El observó los papeles con disgusto.

– Ya le dije qué es lo que estoy buscando.

– Lo sé. Soldier Field, chistes de pedos, etcétera. Pero me hace falta algo más que eso. Por ejemplo, ¿qué grupo de edad tiene en mente? Y por favor, no me diga que de diecinueve, rubias y pechugonas.

– Eso ya lo ha probado, ¿verdad, jefe? -intervino Bodie desde el asiento delantero-. Durante los últimos diez años.

Heath le ignoró.

– He superado mi interés por las chicas de diecinueve. Digamos entre veintidós y treinta. No más. Quiero tener hijos, pero dentro de un tiempo.

Esto hizo que Annabelle, con treinta y un años, se sintiera una anciana.

– ¿Y si está divorciada y ya tiene hijos?

– No he pensado en ello.

– ¿Tendría alguna preferencia religiosa?

– Nada de chifladas. Aparte de eso, estoy abierto a todo.

Annabelle tomó nota.

– ¿Saldría con una mujer sin titulación universitaria?

– Desde luego. Lo que no quiero es una mujer sin personalidad.

– Si hubiera de describir su tipo físico en tres palabras, ¿qué palabras elegiría?

– Delgada, en forma y caliente -dijo Bodie desde el asiento delantero-. No le van las carnes abundantes.

Annabelle hundió aún más sus propias carnes en el asiento.

Heath deslizó el pulgar sobre la correa metálica de su reloj, un TAG Heuer, según observó ella, similar al que se había comprado su hermano Adam cuando le nombraron cirujano jefe del San Luis.

– Gwen Phelps no figura en el listín telefónico -dijo Heath.

– Ya lo sé. ¿Qué cosas no soporta?

– Pienso encontrarla.

– ¿Para qué molestarse? -se apresuró a decir Annabelle, tal vez demasiado-. A ella no le interesa.

– No creerá en serio que me desanimo tan fácilmente, ¿no?

Ella se concentró en apretar el botón de su bolígrafo y repasar el cuestionario.

– ¿Lo que no soporta?

– Bichos raros. Las risitas. Demasiado perfume. Hinchas de los Cubs.

Annabelle irguió la cabeza bruscamente.

– Me encantan los Cubbies -dijo.

– Sorpresa, sorpresa.

Decidió pasar aquello por alto.

– Nunca has salido con una pelirroja -terció Bodie.

Heath fijó la vista en la parte de atrás del cuello de Bodie, donde un tatuaje de guerrero maorí se curvaba hasta desaparecer bajo el cuello de su camisa.

– Tal vez debiera dejar que mi fiel ayudante responda al resto de sus preguntas, ya que parece tener todas las respuestas.

– Le ahorro tiempo a ella -replicó Bodie-. Le llega a traer una pelirroja y la habría hecho sufrir. Busque a mujeres con clase, Annabelle. Eso es lo más importante. Que sean del tipo que estudiaron en internados y hablan francés. Tienen que ser auténticas, porque él detecta a las impostoras a un kilómetro. Y le gustan atléticas.

– Seguro que sí -dijo ella secamente-. Atléticas, hogareñas, despampanantes, bien relacionadas socialmente y patológicamente sumisas. La encontraré en un santiamén.

– Se le ha olvidado calientes. -Heath sonreía-. Y el pensamiento derrotista es de perdedores. Si quiere triunfar en la vida, Annabelle, necesita una actitud positiva. Quiera lo que quiera el cliente, usted se lo consigue. Es la primera regla de un negocio de éxito.

– Claro. ¿Qué tal mujeres con una carrera profesional?

– No sé si eso funcionaría.

– La clase de pareja potencial que usted describe no va a estar sentada por ahí esperando a que se presente su príncipe azul. Estará dirigiendo una compañía importante. Cuando no tenga bolos posando para el catálogo de Victoria's Secret.

El enarcó una ceja.

– Actitud, Annabelle, actitud.

– Vale.

– Una mujer de carrera no puede volar conmigo a la otra punta del país con dos horas de preaviso para agasajar a la mujer de un cliente-dijo él.

– Dos en las bases, ninguno fuera. -Bodie subió el volumen.

Mientras los hombres escuchaban el partido, Annabelle contempló sus notas con el alma en los pies. ¿Cómo iba a encontrar una mujer que encajase con aquellos criterios? No podía. Pero por otra parte, tampoco podía Portía Powers, porque una mujer así no existía.

