– No creo que nadie vaya a hablar de nuevo, a no ser que lo haga en susurros -murmuró ella.
Se percató de que el caballero más bajo intercambiaba unas palabras con todo el mundo. Y de que sonreía y se interesaba por sus interlocutores. El otro caballero, sin duda alguna el vizconde de Lyngate, permaneció en silencio y se dedicó a intimidar a todo aquel a quien se acercaba. Vanessa sospechaba que lo hacía de forma premeditada. Lo vio enarcar las cejas cuando le presentaron a Stephen y se percató de que lo observaba con una arrogancia muy aristocrática.
Por supuesto, Melinda soltó una risilla tonta.
– ¿Por qué ha venido? -Susurró Louisa-. Me refiero al pueblo. ¿Te lo ha dicho sir Humphrey?
– Le dijeron que estaban aquí por un asunto de negocios -contestó-. Supongo que no añadieron ningún detalle porque de otro modo mi suegro nos lo habría contado absolutamente todo.
– ¿Un asunto de negocios? -Louisa parecía desconcertada y sorprendida a la vez-. ¿¡En Throckbridge!? ¿Qué asunto puede ser?
También ella, cómo no, se había estado preguntando eso mismo desde que Katherine les anunciara la llegada de los caballeros esa tarde. ¿Cómo no iba a preguntárselo? ¿Cómo no iba a preguntárselo todo el mundo? ¿Qué asunto de negocios podía tratar nadie en un pueblecito perdido como Throckbridge, por más pintoresco que fuera (sobre todo en verano) y por más cariño que ella le tuviese?
¿Qué asuntos de negocios podía tratar allí un vizconde, nada más y nada menos?
¿Por qué tenía que mirarlos por encima del hombro como si fueran meros gusanos que estuviera aplastando con sus carísimos zapatos de baile?
Ignoraba las respuestas a esas preguntas y tal vez nunca las descubriera. Pero no tenía tiempo para seguir meditando el asunto, al menos en ese momento. Su suegro se acercaba a ellas acompañado por los dos caballeros. Deseó que no lo hiciera, pero se dio cuenta de que era algo inevitable.
Sir Humphrey les sonrió con alegría.
– Y esta es la hija mayor de los Rotherhyde -anunció su suegro antes de añadir, con una lamentable falta de tacto y de sinceridad-: y la beldad de la familia.
Louisa agachó la cabeza, avergonzada, e hizo una profunda reverencia.
– Esta otra dama es la señora de Hedley Dew, mi querida nuera -prosiguió sir Humphrey, sonriéndole-. Estuvo casada con mi hijo hasta su desafortunada muerte hace algo más de un año. Os presento al vizconde de Lyngate y al señor Bowen.
Sus palabras le confirmaron que había identificado bien a los caballeros. Aunque no lo había dudado en ningún momento. Hizo una reverencia.
– Señora -dijo el señor Bowen al tiempo que la saludaba con una ligera reverencia y una sonrisa amable aunque compasiva-, mis más sinceras condolencias.
– Gracias -repuso ella, muy consciente de que el vizconde de Lyngate la estaba observando.
Al final se había puesto el vestido lavanda para aligerar los remordimientos por ir a la fiesta a divertirse, aunque sabía muy bien que Hedley la habría animado a ponerse el verde. No era un lavanda intenso y nunca le había quedado bien. Sabía que era un vestido espantoso que no la favorecía en absoluto.
Se odió en ese momento por preocuparse de su apariencia, por desear haberse puesto el vestido verde.
– He insistido hasta convencerla de que asistiera esta noche al baile -confesó sir Humphrey-. Es demasiado joven y bonita para guardar luto toda la vida, y estoy seguro de que me darán la razón, caballeros. Fue muy buena con mi hijo mientras vivió, y eso es lo único que importa. Y también he insistido para que baile. ¿Te ha solicitado alguien la primera pieza, Nessie?
Su forma de presentarla la horrorizó, y le habría gustado que la tierra se la tragase al escuchar la pregunta. Sabía qué iba a decir su suegro a continuación.
– No, padre -se apresuró a contestar antes de que cayera en la cuenta de que podría haber mentido-. Pero…
– Entonces estoy seguro de que uno de estos caballeros estará encantado de bailarla contigo -la interrumpió su suegro con una sonrisa y frotándose las manos.
Se produjo un breve silencio mientras ella deseaba con todas sus fuerzas poder reunirse con el pobre Hedley en su tumba.
