blanca con florecillas azules bordadas. Su aspecto era muy diferente al habitual: estaban mucho más elegantes, más refinadas y más… espléndidas.

– Ojalá hubiera una palabra más poderosa que «guapa» -deseó mientras miraba a sus hermanas con afecto-. Porque así la usaría para describiros a las dos.

– ¡Ay, Nessie! -Exclamó Katherine-. ¿No echas a veces de menos Rundle Parle como yo echo de menos a los niños a los que daba clase? Creo que esto es lo más aterrador, y también lo más emocionante, que he hecho en toda mi vida.

Vanessa soltó una carcajada. Sí, a veces echaba de menos su hogar, aunque ya no tenía claro dónde estaba. ¿En la casita de Throckbridge? ¿En Rundle Park? ¿En Warren Hall? ¿En Finchley Park? ¿En la residencia de la viuda? Tal vez el hogar no fuese un lugar concreto, sino que se encontraba allí donde uno estuviera a gusto. Tal vez su hogar se encontrara a esas alturas al lado de Elliott, estuvieran donde estuviesen.

¡Oh, vaya, debía de estar muy enamorada!

– Me alegro muchísimo por ti, Nessie -dijo Meg-. Todo esto es tuyo, y además disfrutas de un buen matrimonio. Porque las cosas van bien, ¿verdad? -Y la miró como si le suplicase que la respuesta fuera afirmativa.

– Muy bien -contestó con una sonrisa, con la esperanza de estar diciéndole la verdad.

Sin duda alguna su relación con Elliott sufriría otros muchos altibajos, pero estaba convencida de que lo peor había pasado. La posibilidad de ser feliz o al menos de estar contenta con la situación estaba al alcance de su mano.

No hubo más tiempo para pensar ni para charlar. Comenzaban a llegar los primeros invitados y Vanessa tuvo que reunirse a toda prisa con Elliott para recibirlos.

Durante la siguiente media hora estuvo sonriendo y saludando a lo que le parecía una interminable cola de invitados, la mayoría de los cuales no conocía de nada. Eran la flor y nata de la alta sociedad. Intentó con desesperación asociar las caras con los nombres y recordarlos todos, aunque mucho se temía que fuera un imposible.

– Ya verás como los recuerdas todos enseguida -la tranquilizó Elliott, y se inclinó un poco hacia ella durante una breve pausa entre la afluencia de invitados-. Te encontrarás con las mismas personas en todos los eventos a los que asistas en las próximas semanas.

Vanessa le dio las gracias con una sonrisa. Era evidente que no esperaba lo imposible de ella. Elliott estaba guapísimo vestido de blanco y negro una vez más. Así se lo habría dicho cuando se presentó en su vestidor para acompañarla a la cena, pero él se le adelantó. Le había dicho que estaba preciosa de rosa. Así tal cual, «preciosa».

Claro que no le creía; ni siquiera era guapa. Pero le había gustado mucho escuchar esas palabras. Comenzaba a sentirse ambas cosas en presencia de Elliott: guapa y preciosa.

Si le hubiera dicho en ese momento que estaba guapísimo, habría parecido que se sentía obligada a devolverle el cumplido.

– Ojalá pudiera bailar contigo la primera pieza, Vanessa, pero tengo que hacerlo con Cecily -le dijo Elliott.

– Claro que tienes que bailar con ella -repuso-. Es su presentación, no la mía. Ya lo hemos hablado. Puedo esperar hasta después.

Sin embargo, aquello habría sido maravilloso… Elliott y ella habían bailado juntos la primera pieza del baile de San Valentín.

– Ven -la instó Elliott cuando por fin llegaron todos los invitados-, voy a presentarles a tus hermanas a lord Bretby y a su hermano.

– ¿Y después les preguntarás a Meg y a Kate si tienen reservada la primera pieza mientras te escuchan ambos caballeros? -le preguntó.

Elliott la miró con expresión desconcertada un momento, pero no tardó en comprender lo que le decía e incluso se lo tomó con cierto humor.

– Vaya, recuerdo a sir Humphrey Dew en cierto baile celebrado en Throckbridge.

– En aquel momento deseé que me tragara la tierra -comentó ella.

– ¡Por Dios! ¿Tan mala pareja de baile parecía? Vanessa soltó una carcajada y aceptó el brazo que él le ofrecía.

