Las tres rieron entre dientes.
– Nessie, te estás menospreciando -dijo Margaret-. No vi que se mantuviera distante contigo. Estuvisteis hablando mientras bailabais.
– Porque yo lo obligué -le aseguró-. Me dijo que era increíblemente guapa.
– ¡Nessie! -exclamó Katherine.
– Y después afirmó lo mismo del resto de las damas presentes, sin excepción -añadió Vanessa-. Lo cual desmintió de forma efectiva su halago, ¿no os parece?
– ¿Por eso te pusiste a reír a carcajadas? -Le preguntó Margaret a su vez-. Les arrancaste una sonrisa a todos y estoy segura de que les habría encantado pegar la oreja. ¿Lo obligaste a decir esas bobadas? ¿Cómo lo conseguiste? Siempre has tenido el don de hacer reír a la gente. Hasta Hedley reía contigo cuando estaba… muy enfermo.
Vanessa había hecho acopio de sus reservas de energía y las había utilizado durante las últimas semanas de vida de su esposo para hacerlo reír, para mantenerlo en todo momento con una sonrisa en los labios. Después se derrumbó. Se pasó postrada en la cama las dos semanas posteriores al funeral.
– ¡Bueno! -Exclamó mientras parpadeaba para librarse de las lágrimas-. Fue el vizconde de Lyngate quien me hizo reír, no al contrario.
– ¿Te explicó por qué ha venido a Throckbridge? -le preguntó Katherine.
– No -respondió-. Pero me dijo algo muy curioso. Me preguntó por la tercera de las Huxtable, porque ya le habían presentado a dos. ¿Mi suegro me mencionó mientras realizaba las presentaciones?
– No, que yo recuerde -contestó Margaret, que había alzado la vista de la funda de almohada que estaba zurciendo.
– No lo hizo -le aseguró Katherine con seguridad-. Tal vez le dijera algo mientras se alejaba de nosotras, o cuando le presentó a Stephen. ¿Qué le respondiste?
– Le dije que la tercera Huxtable era yo -contestó-. Y él comentó que no le habían informado de que una de nosotras había estado casada. Después cambió el tema de conversación y me preguntó por Hedley.
– Muy curioso, sí -convino Katherine.
– Me pregunto qué está haciendo el vizconde de Lyngate en Throckbridge -dijo Vanessa-. Creo que no está de paso. Le dijo a mi suegro que había venido por negocios. ¿Cómo sabía que había tres hermanas Huxtable? ¿Y por qué debería serle de interés ese detalle?
– Supongo que por simple curiosidad -aventuró Margaret-. ¿Qué es lo que hace Stephen para rasgar las costuras de todas las fundas de almohada que le pongo? -Cogió otra y comenzó a zurcirla con la aguja y el hilo.
– Tal vez no se deba solo a la curiosidad -objetó Katherine, y se puso en pie de un brinco con los ojos clavados en la ventana-. Vienen hacia aquí. ¡Los dos! -Exclamó de tal forma que su voz sonó como una especie de graznido.
Margaret se apresuró a soltar la costura mientras que Vanessa volvía la cabeza hacia la ventana para comprobar que, efectivamente, el vizconde de Lyngate y el señor Bowen estaban atravesando la verja del jardín y que continuaban caminando hacia la puerta principal. La visita de su suegro debía de haber sido la mar de breve, cosa muy inusual.
– ¡Caray! -Oyeron que gritaba Stephen mientras bajaba en tromba la escalera, encantado de contar con una excusa que lo alejara un rato de sus estudios-. ¿Meg? Tenemos visita. Ah, ¿estás aquí, Nessie? Me parece que anoche hechizaste al vizconde con tus encantos y viene a proponerte matrimonio. Lo someteré a un exhaustivo interrogatorio para asegurarme de que es capaz de mantenerte antes de darle mi consentimiento. -Sonrió y le guiñó un ojo.
– ¡Por Dios! -Exclamó Katherine al oír que llamaban a la puerta-. ¿Qué se le dice a un vizconde?
Los dos caballeros habían ido a Throckbridge por un asunto relacionado con ellos, comprendió Vanessa de repente. Ellos eran el «negocio» al que se refería el vizconde. Sabía de ellos antes de llegar al pueblo, aunque no le habían dicho que una de las hermanas había estado casada. ¡Qué misterio más raro y más emocionante!, pensó. Estaba muy contenta de haber decidido visitar a sus hermanos.
Esperaron a que la señora Thrush abriera la puerta. Y después esperaron a que se abriera la puerta de la salita, formando un silencioso cuadro lleno de dramatismo que parecía sacado de una obra teatral. Al cabo de un momento, que más bien pareció una eternidad, la puerta se abrió y se anunció la llegada de los dos caballeros.