¿Y si Annabelle siguiera otro camino? ¿Y si encontrara a la mujer que Heath Champion necesitaba en realidad, en vez de a la que él creía necesitar? Garabateó en los márgenes del cuestionario. ¿Qué le ponía a este hombre, aparte del dinero y la conquista? ¿Quién era el verdadero hombre que se escondía tras sus muchos móviles? En la superficie era todo refinamiento, pero sabía por Molly que había nacido con un padre maltratador. Al parecer, había empezado a hurgar en la basura de los vecinos buscando cosas que vender antes de aprender a leer, y desde entonces no había dejado de trabajar.

– Cómo se llama en realidad? -preguntó Annabelle, mientras dejaban la circunvalación de peaje East West por York Road.

– ¿Qué le hace pensar que Heath Champion no es mi verdadero nombre?

– Demasiado apropiado.

– Campione. Champion, en italiano.

Ella asintió con la cabeza, pero algo en su forma de evitar mirarla le dijo que se callaba algo al respecto.

Continuaron en dirección norte hacia el próspero suburbio de Elmhurst. Heath consultó su agenda electrónica BlackBerry.

– Estaré en el Sienna's mañana por la tarde, a las seis. Traiga a su próxima candidata.

Ella convirtió su garabato en una señal de stop.

– ¿Por qué ahora?

– Porque acabo de reorganizar mi agenda.

– No, quiero decir que por qué ha decidido ahora que quiere casarse.

– Porque ya es hora.

Antes de que pudiera preguntar qué significaba eso, él estaba de nuevo al teléfono.

– Ya sé que estáis rozando vuestro tope, Ron, pero también sé que no queréis perder un gran running back. Dile a Phoebe que va a tener que hacer algunos ajustes.

… Igual que Annabelle, según parecía.


***

Bodie la envió de vuelta a la ciudad en un taxi pagado por Heath. Después de recoger a Sherman y conducir hasta su casa, se habían hecho más de las cinco. Entró por la puerta de atrás y dejó caer sus cosas sobre la mesa de la cocina, una de pino de alas abatibles que había comprado Nana en los ochenta, cuando le dio fuerte por la decoración rustica. Los electrodomésticos eran todos clásicos, pero cumplían su papel, igual que las sillas rústicas con sus cojines de cretona. Aunque llevaba tres meses viviendo en la casa, Annabelle seguía pensando en ella como la casa de Nana, y no había hecho mucho más por poner al día la zona de comer que tirar a la basura la polvorienta guirnalda de parras junto con la cortina de arándanos con volantes de la ventana de la cocina.

Algunos de los recuerdos más felices de su infancia habían transcurrido en esa cocina, sobre todo durante los veranos en que iba allí de visita una semana entera. Nana y ella solían sentarse a esa misma mesa a hablar de lo humano y de lo divino. Su abuela no se había reído jamás de sus sueños e ilusiones, ni siquiera cuando Annabelle cumplió los dieciocho y anunció que tenía el propósito de estudiar teatro y convertirse en una actriz famosa. Nana operaba sólo con posibilidades. Pero no se le ocurrió señalar que Annabelle no poseía ni la belleza ni el talento para triunfar en Broadway.

Sonó el timbre, y ella acudió a abrir la puerta. Hacía años que Nana había convertido el salón y el comedor en la recepción y la oficina de Bodas Myrna. Al igual que su abuela, Annabelle vivía en el piso de arriba. Desde la muerte de Nana, Annabelle había repintado y modernizado la zona de oficina del comedor con un ordenador y una distribución más eficiente de las mesas.

La vieja puerta principal tenía un óvalo central de cristal esmerilado, pero el borde biselado le permitió distinguir la figura distorsionada del señor Bronicki. Hubiera querido fingir que no estaba en casa, pero él vivía al otro lado de la calle, de forma que la habría visto entrar a Sherman. Aunque Wicker Park había perdido a muchos de los más viejos en pro de su aburguesamiento, todavía había quienes resistían y seguían viviendo en las mismas casas donde criaron a sus familias. Otros se mudaron a una residencia para ancianos cercana, y otros más vivían en las calles, más baratas, de la periferia. Todos y cada uno de ellos habían conocido a su abuela.

– Hola, señor Bronicki.

– Annabelle. -Era de constitución enjuta y fibrosa, y tenía unas cejas grises como los pelos de una oruga, con una inclinación mefistofélica. El pelo que le faltaba en la cabeza brotaba en abundancia de sus orejas, pero le gustaba ir muy peripuesto y llevaba camisas deportivas de manga larga y zapatos de cordones embetunados hasta en los días más calurosos.

