– Estoy segura de que bastará con una buena noche de sueño -le aseguró-. Pero si no basta con eso, yo acompañaré mañana a Cecily a la fiesta y usted podrá descansar. Buenas noches, madre.

– Qué buena eres -le dijo su suegra-. Me alegro muchísimo de que Elliott se casara contigo. Buenas noches, Vanessa.

La joven se quedó sentada un rato, leyendo. Sin embargo, comenzó a experimentar la ya acostumbrada y leve melancolía, lo que la distrajo de las aventuras de Ulises en su intento por regresar a Itaca y a su Penélope.

Elliott estaba en la biblioteca de la planta baja y ella estaba allí arriba, durante una de las escasas noches en las que se quedaban en casa. ¿Sería así la rutina de toda su vida de casados?

¿Iba a permitir ella que lo fuera?

Tal vez Elliott subiese si supiera que su madre se había acostado y que ella estaba sola.

Tal vez le molestara que ella bajase.

Y tal vez, pensó a la postre mientras se ponía en pie con decisión y marcaba con un dedo la página por la que iba, debería bajar y averiguarlo. Al fin y al cabo, era su casa y estaba hablando de su marido. Y no estaban distanciados. No habían discutido. Si su relación acababa enfriándose, ella tendría parte de culpa por no bajar e intentar arreglar las cosas.

Llamó a la puerta de la biblioteca y la abrió sin esperar a que él le diera permiso para entrar.

El fuego crepitaba en el hogar, aunque no hacía frío. Elliott estaba sentado en un sillón orejero de piel junto a la chimenea, con un libro en las manos. Le encantaba la biblioteca con sus altas estanterías, llenas de libros encuadernados en cuero, que cubrían tres de las cuatro paredes, y con el antiguo escritorio de roble, tan grande como para que tres personas pudieran tenderse encima. Era muchísimo más acogedora que el salón. No le extrañaba que Elliott decidiera encerrarse allí por las tardes. Esa noche parecía mucho más acogedora que nunca. Y Elliott parecía estar muy a gusto, repantingado en el sillón con un pie apoyado en la rodilla contraria.

– Tu madre estaba cansada -le dijo-. Se ha acostado. ¿Te importa si me siento aquí contigo?

Elliott se puso en pie a toda prisa.

– Espero que lo hagas -contestó al tiempo que le señalaba el sillón situado frente al suyo.

Un leño crepitó en la chimenea, lanzando una lluvia de chispas hacia arriba.

Vanessa se sentó, le sonrió y, dado que no se le ocurría nada que decir, abrió el libro, carraspeó y comenzó a leer.

Elliott hizo lo mismo, salvo que él no carraspeó. Ya no estaba repantingado en el sillón. Tenía los dos pies en el suelo.

El sillón era demasiado profundo para ella. O se sentara muy recta con la espalda apoyada en el respaldo y los pies colgando a unos centímetros del suelo, o lo hacía con los pies apoyados en el suelo y la espalda doblada para lograr apoyar al menos los hombros. O lo hacía con la espalda recta y sir apoyarla de ninguna forma.

Al cabo de unos minutos, durante los cuales probó las tres posturas y descubrió que ninguna le resultaba cómoda, Vanessa se quitó los escarpines, subió los pies al asiento, y después de cubrírselos con las faldas, apoyó la cabeza en una de las orejas del sillón. Clavó la vista en el fuego antes de mirar a Elliott.

Que la estaba mirando.

– Sé que no es muy apropiado -se disculpó-. Mis padres me repetían a todas horas que debía sentarme como una dama. Pero soy bajita y casi todos los sillones son grandes para mí. Además, así estoy muy a gusto.

– Parece que estés a gusto, sí -convino él.

Vanessa volvió a sonreírle, y por algún motivo ninguno de los dos retomó la lectura. Se limitaron a mirarse el uno al otro.

– Háblame de tu padre -le pidió ella en voz baja.

Recordaba a todas horas el comentario de su suegra cuando le dijo que esperaba que Elliott fuera diferente a su padre. Pero Elliott nunca hablaba de él.

Siguió mirándola un buen rato. Después, clavó la vista en el fuego y dejó el libro en la mesita que tenía al lado.

– Lo adoraba -confesó él-. Era mi héroe, el centro de mi mundo. Era mi modelo a seguir cuando creciera. Todo lo que hacía lo hacía para complacerlo. Él solía estar mucho tiempo fuera de casa. Yo me pasaba los días deseando que regresara. Cuando era muy pequeño, durante las horas muertas me plantaba en las puertas de la propiedad, a la espera de ver aparecer su caballo o su carruaje; y en las pocas ocasiones en las que estaba allí cuando él llegaba, me subía a la silla y disfrutaba de su presencia a solas antes de que mis hermanas y mi madre tuvieran su oportunidad. Cuando fui mayor y Con y yo empezamos a meternos en líos, siempre me veía coartado por el miedo a decepcionar a mi padre o a despertar su furia. Durante mis locuras de juventud siempre me preocupaba por la posibilidad de no estar a su altura, de no poder convertirme en el hombre que él esperaba que fuese.

