– Stephen… -Margaret parecía muy disgustada-. ¿Lo que llevas en las botas es estiércol?

El olor respondía por sí solo a la pregunta.

– ¡Vaya por Dios! -Stephen se miró las botas-. Creía que las había limpiado bien. Lo haré ahora mismo. ¿Habéis oído que hay un vizconde hospedado en la posada?

– Acabo de darles la noticia -terció Katherine.

– Sir Humphrey ha ido a darle la bienvenida -les informó Stephen.

– ¡Vaya! -exclamó Vanessa con una mueca.

– Pues sí -repuso Stephen-. Él se enterará de lo que le ha traído por aquí. Es raro, ¿verdad?

– Supongo que el pobre hombre solo está de paso -aventuró Margaret.

– De pobre nada -la corrigió su hermano-. Además, ¿cómo va a estar de paso por Throckbridge? ¿De dónde viene y adonde va? Y ¿por qué?

– Tal vez mi suegro lo averigüe -respondió Vanessa-. O tal vez no. En todo caso, nuestras vidas continuarán con independencia de que nuestra curiosidad quede satisfecha o no.

– A lo mejor ha oído lo del baile de San Valentín… -dijo Katherine, que se llevó las manos al pecho y dio una vuelta mientras pestañeaba de forma exagerada-, ¡y viene en busca de novia!

– ¡Por Dios! -Exclamó Stephen-. Kate, ¿el día de San Valentín te tiene tonta o qué? -Soltó una carcajada y tuvo que agacharse para esquivar el cojín que le tiró la aludida.

La puerta de la salita se abrió y entró la señora Thrush, que llevaba la mejor camisa de Stephen en un brazo.

– Acabo de plancharla, señorito -le dijo. Stephen le dio las gracias mientras cogía la prenda-. Llévela ahora mismo a su dormitorio y déjela sobre la cama con cuidado. No quiero volver a verla arrugada antes de que se la ponga.

– No, señora -aseguró él, guiñándole un ojo-. Quiero decir, sí, señora. No sabía que le hiciera falta un planchado.

– No me extraña. -La señora Thrush chasqueó la lengua-. Pero supongo que si todas las jovencitas van a caer rendidas a sus pies esta noche, porque eso es lo que va a suceder, lo mejor es que lleve una camisa recién planchada. Y que se quite esas botas. ¡Uf! Tendrá que limpiar el suelo de rodillas y con el cepillo como no se las quite ahora mismo y las deje fuera antes de subir.

– La siguiente tarea de mi lista era la plancha -dijo Margaret-. Gracias, señora Thrush. Me parece que ya va siendo hora de que todos empecemos a arreglarnos para el baile. Nessie, en tu caso será mejor que te vayas antes de que lady Dew ordene que salgan en tu busca. Stephen, hazme el favor de sacar ahora mismo esas botas tan asquerosas de la salita. Señora Thrush, por favor, prepárese un té y ponga un rato los pies en alto. Lleva trajinando todo el día.

– Y supongo que usted ha estado sentada todo el día sin hacer nada… -replicó la mujer-. ¡Por cierto! La señora Harris ha estado en la cocina hace un momento. Hay un vizconde hospedado en la posada. Sir Humphrey ha ido a darle la bienvenida y lo ha invitado a la fiesta. ¿Qué les parece? -Al ver que todos se echaban a reír, la pobre se quedó un poco desconcertada, pero acabó sumándose a las carcajadas-. Pobre hombre -dijo después-. Sir Humphrey no aceptará una negativa. Y supongo que de todas formas será mejor que asista a la fiesta. Esta noche habrá demasiado ruido en la posada para que los huéspedes puedan descansar.

– Kate, aprovéchate -terció Stephen-. Si ha venido en busca de novia, esta es tu oportunidad.

– O la de la señorita Margaret -señaló la señora Thrush-. Con lo guapa que es, ya va siendo hora de que aparezca su príncipe azul.

Margaret se echó a reír.

– Pero ese hombre solo es un vizconde -protestó-, no un príncipe. Así que seguiré esperando a que aparezca uno. Y ahora todos a arreglarse o llegaremos tarde. -Abrazó a Vanessa, que se puso en pie para marcharse-. No cambies de opinión con respecto al baile -le advirtió-. Por favor, Nessie. Si lo haces, iré a buscarte; date por avisada. Ya va siendo hora de que empieces a disfrutar otra vez de la vida.

Vanessa volvió caminando sola a Rundle Park, a pesar de que Stephen se ofreció a acompañarla. Había decidido asistir al baile, aunque todavía no lo tenía muy claro cuando se lo dijo a Margaret. Sí, iría. Y muy a su pesar, y también pese a la pena que aún llevaba dentro por la muerte de Hedley y al cargo de conciencia que le provocaba la idea de volver a divertirse, estaba deseando que llegara la noche. Bailar siempre había sido uno de sus entretenimientos preferidos, y llevaba casi dos años sin hacerlo.