– Señora Dew, ¿me haría el honor de bailar la primera pieza conmigo? -la invitó el vizconde, con una voz melodiosa y grave, una voz tan perfecta como el resto de su persona.
Un vizconde la estaba invitando a bailar. Y el vizconde que tenía delante era el hombre más guapo que había visto en la vida. Y también era un arrogante… y un presuntuoso. Sin embargo su sentido del ridículo la dejaba en ocasiones al borde del desastre. ¿Qué estaría pensando el vizconde? Estuvo a punto de soltar una carcajada, y ni siquiera se atrevió a mirar hacia Margaret. Aunque la vergüenza no tardó en desaparecer. El episodio era demasiado gracioso. Qué pena que la fiesta comenzara de ese modo.
¿Eran imaginaciones suyas o todos los presentes estaban esperando su respuesta?
Tonterías, desde luego.
¡Vaya por Dios! Debería haberse mostrado firme y haberse quedado en casa con un libro y con sus recuerdos.
– Gracias.
Hizo otra reverencia y observó la mano extendida con cierta fascinación. Era una mano elegante y cuidada, como la de una dama. Aunque no tenía nada de femenina.
Porque no había nada femenino en el vizconde. De cerca parecía mucho más alto, más fuerte y más poderoso de lo que le había parecido al verlo en la puerta. Su aroma era muy masculino. Lo rodeaba un aura abrasadora.
Cuando aceptó la mano que le tendía y lo miró a la cara, se percató de otro detalle de su rostro. No tenía los ojos oscuros, tal como había creído a tenor de su color de pelo y de tez, sino de un intenso azul. Y esos ojos la miraban de forma penetrante, aunque sus párpados seguían entornados.
Su mano era cálida y fuerte.
«En fin, no voy a olvidar esta noche en mucho tiempo», se dijo al tiempo que el vizconde la conducía hacia las filas que se estaban formando mientras el señor Rigg afinaba con nerviosismo el violín. Iba a bailar con un apuesto y orgulloso vizconde, y la primera pieza, nada menos. Ojalá pudiera regresar a casa para contarle todo el evento a Hedley.
– ¿Nessie? -le preguntó el vizconde de Lyngate cuando la dejó en la fila de las damas, antes de ocupar su puesto en la de los caballeros. Volvía a tener las cejas enarcadas. Le estaba preguntando por su nombre, no dirigiéndose a ella de forma irrespetuosa.
– Vanessa -le explicó, pero se arrepintió enseguida de haberlo dicho con ese tono de disculpa.
Aunque no escuchó con claridad las palabras del vizconde cuando se colocó frente a ella, creyó entender algo como «¡Gracias a Dios!».
¿Lo habría dicho en serio?
Clavó la mirada en él, pero no repitió sus palabras, fueran las que fuesen.
Nunca le había gustado el diminutivo de su nombre. Nessie Dew sonaba a mujer muy… corriente. Sin embargo, el nombre que su familia y sus amigos usaran para dirigirse a ella no era asunto del vizconde.
Los hombres situados a ambos lados de lord Lyngate parecían impresionados y ligeramente incómodos. Y seguro que las damas que esperaban junto a ella tenían la misma expresión.
Iba a arruinarles la fiesta a todos. Llevaban esperando esa noche con ansia mucho tiempo. Sin embargo, para él no significaba nada. Miraba de un lado a otro sin molestarse en ocultar su aburrimiento.
¡Por Dios! En circunstancias normales no solía juzgar tan duramente, sobre todo a los desconocidos… aunque tampoco podía decir que se encontrara con muchos. ¿Por qué sus pensamientos hacia el vizconde de Lyngate eran tan… en fin, tan crueles? ¿Tal vez porque se sentía avergonzada por haber estado a punto de enamorarse a primera vista?
Eso sí que habría sido una ridiculez: la manida historia de la Bella y la Bestia, con los papeles invertidos, claro estaba.
De repente, recordó que había cedido de buena gana a la insistencia de su familia política y de sus hermanas para que asistiera a la fiesta. Y también recordó que además de haber cedido, había deseado en lo más hondo que alguien le pidiera un baile.
Bueno, alguien se lo había pedido, aunque se podía decir que lo habían obligado. Y ese alguien no podía ser ni más guapo ni más distinguido. Podría decirse incluso que sus sueños más descabellados se habían convertido en realidad.
Debería disfrutar del momento a pesar de todo.