Lord Bretby y el señor Ames no necesitaron ninguna indirecta. Lord Bretby invitó a Meg a bailar la primera pieza y el señor Ames hizo lo propio con Kate.

Había sido sencillísimo, pensó. Sus hermanas ya estaban introducidas en la alta sociedad, y solo había hecho falta que se casara con Elliott.

Stephen también asistía al baile. Todo el mundo había llegado a la conclusión de que era muy normal que asistiera a un baile en casa de su cuñado pese a su corta edad. Estaba guapísimo y rodeado por un aura muy intensa, pensó Vanessa mientras se acercaba a él del brazo de Elliott. Se había convertido en el centro de atención de muchas miradas. Un buen número de jovencitas lo observaba con considerable interés.

Sin embargo, tal vez hubieran abandonado el comité de bienvenida demasiado pronto, ya que en ese momento se percató de la llegada de otra pareja.

– ¡Qué alegría! -exclamó Stephen cuando ella se volvió para mirar-. Ahí está el primo Constantine. Y viene acompañado por la señora Bromley Hayes.

Vanessa notó que Elliott contenía el aliento y lo miró a la cara. Tenía los ojos clavados en la entrada. Rebosantes de ira. Y tenía los dientes apretados.

– Bueno, tú sabías que iba a venir, Elliott -le dijo al tiempo que le sujetaba el brazo con más fuerza-. Cecily quería que asistiera. Ha sido invitado.

– Pero ella no -apostilló Elliott con sequedad.

La señora Bromley Hayes llevaba un deslumbrante vestido dorado tan diáfano que se amoldaba a sus curvas y parecía casi transparente. Tenía un escote muy revelador… tal como dictaba la moda, por supuesto. Tal vez fuera la generosidad de su busto lo que hacía que su escote pareciera mucho más llamativo que el del resto de las damas presentes. Su lustroso pelo rubio estaba recogido en un sencillo moño, sin adornos. No le hacían falta.

Contuvo un suspiro al verla. ¿Cómo había podido sentirse preciosa vestida de rosa?

– Debemos ir a saludarlos -le dijo a Elliott, dándole un pequeño tirón para que echase a andar hacia la puerta. Esbozó una radiante sonrisa de bienvenida. Constantine era su primo y le caía bien, pese a las advertencias de su marido.

– ¡Hola, primos! -los saludó Constantine con una reverencia muy formal-. Siento haber llegado tarde. Me ha costado bastante convencer a Anna de que sería bienvenida aunque, por algún motivo, no haya recibido la invitación.

– Por supuesto que es bienvenida -le aseguró ella, y extendió una mano hacia la dama. La señora Bromley Hayes tenía unos preciosos ojos verdosos, y sospechaba que utilizaba cosméticos para intensificar el negro de sus pestañas-. Pase y diviértase. El baile está a punto de comenzar. Elliott va a bailar la primera pieza con Cecily, dado que es su presentación. Yo iba a pedirle a Stephen que…

Sin embargo, Constantine levantó una mano con la palma hacia arriba.

– Vanessa, te ruego que no bailes con tu hermano. Baila conmigo.

Miró a la señora Bromley Hayes y a su primo con sorpresa, pero la dama no parecía molesta. Al contrario, estaba mirando a Elliott con una sonrisa.

– Gracias, Constantine -dijo Vanessa-. Será un placer. Pero ¿vas a sentirte obligado a pasarte media velada bailando con todas tus primas? Pobrecillo. Sé que le has prometido un baile a Cecily y también a Kate, y no creo que vayan a permitir que lo olvides.

– Y también está Margaret -le recordó su primo-. Soy el hombre más afortunado de todo el salón de baile, porque no necesito que me presenten a ninguna de las damas más encantadoras. ¿Te ha hecho Elliott algún cumplido? Porque estás estupenda.

– Lo ha hecho -respondió-. Me ha dicho que estoy preciosa de rosa.

Soltó una carcajada, fruto del buen humor y de la vergüenza por haber dicho algo semejante delante de una mujer que no necesitaba cumplidos sobre su apariencia.

– Y me gusta cómo llevas el pelo -dijo Constantine.