¿Estaba siendo egoísta, desalmada, por querer regresar a la vida?

Su suegra quería que asistiera al baile. Y sus cuñadas. Y sir Humphrey, el padre de Hedley, le había dicho que tenía que bailar.

Sin embargo, ¿la invitaría alguien a bailar? Seguro que alguien lo haría. Bailaría si alguien la invitaba. Tal vez la invitara el vizconde…

Chasqueó la lengua por lo absurdo del pensamiento mientras enfilaba el atajo a la mansión.

El vizconde tal vez fuera un hombre de noventa años, calvo y sin dientes.

¡Y casado!

CAPÍTULO 03

– Ojalá que el vizconde de Lyngate sea alto, rubio y guapo, que no tenga más de veinticinco años, y que sea encantador y amable, y no soberbio -le dijo Louisa Rotherhyde a Vanessa en el rincón del salón de reuniones desde el que observaban a los últimos en llegar y recibían con una sonrisa a los conocidos, lo que las obligaba a saludar a todas las personas que pasaban por su lado-. Y ojalá que le gusten las mujeres regordetas, de pelo mustio y de modesta fortuna… Bueno, sin fortuna alguna, la verdad, aunque sí de modales agradables y de una edad parecida a la suya. Supongo que lo de rico no hace falta desearlo. Seguro que lo es.

Vanessa se abanicó la cara y se echó a reír.

– No eres regordeta -le aseguró a su amiga-. Y tu pelo castaño claro es precioso. Tienes unos modales impecables y tu buen carácter es tu fortuna. Y tienes una sonrisa encantadora. Eso solía decir Hedley.

– Que Dios lo tenga en su gloria-repuso Louisa-. Pero el vizconde ha venido con un amigo. Tal vez a dicho amigo le parezca bien enamorarse perdidamente de mí… siempre que sea agradable, por supuesto. Y no vendría nada mal que tuviera una fortuna propia considerable. Nessie, me encanta que tengamos bailes, reuniones, cenas, veladas y comidas campestres, pero siempre vemos las mismas caras. ¿Nunca has deseado ir a Londres, disfrutar de una temporada social y tener admiradores…? Ah, claro que no. Tenías a Hedley Era guapísimo.

– Sí, lo era -convino ella.

– ¿Te ha dicho sir Humphrey cómo es el vizconde de Lyngate? -preguntó Louisa, esperanzada.

– Me lo ha descrito como un caballero joven y agradable -contestó-. Pero para mi suegro cualquier hombre que tenga menos de sus sesenta y cuatro años es joven, y casi todo el mundo le parece agradable. Ve reflejado su buen carácter en todo el mundo. Y no, Louisa, no me ha descrito al vizconde físicamente. Los caballeros no hacen eso. Aunque creo que estamos a punto de descubrirlo por nosotras mismas.

Su suegro había entrado en el salón de reuniones, con porte orgulloso aunque simpático, sacando pecho, frotándose las manos y con las mejillas sonrojadas por el entusiasmo. Lo seguían dos caballeros, y era imposible no saber quiénes eran. Por Throckbridge pasaban muy pocos desconocidos. Y de los pocos a los que recordaban los presentes, ninguno (ni uno solo) había asistido a un baile en el salón de reuniones y muy pocos habían estado en la verbena estival que se celebraba todos los años en Rundle Park.

Los dos recién llegados eran unos desconocidos… y habían asistido a la fiesta.

Y uno de ellos, además, era un vizconde.

El hombre que entró justo detrás de sir Humphrey era de estatura y complexión medias, aunque mostraba cierta tendencia a la redondez en la zona de la barriga. Tenía el pelo castaño corto y bien peinado, y un rostro que evitaba ser normal y corriente gracias a la franca simpatía con la que observaba la escena a su alrededor. Parecía alegrarse de verdad de estar allí. Llevaba un traje bastante sobrio, con una chaqueta azul marino, calzas grises y camisa blanca. Aunque debía de rondar la treintena, encajaba en la descripción de «joven».

Louisa cerró el abanico y suspiró. Al igual que hicieron muchas de las damas presentes.

Sin embargo, Vanessa estaba observando al otro caballero, y supo al punto que era él quien había provocado los suspiros, si bien de sus labios no salió ninguno. De repente, se le había secado la boca y durante un instante que se le antojó una eternidad no supo ni dónde se encontraba.