Elliott guardó silencio un instante. Ella no dijo nada. Sabía que le quedaban cosas por decir. Tanto sus ojos como su voz revelaban un enorme dolor, y tenía el ceño fruncido.

– Nunca hubo una familia más unida y más feliz que la nuestra -prosiguió él-. Nunca hubo un marido más devoto ni un padre más entregado. La vida, en muchos aspectos, era idílica pese a sus prolongadas ausencias. Estaba llena de amor. Deseaba más que nada en el mundo tener un matrimonio y una familia como la suya. Quería disfrutar de su aprobación. Quería que la gente dijera: «De tal palo, tal astilla».

Vanessa cerró el libro sobre su regazo sin marcar la página por la que iba leyendo y se abrazó con fuerza, aunque no debería sentir frío cuando estaba sentada tan cerca de la chimenea.

– Y hace un año y medio murió de repente en la cama de su amante -concluyó Elliott.

Sus palabras la dejaron tan conmocionada que fue incapaz de hablar.

– Llevaban juntos más de treinta años, un poco más de lo que llevaba casado con mi madre -añadió él-. Tenían cinco hijos, el más pequeño de quince años, un poco más joven que Cecily, y el mayor de treinta, un poco mayor que yo.

– ¡Oh! -exclamó ella.

– Había dejado bien situada a su amante en caso de que él muriese antes -continuó Elliott-. Les había buscado buenos trabajos, muy lucrativos, a dos de sus hijos. El tercero seguía en un buen colegio. Había elegido buenos maridos, respetables y de buena situación económica, para sus dos hijas. Había pasado tanto tiempo con esa otra familia como con la mía.

– Ay, Elliott… -dijo ella, tan consciente del dolor que él sentía que se le llenaron los ojos de lágrimas.

Él la miró.

– Lo más gracioso de todo es que yo estaba al tanto de que mi abuelo tenía otra familia. La que fuera su amante durante más de cuarenta años murió hace diez. También nacieron hijos de esa relación. Incluso sabía que era una especie de tradición familiar seguida por los Wallace, una forma de reafirmar nuestra masculinidad y superioridad sobre nuestras mujeres, supongo. Pero ni se me pasó por la cabeza que tal vez mi padre hubiera seguido dicha tradición.

– Ay, Elliott… -No se le ocurría qué más decir.

– Creo que todo el mundo debía de saberlo menos yo -prosiguió él-. Aunque no entiendo cómo es posible que lo ignorara. Pasé mucho tiempo en la ciudad después de salir de Oxford, bien lo sabe Dios, y creía estar al tanto de todo lo que sucedía en la alta sociedad, incluso de los trapicheos más desagradables. Pero nunca escuché un solo rumor acerca de mi padre. Mi madre lo sabía, siempre lo supo. Incluso Jessica lo sabía.

Intentó imaginarse el momento en el que Elliott vio cómo su mundo se desintegraba hacía poco más de un año.

– Todo -dijo él, como si le hubiera leído el pensamiento-. Todo lo que sabía, todo lo que había vivido y en lo que creía, absolutamente todo era una ilusión, una mentira. Creía que teníamos el amor incondicional de nuestro padre. Tal vez yo creyera que era especial porque era el varón, el heredero, el que ocuparía su puesto en el futuro. Pero tenía un hijo mayor que yo, otro casi de la misma edad y otros tres más. Me costó mucho asimilar ese hecho. Todavía me cuesta. Mi madre solo fue su esposa legal, la que le había proporcionado un heredero, durante todos esos años. Y yo solo fui ese heredero.

– Ay, Elliott… -Bajó los pies del sillón, se levantó sin percatarse siquiera de que el libro caía al suelo y se acercó a él. Se sentó sobre su regazo, lo abrazó por la cintura y apoyó la cabeza contra su hombro-. Eso no lo sabes. Eras su hijo. Tus hermanas eran sus hijas. No tenía por qué quererte menos solo por el hecho de haber tenido otros hijos. El amor no es algo finito con una capacidad limitada. Es infinito. No dudes de su amor ni un instante. Por favor, no lo dudes.