– Disculpadme -los interrumpió Elliott con brusquedad-. Debo marcharme en busca de Cecily para que dé comienzo el baile.

Vanessa volvió la cabeza para sonreírle, pero su esposo ya se había ido.

La señora Bromley Hayes se alejó en ese momento en dirección a un grupo cercano.

– Mi suegra ha tenido un olvido imperdonable al no invitarla -le dijo a Constantine mientras se dirigían a la pista de baile-. Me aseguró que había invitado a todo el mundo.

– Tal vez no haya sido lo que se dice un olvido -comentó Constantine-. Aunque Anna es una viuda muy respetable, también tiene la reputación de ser demasiado… amistosa con ciertos caballeros de vez en cuando.

En un primer momento no entendió lo que Con quería decirle, pero cuando lo hizo se sintió muy incómoda.

– ¡Oh! -exclamó.

«Demasiado amistosa.» ¿Eso quería decir que tenía amantes? Una razón de peso para que las damas más estrictas, como la vizcondesa viuda, se olvidaran de enviarle invitaciones.

¿Era consciente Elliott de su reputación? Claro que debía de serlo. ¿Por eso se había enfadado? Al fin y al cabo, ese baile se celebraba en honor a su hermana pequeña, que solo tenía dieciocho años.

– Pues entonces has sido un poco malo al convencerla de que te acompañara, Constantine. Tal vez deberías disculparte con mi suegra.

– Tal vez debería hacerlo -convino él con expresión risueña.

– Pero no lo harás -concluyó. -Pero no lo haré.

Ladeó la cabeza y lo miró fijamente. Constantine seguía sonriendo, aunque con ese gesto un tanto desdeñoso del que ya se había percatado en otras ocasiones. Y también con un brillo acerado en los ojos, si bien de eso no se había dado cuenta antes. Sospechaba que Constantine Huxtable era un hombre muy complejo al que no conocía en absoluto y al que nunca llegaría a conocer. Sin embargo, era su primo y nunca había sido desagradable ni con sus hermanos ni con ella.

– ¿Por qué os odiáis tanto Elliott y tú? -le preguntó con la esperanza de que Constantine sí se lo dijera.

– No lo odio -contestó él-. Pero resulta que lo ofendí en vida de Jon. Yo solía animar a mi hermano a gastarle bromas, sin darme cuenta de que Elliott se lo tomaría todo muy en serio. Antes de que mi tío muriera y le dejara tantas responsabilidades, tu esposo tenía sentido del humor. Solía ser el instigador de un sinfín de travesuras. Pero en algún punto del camino perdió la habilidad de reírse de sí mismo… y de cualquier otra cosa, ya que estamos. Tal vez tú lo ayudes a recuperar su sentido del humor. No lo odio.

Su respuesta parecía muy razonable. Sin embargo, mientras lo observaba ocupar su puesto en la fila de los caballeros una vez que ella se colocó en la de las damas, fue incapaz de desprenderse de la sensación de que debía de haber algo más. Elliott era un hombre taciturno, quisquilloso y malhumorado. Ella misma lo había acusado de no tener sentido del humor. Pero era imposible que odiara a Constantine con tanta intensidad solo porque hubiera animado a Jonathan a gastarle bromas y a dejarlo en ridículo.

En ese momento comenzó la música y se dejó llevar por la alegría indescriptible de bailar en un evento de la alta sociedad. Miró a su alrededor y sonrió a los invitados, recreándose con los arreglos florales y respirando su aroma.

Sus ojos se encontraron con los de Elliott, que encabezaba la fila de caballeros, y tuvo la sensación de que la miraba con la intensidad de… En fin, no del amor. Pero sí de algo… ¿De afecto tal vez? Le lanzó una sonrisa deslumbrante.

Ah, sí, pensó, las cosas parecían ir bien en su matrimonio.

Era feliz.

Elliott estaba tan furioso que le sorprendía no haber perdido el control.

Su primer impulso fue el de pedirle a Anna que se fuera… y que se llevara a Con. De exigírselo más bien. De hacer que los echasen. De echarlos él mismo.

Sin embargo, ¿cómo hacer algo así sin crear un sonoro escándalo? La pareja había programado muy bien su entrada: habían llegado tarde, pero no demasiado. Sabían que no harían una escena delante de tanta gente y en su propio hogar.