Recordó con lástima a Hedley, pero desterró esos pensamientos.

Pertenecían al pasado.

Ella estaba en el presente.

El presente era un momento magnífico en el que vivir.

CAPÍTULO 20

La tarde del día siguiente Vanessa fue caminando hasta Merton House, en Berkeley Square, para hacerles una visita a sus hermanos. Meg y Kate estaban en casa, pero Stephen había salido. Había ido con el primo Constantine a ver tílburis de carrera, aunque según Margaret todavía era demasiado joven para pensar en conducir un vehículo tan poco práctico y tan peligroso.

– Me temo que corre el riesgo de convertirse en un joven alocado -dijo Meg mientras se sentaban en el salón-. Está muy impresionado con Londres y con todas las personas que ha conocido hasta ahora. Y el problema es que parece que el sentimiento es mutuo, porque hasta los caballeros mayores que él parecen haberse quedado prendados de su encanto. Acabarán llevándolo por el mal camino si se lo proponen.

– Meg, solo está batiendo un poco las alas -la tranquilizó Katherine-. Ni siquiera las ha extendido. Pero es inevitable que lo haga. Debemos confiar en que sea lo bastante cabal para no descarriarse por completo.

– Estoy de acuerdo con Kate -terció Vanessa-. Meg, Stephen debe comportarse como el muchacho que es y descubrir el modo de convertirse en el hombre que aspira a ser.

– ¡En fin! -Exclamó Margaret-. Supongo que las dos tenéis razón. En realidad, sé que las dos tenéis razón. Pero me preocupa que sea tan joven y que esté aquí en Londres, con todas sus distracciones y tentaciones.

– Si te sirve de consuelo -dijo Vanessa-, Elliott se toma muy en serio la responsabilidad que tiene para con nuestro hermano. Lo mantendrá vigilado en ese mundo masculino que para nosotras es inaccesible. Y justo en ese mundo es donde mi esposo se ha refugiado desde esta mañana, demostrando que es un hombre muy listo. La conversación durante el desayuno giró en torno a los bailes, a los pretendientes y a las conquistas. Cecily ha recibido nada menos que cinco ramos de flores enviados por otros tantos caballeros con los que bailó. Ella misma se ha declarado como un éxito rotundo, y los demás le hemos dado la razón.

– Y a ti se te ha ocurrido hacernos una visita para escapar -comentó Katherine-. ¿Has echado un vistazo a tu alrededor, Nessie?

Vanessa lo hizo en ese momento y se echó a reír. Meg siempre tenía la casa llena de flores cuando la época del año lo permitía, pero nunca con la profusión de exquisitos ramos como la que había en el salón ese día en concreto.

– ¿Más éxitos? -preguntó-. ¿Y más pretendientes?

– En mi caso solo uno -contestó Margaret-. Las rosas blancas son para mí. El marqués de Allingham ha tenido la amabilidad de enviármelas. Los demás son para Kate. Los cuatro.

– En la vida me he sorprendido tanto -les aseguró Katherine-. Anoche me sentía como una pueblerina, por muy arreglada que estuviera. Todo esto es absurdo.

– En absoluto -la contradijo Vanessa-. Anoche eclipsasteis al resto de las damas y fuisteis el centro de atención.

– Pero solo por Stephen -precisó Margaret.

– Bueno, sí-admitió Vanessa-. Sin Stephen estaríamos en Throckbridge, llevando nuestras vidas de siempre. Pero incluso allí teníais un buen número de admiradores. Y ya está bien de hablar de estas cosas. Hace un día precioso. ¿Os apetece dar un paseo por el parque?

Una invitación irresistible para dos damas rurales. Y Hyde Park era lo bastante grande para parecer un trocito de la campiña colocado en mitad del bullicioso Londres.

Caminaron por los senderos más tranquilos a fin de evitar la muchedumbre conformada por jinetes, carruajes y paseantes que se agolpaba en las zonas más concurridas.

– El marqués de Allingham ha invitado a Meg a dar un paseo en carruaje mañana por la tarde -dijo Katherine.

– ¿Ah, sí? -Vanessa miró impresionada a su hermana mayor-. ¿Y has accedido a pasear con él, Meg?

– Sí -contestó la aludida-. Su invitación fue todo un detalle. Es viudo, ¿sabes?

– ¿Y tú, Kate? -Le preguntó Vanessa con una sonrisa-. ¿Conociste anoche en el baile a alguien especial?

