Vanessa estaba radiante de felicidad, tal como lo ponían de manifiesto sus carcajadas. Dos lágrimas resbalaron por sus mejillas. Y la vio parpadear para contener las que estaban a punto de seguirlas.

– ¿Qué harás? -le preguntó ella.

Elliott sonrió muy despacio y fue consciente del gesto, fue consciente de que acababa de derrumbar sus últimas defensas contra los peligros del amor, cuando vio que Vanessa le sonreía arrobada mientras le soltaba las manos para acariciarle las mejillas.

– Ay, amor mío -la oyó decir-. Amor mío.

Las mismas palabras que le había dicho aquella noche en la biblioteca, cuando se echó a llorar. En aquel entonces no les había prestado atención, pero las recordó en ese instante. En ese momento se dio cuenta de que ella llevaba amándolo mucho tiempo. Vanessa era la personificación del amor, y había elegido amarlo a él.

– ¿No tienes nada que decirme? -preguntó él.

La vio ladear la cabeza.

– ¿Te refieres al niño? -Preguntó ella a su vez-. Pronto habrá un niño, Elliott. ¿Eres feliz? Tal vez sea tu heredero.

– Estoy muy feliz por el embarazo -contestó-. Que sea niño o niña no importa en absoluto.

Se inclinó hacia delante hasta que sus frentes se tocaron.

Vanessa le echó los brazos al cuello y se pegó a él.

– Me alegro de que fuera aquí donde hablamos la primera vez -confesó-. Me alegro de que haya sido aquí donde me has dicho que me quieres. Siempre adoraré este lugar, Elliott. Se ha convertido en un lugar sagrado.

– Espero que no demasiado sagrado -señaló-. Acabo de caer en la cuenta de que lleva varios días sin llover, de modo que la tierra estará seca. Y este lugar está desierto. Nadie viene por aquí.

– Salvo nosotros -dijo ella.

– Salvo nosotros.

Y salvo los jardineros que evitaban que las malas hierbas devoraran esa parte de la propiedad. Sin embargo, los jardineros estaban ocupados con sus hoces, cortando la hierba del prado que se extendía frente a la mansión.

Se quitó la chaqueta y la colocó en el suelo entre los jacintos silvestres, tal vez en el mismo sitio donde yacieron entre los narcisos durante su luna de miel.

Y volvieron a yacer entre las flores e hicieron el amor con pasión y sin premura, hasta quedar satisfechos.

Los dos jadeaban cuando terminaron, y los dos sonreían mientras él alzaba la cabeza para mirarla.

– Supongo que voy a tener que pagar por esto -comentó-. Vas a obligarme a cargar con un buen ramo de jacintos silvestres para la casa, ¿verdad?

– Mucho más que un ramo -le aseguró-. Dos, uno en cada brazo, por lo menos. Hasta que no puedas llevar más. Tenemos que colocar un jarrón con jacintos silvestres en todas las estancias de la casa.

– ¡Qué Dios nos ayude! -exclamó-. Es una mansión. La última vez que intenté averiguar el número de habitaciones, descubrí que perdía la cuenta.

Vanessa se echó a reír.

– Será mejor que no perdamos el tiempo -advirtió ella.

Elliott se puso en pie, se arregló la ropa y le tendió una mano para ayudarla a levantarse. Cuando Vanessa la aceptó, tiró de ella hasta abrazarla. Se quedaron un momento así, sin hablar, aunque no demasiado tiempo.

Tenían que recoger flores. Iban a llenar la casa de jacintos.

Y también llenarían sus vidas de amor, a rebosar si no se equivocaba. Un amor infinito.

¿Qué otra cosa podía esperar un hombre si se casaba con Vanessa?

Le sonrió y se pusieron manos a la obra.

Mary Balogh

Mary Balogh, seudónimo de Mary Jenkins, nació y creció en Gales, Gran Bretaña, tierras de canciones y leyendas; pero vive en Canadá junto a su marido. Profesora de inglés, encontró tiempo para su verdadera vocación, la escritura, cuando su hijo mayor cumplió los seis años. Su primera novela ganó el premio Rita de Novela Romántica. Es una de las autoras más premiadas y reconocidas, admirada por sus romances victorianos. Titania ha publicado Simplemente inolvidable, la primera de sus novelas relacionadas con la escuela Miss Martin's para señoritas.