– Todas esas mentiras… -dijo él al tiempo que apoyaba la cabeza en el sillón-. Sobre lo ocupado que estaba en Londres, sobre lo mucho que detestaba dejarnos y sobre lo mucho que nos había echado de menos, sobre lo solo que había estado sin nosotros, sobre lo contento que estaba de regresar a casa… Solo eran mentiras, unas mentiras que seguro que le repetía a su otra familia cuando regresaba con ellos.

Vanessa levantó la cabeza para mirarlo a la cara y le soltó la cintura para poder peinarle el pelo con los dedos.

– No -repuso-. No dudes de todo, Elliott. Si tu padre dijo que te quería, si tú te sentías querido, no lo dudes, era verdad.

– Lo gracioso es que no es tan raro -continuó él-. Podría enumerarte un sinfín de casos similares sin tener que hacer mucha memoria. Es el resultado de vivir en una sociedad en la que la cuna, la posición y la fortuna lo son todo y en la que los matrimonios acordados son la norma. Es muy habitual buscar el placer sensual y el consuelo emocional en otra parte. El problema era que yo no sabía que eso sucedía con mi padre, ni siquiera lo sospechaba. De repente, me había convertido en el vizconde de Lyngate casi sin estar preparado para todos los deberes y las responsabilidades que recayeron sobre mí… Culpa mía, por supuesto. Había estado dando tumbos demasiado tiempo. Y de pronto era el tutor legal de Jonathan. Tenía que ocuparme de un sinfín de asuntos que habían recaído sobre mí de repente y sin previo aviso. Era el hijo de mi padre, al fin y al cabo. Sin embargo, también de repente y sin previo aviso me vi…

– ¿Privado de tus recuerdos? -sugirió ella cuando Elliott dejó la frase en el aire.

– Sí. Me vi obligado a asimilar que todo era mentira, un espejismo -dijo él-. Me quedé a la deriva en un mundo desconocido.

– Y toda la alegría, el amor y la esperanza desaparecieron de tu vida.

– Todo ese idealismo estúpido e ingenuo -la corrigió-. Me convertí en un realista en un abrir y cerrar de ojos, casi de la noche a la mañana. Aprendí la lección al punto.

– ¡Ay, qué tontorrón eres! -exclamó ella-. El realismo no excluye el amor ni la alegría. Se basa en esos sentimientos.

– Vanessa, todos deberíamos ser tan inocentes y optimistas como tú. -Levantó una mano para acariciarle la mejilla con el dorso de los dedos por un instante-. Yo lo era hasta hace año y medio.

– Todos deberíamos ser tan realistas como yo -lo corrigió ella-. ¿Por qué el realismo siempre se ve de forma tan negativa? ¿Por qué nos cuesta tanto confiar en algo, por qué solo esperamos desastres, violencia y traiciones? La vida es buena. Aunque algunas buenas personas mueran demasiado jóvenes y algunos mayores nos traicionen, la vida es buena. La vida es lo que nosotros hagamos con ella. Tenemos la opción de elegir qué tipo de vida queremos.

Lo besó con mucha ternura en los labios. Sin embargo, no iba a menospreciar el dolor que Elliott aún no había purgado, aunque hubiera pasado más de un año.

– ¿Y después perdiste a tu mejor amigo? -Preguntó en voz baja-. ¿Perdiste a Constantine?

– Esa fue la gota que colmó el vaso, sí-admitió él-. Supongo que yo tuve parte de culpa. Me planté en Warren Hall, obsesionado por cumplir con mi deber respecto a Jonathan, preparado para pasar por encima de cualquiera que tuviese que ver con él si era necesario. Tal vez habría aprendido a controlar ese exceso de celo si todo hubiera sucedido como debía haber sucedido. Pero no fue así. No tardé en averiguar que mi padre lo había dejado todo en manos de Con y de que este se había aprovechado de esa confianza.

– ¿Cómo? -quiso saber ella mientras le tomaba la cara con las manos.

Elliott suspiró.

– Robándole a Jonathan -contestó-. Había joyas. Herencias de familia. De valor incalculable, aunque estoy seguro de que alcanzaban una bonita suma. La mayoría de las joyas habían desaparecido. Jonathan no sabía nada de ellas cuando le pregunté, aunque recordaba que su padre se las había enseñado en una ocasión. Con no admitió habérselas llevado, pero tampoco lo negó. Puso una cara un tanto extraña cuando le pregunté por ellas, una cara que yo conocía muy bien: medio guasona, medio desdeñosa. Y esa expresión me dijo, más claro que cualquier palabra, que se las había llevado él. Pero yo no tenía pruebas. No se lo dije a nadie. Era una vergüenza familiar que me sentí obligado a ocultarle al mundo. Tú eres la primera en saberlo. No era un amigo digno de mi confianza. Me había engañado toda la vida al igual que me había engañado mi padre. No es una persona agradable, Vanessa.