– Todo el mundo era especial -contestó su hermana, como era de esperar-. Me pareció una noche preciosa. Pero ¿no te resulta maravilloso poder caminar por este sitio tan tranquilo disfrutando del olor de la hierba y de las flores? Echo mucho de menos Warren Hall. Y echo muchísimo de menos Throckbridge.

– Nos acostumbraremos a esta nueva vida -le aseguró Vanessa-. Y, además, tendremos tantas cosas que hacer, que ver y que experimentar durante los próximos meses que no vamos a disponer de tiempo para preocuparnos por eso ni para ponernos melancólicas.

– Constantine va a acompañarme a la Torre de Londres a finales de semana -comentó Katherine-, y a cualquier otro sitio al que quiera ir. Me cae muy bien. Ojalá lo hubiéramos conocido desde siempre. Ojalá hubiéramos conocido a Jonathan.

– Sí -convinieron tanto Vanessa como Margaret.

Siguieron caminando, adentrándose en el parque, sin necesidad de hablar todo el rato. Estaban tan a gusto en su mutua compañía que el silencio no las incomodaba, y mucho menos absortas como estaban en las maravillas de la naturaleza.

Vanessa siguió repasando en su mente el día anterior. La presentación en la corte, el baile, el vals que bailó con Elliott. La noche con él.

No creía posible que existiera mayor felicidad que la que había sentido durante todo el día anterior o que la que sentía en esos momentos. Había bailado con Elliott solo una vez, pero había sido suficiente.

Siempre recordaría el primer vals que bailaron juntos.

Y a pesar del cansancio provocado por el día tan ajetreado que habían tenido, se pasaron la noche haciendo el amor.

De modo que estaba agotada. Pero a veces el agotamiento podía resultar casi placentero.

Su menstruación llevaba tres días de retraso. Solo tres días. No debía hacerse muchas ilusiones; sin embargo, solía ser muy regular.

Así que estaba ilusionada con… ¡Estaba muy ilusionada!

La ruta que habían tomado las llevó a la postre hasta la parte más concurrida del parque, a la zona donde paseaba todas las tardes la alta sociedad.

El marqués de Allingham fue el primero en detenerse para presentarles sus respetos. Conducía un faetón, pero no iba acompañado.

– Lady Lyngate, señorita Huxtable, señorita Katherine -las saludó al tiempo que se llevaba el mango del látigo al ala del sombrero de copa-. ¿Qué tal están?

Le respondieron que estaban muy bien, y Margaret le dio las gracias por las flores.

– Dicen que puede llover mañana -señaló el marqués.

– ¡Oh! Eso sería muy decepcionante, milord -repuso Margaret.

– Tal vez, si sus hermanas pueden prescindir de su compañía, podría acompañarme usted a dar un paseo ahora mismo, señorita Huxtable -sugirió el caballero.

Margaret miró a sus hermanas con expresión interrogante.

– Por supuesto que debes ir, Meg -dijo Vanessa-. Yo llevaré a Kate a casa.

El marqués se apeó del altísimo carruaje y ayudó a Margaret a tomar asiento antes de hacer lo propio a su lado.

– Me alegro de que esté dispuesta a disfrutar de la compañía de otro hombre -dijo Vanessa mientras Kate y ella observaban cómo se alejaba el faetón.

– ¿De otro hombre? -le preguntó su hermana.

– De otro hombre que no sea Crispin Dew -precisó-. Tú no lo sabes, pero lo ha amado toda la vida. No se casó con él cuando le pidió matrimonio porque quería seguir cuidándonos. Pero se comprometieron en secreto antes de que él se marchara.

– ¡Nessie! -exclamó Katherine, totalmente atónita-. ¿Y acaba de casarse con una española? ¡Pobre Meg! No tenía ni idea. Y pensar que cuando nos enteramos de la noticia en Warren Hall le pregunté si se sentía apenada por el que fuera su amor de juventud. ¡Cómo debió de dolerle mi comentario!

– Tú no tienes la culpa de nada. A Meg nunca le ha gustado hablar de sus sentimientos ni mostrarlos a los demás -le recordó-. Creo que yo fui su única confidente cuando éramos adolescentes, aunque ahora ya no habla conmigo de lo que siente de verdad. Me alegraré mucho si encuentra a un hombre del que enamorarse esta temporada o la siguiente.

– ¿El marqués, quizá? -Aventuró Katherine-. No es demasiado guapo, la verdad, pero parece bastante agradable. Y como mucho será diez años mayor que ella.

– Y es un marqués -añadió Vanessa con una sonrisa-. Con qué naturalidad hablamos ya de estas cosas.

– Pero no es un príncipe -señaló Katherine, y ambas se echaron a reír mientras retomaban el paseo.