Le lanzó una mirada furiosa desde debajo de sus satánicas cejas.

– Se suponía que tenías que llamarme. Te he dejado tres mensajes.

– Era lo próximo que iba a hacer -mintió-. He estado fuera todo el día.

– Bien que lo sé. Correteando por ahí como una gallina sin cabeza. Myrna tenía por costumbre quedarse en casa para que la gente pudiera dar con ella. -Tenía el acento de alguien de Chicago He toda la vida y la agresividad de un hombre que se ha pasado la vida conduciendo un camión para la compañía del gas. Entró en la casa como una tromba, casi apartándola-. ¿Qué vas a hacer respecto a mi situación?

– Señor Bronicki, su acuerdo era con mi abuela.

– Mi acuerdo era con Bodas Myrna. «Los mayores son mi especialidad», ¿o ya has olvidado el lema de tu abuelita?

¿Cómo iba a olvidarlo, si estaba escrito en todas y cada una de las docenas de tacos de notas amarillos que Nana había desperdigado por la casa?

– Ese negocio ya no existe.

– Chorradas. -Hizo un gesto de impaciencia abarcando la zona de recepción, en la que Annabelle había reemplazado los gansos de madera, los centros de flores de seda y las mesitas de lechera de Nana por unas cuantas piezas de cerámica mediterránea. Como no podía permitirse cambiar las butacas y sofás de volantes, les había añadido cojines con un estampado provenzal muy alegre en rojo, azul cobalto y amarillo, que se complementaba con la pintura nueva, fresca aún, color ranúnculo.

– No cambia nada porque hayas añadido unos pocos cachivaches -dijo él-. Esto sigue siendo una agencia matrimonial, y tu abuelita y yo teníamos firmado un contrato. Con garantía.

– Firmó usted ese contrato en 1989 -observó ella, y no era la primera vez.

– Le pagué doscientos dólares. En efectivo.

– Teniendo en cuenta que la señora Bronicki y usted estuvieron casados casi quince años, yo diría que ya ha amortizado su inversión.

Él blandió un papel sobado que sacó del bolsillo de sus pantalones y lo agitó ante ella.

– «Si no queda satisfecho le devolveremos su dinero.» Eso dice el contrato. Y no estoy satisfecho. Se me volvió loca.

– Sé que lo pasó usted mal con aquello, y lamento el fallecimiento de la señora Bronicki.

– Lamentándolo no me soluciona nada. No estaba satisfecho ni cuando ella vivía.

Annabelle no podía creer que estuviera allí discutiendo con un hombre de ochenta años sobre un contrato de doscientos dólares que se firmó siendo Reagan presidente.

– Se casó con la señora Bronicki por su propia voluntad -dijo, con toda la paciencia de que fue capaz.

– Las niñatas como tú no sabéis dejar al cliente satisfecho.

– Eso no es cierto, señor Bronicki.

– Mi sobrino es abogado. Podría demandarte.

Ella empezó a decirle que adelante, que lo intentara, pero estaba lo bastante chiflado como para hacerlo.

– ¿Qué le parece esto, señor Bronicki? Le prometo que mantendré los ojos abiertos.

– La quiero rubia.

Ella se mordió el interior del carrillo.

– Comprendido.

– Y no demasiado joven. Nada de veinteañeras. Tengo una nieta de veintidós. Estaría mal visto.

– ¿Está pensando usted en…?

– Treinta sería lo suyo. Con un poco de carne en los huesos.

– ¿Alguna otra cosa?

– Católica.

– Por supuesto.

– Y amable. -Una expresión nostálgica suavizó la inclinación de aquellas cejas feroces-. Que sea amable.

Ella sonrió, haciendo de tripas corazón.

– Veré qué puedo hacer.

Cuando por fin consiguió cerrar la puerta tras él, recordó que había una buena razón para haberse ganado una reputación como la inútil de la familia: llevaba la palabra «prima» escrita en toda la frente.

Y sin duda, demasiados clientes que vivían de la Seguridad Social.

5

Bodie reajustó la velocidad de la cinta continua, aflojando la marcha.

– Cuéntame más de Portia Powers.

Un hilillo de sudor se deslizó hasta empapar el cuello ya mojado de la descolorida camiseta de los Dolphins de Heath mientras volvía a colocar la barra de pesas que había estado levantando en su soporte.