De pronto, fue consciente de la familia, de los amigos y de los vecinos que los rodeaban, todos vestidos de punta en blanco y con ganas de divertirse. Fue consciente del fuego que crepitaba en las dos chimeneas y de las velas cuyas llamas oscilaban por culpa de la corriente de aire que entraba por la puerta. Fue consciente del olor a perfume y a comida…
Y fue consciente del caballero que tenía delante y que esperaba a que diera comienzo la música. Y que la miraba con los párpados entornados.
No iba a consentir que la creyera impresionada por su presencia. No iba a permitir que le robara el habla y la razón.
Cuando se oyeron los primeros acordes, Vanessa esbozó una sonrisa radiante y se preparó para mantener una conversación siempre y cuando las figuras de la pieza se lo permitieran.
Pero sobre todo se dejó llevar por la alegría de volver a bailar.
La señora Vanessa Dew (¡Nessie, por el amor de Dios!) no se encontraba ni mucho menos en el grupo de damas entre las que le habría gustado elegir como pareja de baile, se dijo Elliott cuando comenzó la música y la fila de caballeros hizo una reverencia que las damas correspondieron.
Era la nuera de sir Humphrey. Eso ya era bastante malo de por sí. También era una mujer normal y corriente, de estatura media, demasiado delgada y con muy poco pecho (todo lo contrario a lo que él le gustaba), con el pelo de un castaño corriente y unas facciones en absoluto destacables. Sus ojos eran de un tono gris apagado. Y el lavanda no le sentaba nada bien. Aunque le hubiera sentado bien, el vestido era horroroso. Tampoco era una jovencita recién salida del aula.
Era todo lo contrario a Anna, y también todo lo contrario a las damas con las que solía bailar en las fiestas de la alta sociedad.
Sin embargo, estaba bailando con ella. Estaba seguro de que George la habría invitado de no haber hablado él, pero también era evidente que sir Dew pretendía que fuera él quien lo hiciera. Y por eso había acabado actuando como un mono de feria, después de todo.
Una actitud que no lo alentaba a disfrutar de la fiesta.
Y justo en ese momento, cuando comenzaba la música, la señora Dew le regaló una sonrisa deslumbrante y se vio obligado a admitir que quizá no era tan normal y corriente como había creído. No se trataba de una sonrisa coqueta, comprobó con alivio cuando ella apartó la mirada y le sonrió de la misma manera a todos los presentes, como si se lo estuviera pasando en grande. Se podía decir que la dama resplandecía.
No comprendía cómo alguien podía ser capaz de disfrutar mínimamente con un evento rural tan insulso, pero tal vez ella no tenía con qué compararlo.
El salón de reuniones era pequeño y estaba atestado. No había adornos en las paredes ni en los techos, salvo un espantoso y enorme cuadro emplazado sobre la chimenea en el que un Cupido obeso disparaba sus flechas a diestro y siniestro. El lugar olía a moho, como si esas estancias estuvieran cerradas casi todo el año, cosa muy probable. La música estaba interpretada con entusiasmo, pero era de pésima calidad (el violín estaba medio desafinado y la pianista tendía a acelerar las notas como si estuviera deseando acabar con la pieza antes de cometer un error). Varias de las velas corrían el peligro de apagarse cada vez que se abría la puerta y las azotaba la corriente de aire. Todo el mundo hablaba a la vez, casi a gritos. Y daba la sensación de que todos eran muy conscientes de su presencia, aunque intentaban disimular.
Al menos la señora Dew bailaba bien. Se movía con elegancia y tenía buen sentido del ritmo.
Se preguntó de pasada si su marido había sido el primogénito. ¿Cómo lo había atraído? ¿Tendría dinero su padre? ¿Se había casado con él con la esperanza de convertirse en lady Dew llegado el momento?
Vio que George estaba bailando con la dama que acompañaba a la señora Dew, la hija mayor de una familia de cuyo apellido no se acordaba. Si era la belleza de la familia, que Dios ayudara a los demás.
La más joven de las hermanas Huxtable, la señorita Katherine Huxtable, también estaba bailando. La mayor no; estaba con lady Dew, observando a los bailarines. No le habían presentado a la tercera hermana, así que supuso que se había quedado en casa.
La mayor de las Huxtable era muy atractiva, pero no era una jovencita ni mucho menos, un detalle lógico siendo la mayor de una familia de huérfanos. Seguramente llevara al cuidado de sus hermanos varios años. Sentía cierta pena por ella. La señorita Katherine Huxtable parecía muchísimo más joven y más alegre. Poseía una belleza arrebatadora a pesar del desgastado vestido que alguien había intentado alegrar con una cinta nueva.
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