Cecily había salido a pasear con un grupo de jovencitas, cuyas doncellas las seguían a cierta distancia. Mientras Katherine y Vanessa se acercaban, el grupo se detuvo a saludar a un par de jinetes. Vanessa los reconoció de la noche anterior. Se produjo el habitual intercambio de saludos entre alegres carcajadas.

Cecily las miró con una sonrisa radiante y les hizo un gesto para que se unieran al grupo.

– Vamos a pasear hasta la Serpentina -les dijo.

– ¡Me encantaría ver el agua! -exclamó Katherine.

A ella también, pensó Vanessa, pero a poder ser no en compañía de un grupo tan bullicioso. Debía de estar haciéndose mayor, supuso a regañadientes.

– Ve con ellas -le dijo a Katherine-. De todas formas yo debería irme a casa. Es posible que Elliott ya haya llegado. Cecily y su doncella te acompañarán a Merton House.

– Por supuesto que la acompañaremos -contestó Cecily-. Ojalá hubiera venido Stephen con vosotras.

– Desde luego -dijo una de las jovencitas-. ¡Es divino! ¡Esos rizos…!

Y se alzó un coro de risillas tontas.

Vanessa las observó caminar hacia la Serpentina. Sin embargo, ya no contaba con la compañía de sus hermanas y no llevaba a su doncella, de forma que no podía entretenerse. Tal vez se acostara durante una hora cuando llegara a casa para echarse un sueñecito, que buena falta le hacía después de las dos últimas noches. A menos que Elliott hubiera llegado, claro. Porque en ese caso a lo mejor…

Avivó el paso.

Por el camino se acercaba un cabriolé en el que viajaban tres damas ataviadas con otros tantos sombreros a la última moda. Las observó con admiración hasta que la dama que viajaba de espaldas a los caballos se volvió, momento en el que descubrió que se trataba de la señora Bromley Hayes.

Se reconocieron al mismo tiempo y se sonrieron con amabilidad.

– ¡Para el carruaje! -Le dijo la señora Bromley Hayes al cochero cuando llegaron a la altura de Vanessa-. ¡Lady Lyngate! Justo la persona que estaba deseando ver hoy. Debo darle las gracias por la amabilidad que me demostró anoche. Fue un baile espléndido, ¿no le parece? Me habría demorado más de no haber tenido un compromiso en otra parte.

– Vaya -exclamó Vanessa-. Me alegra saberlo. Espero que no se sintiera mal recibida. Fue un desafortunado olvido que no le llegara la invitación.

– Le agradezco el comentario -repuso la dama al tiempo que miraba a sus acompañantes-. Voy a caminar un rato con lady Lyngate. Seguid sin mí. Volveré sola a casa.

El cochero se apeó del pescante y ayudó a bajar a la señora Bromley Hayes, que no tardó en estar a su lado y tomarla del brazo para seguir paseando juntas. Como siempre, la dama estaba extraordinariamente guapa y su atuendo era el último grito de la moda.

– Elliott me ha dicho que estaba usted cansada después del día de ayer -le dijo-. Pero me alegro de verla al aire libre, disfrutando de la tarde.

«¿Elliott?», se preguntó Vanessa.

– ¿Lo ha visto hoy? -quiso saber.

– ¡Sí, claro! -respondió la señora Bromley Hayes-. Me ha hecho una visita antes de la hora del paseo, como de costumbre.

«¿Por qué?», pensó.

– ¿Ah, sí? -preguntó en voz alta.

– Puede estar tranquila -repuso la dama con una breve carcajada-. Los Wallace son hombres muy discretos, no sé si lo sabe, y escrupulosamente fieles a sus esposas en público. Elliott jamás la pondrá en evidencia. Y usted disfrutará de su casa y de sus herederos. Ya tiene su título. En realidad, lady Lyngate, soy yo quien debería envidiarla y no al contrario.

¿Qué estaba insinuando esa mujer? Claro que hasta una imbécil, o incluso una persona que hubiera crecido protegida en un entorno rural, lo comprendería sin el menor género de duda.

¡Era la amante de Elliott!

«Aunque Anna es una viuda muy respetable, también tiene la reputación de ser demasiado… amistosa con ciertos caballeros de vez en cuando.»

Recordó las palabras que Constantine había pronunciado la noche anterior como si se las estuviera repitiendo en ese mismo momento, mientras paseaba a su lado.

Y con la misma claridad recordó la furia de Elliott al ver que la dama se había presentado en su salón de baile sin haber sido invitada.