Debía de ser de la misma edad que el otro caballero, pero eso era lo único que tenían en común. Ese hombre era alto y esbelto, pero ni mucho menos delgado. De hecho, tenía los hombros y el pecho anchos, y la cintura y las caderas, estrechas. Sus piernas eran largas y fuertes. Tenía el pelo muy oscuro, casi negro en realidad, lustroso y bien cortado, peinado con un estilo que parecía muy cuidado pero desenfadado al mismo tiempo. Su rostro era de tez bronceada, de facciones clásicas y nariz aguileña, con pómulos afilados y un hoyuelo en la barbilla. Sus labios eran firmes. Su aspecto era un tanto exótico, como si por sus venas corriera sangre italiana o española.

Era guapísimo.

Era perfecto.

Podría haberse enamorado de los pies a la cabeza de él, como la mitad de las presentes al menos, de no haberse percatado de otro detalle. De dos detalles, en realidad.

Parecía insufriblemente arrogante.

Y también parecía aburrido.

Tenía los párpados entornados. Sostenía el monóculo en la mano, aunque no se lo había llevado al ojo. Miraba a su alrededor como si no diera crédito a la vulgaridad del entorno en el que se encontraba.

A sus labios no asomaba la menor de las sonrisas. En cambio, sí vio un rictus desdeñoso, como si estuviera impaciente por regresar a su habitación de la planta baja. O, mejor aún, por marcharse de Throckbridge.

Daba la sensación de que preferiría estar en cualquier otro lugar de la tierra.

De modo que no se enamoró de él, por más maravilloso y divino que lo encontrara. Ese hombre había aparecido en su mundo, en el mundo de su familia y de sus amigos, sin ser invitado, y tenía el descaro de encontrarlo inferior e indeseable. ¿¡Cómo se atrevía!? En vez de alegrarle la velada, como habría hecho la presencia de un desconocido en circunstancias normales (sobre todo si dicho desconocido era apuesto), su presencia amenazaba con aguarle la fiesta.

Porque todo el mundo, cómo no, se desharía en halagos. Nadie se comportaría con naturalidad. Nadie se relajaría para disfrutar del baile. Y nadie hablaría de otra cosa, sino solo de él, durante días, incluso durante semanas.

Como si un dios les hubiera honrado con su presencia.

Sin embargo, tenía muy claro que ese hombre los despreciaba a todos… o cuanto menos los encontraba muy aburridos.

Ojalá hubiera llegado al día siguiente… o no hubiera aparecido nunca.

Iba vestido de blanco y negro, una moda que parecía ser el último grito en Londres. Cuando Vanessa se enteró, pensó que era muy aburrida y muy poco atractiva.

Se había equivocado, por supuesto.

Ese hombre parecía esbelto, elegante y perfecto.

Ese hombre parecía la personificación del ideal romántico de cualquier mujer. El adonis que todas soñaban, sobre todo el día de San Valentín, que cayera rendido a sus pies y se las llevara en su blanco corcel hacia un idílico futuro en su castillo situado en las nubes, unas nubes algodonosas y blancas, no los grises nubarrones ingleses.

No obstante, Vanessa se sentía muy molesta con él. Si tanto los despreciaba a ellos y al entretenimiento que le ofrecían, al menos podría tener la decencia de ser tan feo como una gárgola.

Oyó el eco del suspiro que recorrió el salón de reuniones como una suave brisa y esperó de todo corazón que de sus labios no hubiera salido ninguno.

– ¿Quién de los dos crees que es el vizconde de Lyngate? -le susurró Louisa al oído derecho, cosa necesaria ya que el silencio se había apoderado de la estancia.

– El guapo, sin duda alguna -contestó-. Te apuesto lo que quieras.

– ¡Ah! -dijo Louisa, decepcionada-. Yo también creo que es él. Es increíblemente apuesto aunque no sea rubio, pero no parece muy dispuesto a dejarse hechizar por mis encantos, ¿no crees?

No, desde luego que no iba a hacerlo. Ni por los encantos de Louisa ni por los encantos de ningún habitante de ese recóndito y humilde paraje. Su porte delataba a un hombre convencido de su propia importancia. Seguramente estuviera hechizado por sus propios encantos.

«¿Qué diantres hace en Throckbridge? ¿Se habrá equivocado en algún cruce?», se preguntó.

Los caballeros no se quedaron en el vano de la puerta mucho tiempo. Sir Humphrey los invitó a pasar mientras sonreía enormemente satisfecho, como si fuera el responsable de que hubieran aparecido en el pueblo ese día en concreto. Se los presentó a casi todos los asistentes, empezando por la señora Hardy, que estaba sentada al piano, y siguiendo por Jamie Latimer, que era el flautista, y por el señor Rigg, el violinista. Poco después los caballeros saludaban a Margaret y a Katherine. Y acto seguido hacían lo propio con Stephen y Melinda, y con Henrietta Dew, su cuñada, y con el grupo de jóvenes que se arremolinaba a su alrededor.