El vizconde entró en primer lugar.
Esa mañana no había hecho la menor concesión al entorno rural en el que se encontraba, reparó Vanessa al punto. Llevaba un abrigado gabán hasta la rodilla, cuya esclavina debía de tener al menos siete u ocho capas, un sombrero de copa que ya se había quitado, unos guantes de cuero de color beis que estaba quitándose en ese preciso momento y unas botas negras de montar que debían de haberle costado una fortuna. Parecía más alto, más imponente, más serio (y diez veces más guapo) que la noche anterior mientras paseaba la mirada por la salita antes de clavarla en Margaret. Tenía el ceño fruncido, como si la visita no fuera de su agrado. Esa mañana no parecía muy dispuesto a bromear ni tampoco a coquetear.
¿Por qué había ido a casa de sus hermanos? ¿¡Por qué!?
– Señorita Huxtable -le dijo a Margaret, y después procedió a saludar a los demás-. Señora Dew. Señorita Katherine. Señor Huxtable.
El señor Bowen los saludó con una inclinación de cabeza y una alegre sonrisa mientras decía:
– Señoras, caballero…
Vanessa se dijo con total convencimiento, tal como hiciera la noche anterior, que no iba a dejarse impresionar por un gabán elegante, por unas botas carísimas ni por un título nobiliario. Ni tampoco por esa cara de tez morena, rasgos cincelados y ceño fruncido.
¡Por el amor de Dios!, exclamó para sus adentros. Ni que su suegro fuera un don nadie… ¡Era un baronet!
Aunque en el fondo se sentía muy impresionada. El vizconde de Lyngate parecía estar muy fuera de lugar en la humilde, que no destartalada, salita de Margaret. Su presencia la empequeñecía. Parecía haber aspirado la mitad del aire de la estancia.
– Milord, señor Bowen… -correspondió Margaret, que mantuvo la compostura de forma admirable mientras los invitaba a ocupar los dos sillones emplazados frente a la chimenea-. ¿Les apetece sentarse? Señora Thrush, por favor, prepare un poco de té.
Todos se sentaron mientras la señora Thrush, visiblemente aliviada al ver que podía marcharse, desaparecía en dirección a la cocina.
El señor Bowen halagó el toque pintoresco de la casa y añadió que estaba seguro de que el jardín sería un cuadro de color y belleza en verano. También elogió a todo el pueblo en general por el éxito del baile, que según les aseguró lo había ayudado a pasar una noche muy agradable.
El vizconde de Lyngate volvió a hablar después de que la señora Thrush regresara con la bandeja y sirviera el té.
– Soy el portador de ciertas noticias que les conciernen a todos -anunció-. Me entristece tener que informarles del reciente fallecimiento del conde de Merton.
Todos lo miraron un momento.
– Unas noticias muy tristes, desde luego -asintió Margaret, poniendo fin al silencio-. Le agradezco muchísimo que nos lo haya comunicado en persona, milord. Creo que estamos emparentados con la familia del conde, pero no mantenemos relación alguna con sus miembros. Nuestro padre no se sentía cómodo hablando de esa rama de la familia. Tal vez Nessie conozca mejor el parentesco exacto que nos une. -Miró a la aludida con expresión interrogante.
Vanessa había pasado mucho tiempo con sus abuelos paternos durante la infancia y siempre escuchaba embelesada las interminables anécdotas de su juventud. A Margaret nunca le habían interesado esas historias.
– Nuestro abuelo era el benjamín del conde de Merton -dijo-. Cortó toda relación con la familia después de que le prohibieran continuar con su disipado estilo de vida, lo que incluía a la novia que había elegido, nuestra abuela. No volvió a verlos jamás. Solía decirme que papá era primo hermano del conde. ¿Es él quien ha muerto, milord? En ese caso, seremos primos segundos de su hijo.
– ¡Caray! -Exclamó Stephen-. Pero si somos familia cercana y yo ni siquiera sabía de ese parentesco. Desde luego que le agradecemos que haya venido a comunicarnos las noticias, milord. ¿Le ha pedido el nuevo conde que nos busque? ¿Está interesado en promover una reconciliación? -preguntó, mucho más animado.
– No sé si estoy dispuesta a reconciliarme con ellos después de que le dieran la espalda al abuelo por casarse con la abuela -terció Katherine con vehemencia-. De haberlos obedecido, nosotros no existiríamos.
– De todas formas, escribiré una nota dándoles el pésame al nuevo conde y a su familia -dijo Margaret-. Es lo correcto. ¿No crees, Nessie? Si fuera tan amable de entregársela al conde en persona, milord…
– El difunto conde era un muchacho de dieciséis años -la interrumpió el vizconde-. Su padre murió hace tres. Asumí el papel de su tutor y de albacea de sus bienes desde que mi padre murió el año pasado. Por desgracia, nunca gozó de buena salud y no esperábamos que llegara a cumplir la mayoría de edad.
– ¡Oh, pobrecillo! -murmuró Vanessa.
Los penetrantes e inquietantes ojos azules del vizconde se clavaron en ella un instante, logrando que retrocediera hasta pegar la espalda en la silla.
– El conde, como es lógico, no tenía hijos -prosiguió él, desviando la mirada hacia Stephen-. Ni tampoco hermanos que puedan sucederle. Ni tíos. La búsqueda de un heredero nos ha hecho investigar otras ramas de la familia, y nos ha llevado hasta su tío abuelo. Y me refiero al abuelo de todos ustedes. Y a sus descendientes, por supuesto.
– ¡Caray! -exclamó Stephen mientras Vanessa se dejaba caer por completo contra el respaldo y Katherine se llevaba las manos a las mejillas.
El abuelo solo tuvo un descendiente. Su padre.
– Lo que nos ha llevado hasta usted, por supuesto -señaló el vizconde de Lyngate-. He venido a informarle, señor Huxtable de que es usted el nuevo conde de Merton y el nuevo dueño de Warren Hall, en Hampshire, así como de otras propiedades igual de prósperas. Lo felicito.
Stephen se limitó a mirarlo en silencio. Su rostro había perdido el color.
– ¿Conde? -Murmuró Katherine-. ¿¡Stephen!?
Vanessa se aferró a los apoyabrazos del sillón.
Margaret parecía una estatua de mármol.
– Felicidades, muchacho -dijo el señor Bowen, que procedió a ofrecerle la mano en un despliegue de buen humor.
Stephen se levantó para estrechársela.
– Es una lástima que su educación no lo haya preparado para la vida que debe asumir, Merton -señaló el vizconde de Lyngate-. El título conlleva mucho trabajo y un gran número de responsabilidades y deberes, además del rango y de la fortuna, claro está. Necesitará prepararse a fondo y recibir una educación adecuada; yo me encargaré de que así sea con mucho gusto. Tendrá que mudarse a Warren Hall sin demora. Ya estamos en febrero. Lo ideal sería que estuviera preparado para presentarse en Londres después de Pascua. La alta sociedad se reúne en esas fechas para celebrar la temporada social que coincide con las sesiones parlamentarias. Esperarán conocerlo, pese a su juventud. ¿Estará listo para marcharse mañana por la mañana?
– ¿Mañana por la mañana? -Repitió Stephen, que soltó la mano del señor Bowen para mirar atónito al vizconde-. ¿Tan pronto? Pero es que…
– ¿Mañana por la mañana, milord? -preguntó Margaret con más firmeza.
Vanessa reconoció el tono acerado de su voz.
– ¿¡Solo!?
– Es necesario, señorita Huxtable -adujo el vizconde de Lyngate-. Ya hemos malgastado varios meses mientras intentábamos dar con el paradero del nuevo conde de Merton. En Pascua…
– Stephen tiene diecisiete años -señaló Margaret-. Es imposible que se vaya solo con usted. Y además… ¿mañana? Ni hablar. Tendremos que preparar un sinfín de cosas. La alta sociedad puede esperar para conocerlo.
– Señorita, soy consciente de que… -replicó el vizconde.
– ¡Creo que no es usted consciente de lo más importante! -Lo interrumpió Margaret mientras Vanessa y Katherine miraban a uno y a la otra con fascinación, y Stephen volvía a sentarse en la silla como si estuviera al borde del desmayo-. Mi hermano nunca se ha alejado tanto de su casa y ¿espera que se marche solo con usted, un perfecto desconocido, mañana por la mañana, para vivir en una casa nueva, entre gente nueva, y para asumir una nueva vida que lo ha pillado totalmente desprevenido y para la cual no ha recibido educación?
– Meg… -protestó Stephen, cuyas mejillas se habían sonrojado de repente.
– Cuando mi padre estaba en su lecho de muerte hace ya ocho años -prosiguió Margaret, que había levantado una mano para acallar a su hermano sin dejar de mirar al vizconde-, le hice la solemne promesa de que criaría a mis hermanos hasta que fueran mayores, de que los cuidaría hasta que se valieran por sí mismos. Esa promesa es sagrada para mí. Stephen no se irá mañana a ningún sitio, ni pasado mañana, ni el otro. Al menos, no se irá solo.
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