No supo qué la irritaba más, si la descarga de electricidad sexual o caer en la cuenta de que él esperaba de ella que se quedara, pero la presión sobre su muslo no remitía. Melanie jugueteaba con su bolso y daba otra vez la impresión de hallarse incómoda. Esto no era culpa suya, y Annabelle decidió relajarse.

– Melanie tiene una historia de lo más interesante. -Con toda deportividad, subrayó sus obras de caridad con la Liga Juvenil y su formación en moda. Aunque mencionó a su hijo, no dijo nada sobre el siniestro ex. Apenas había terminado, no obstante, cuando sonó el móvil de Heath. Él le echó una ojeada, se disculpó con toda la sinceridad del mundo y se excusó.

Annabelle le miró con furia a la espalda.

– Mi empleado más trabajador. Increíblemente responsable.

– Ya lo veo.

Annabelle decidió aprovecharse de los conocimientos sobre moda de Melanie recabando su opinión sobre los vaqueros más indicados para mujeres bajitas con tendencia a echar peso en las caderas. Melanie le contestó muy amablemente: cintura a baja o media altura, pernera cortada por los tobillos. Luego halagó a Annabelle a propósito de su pelo.

– Tiene un color tan poco común… Con muchos reflejos dorados. Mataría por tener un pelo como el suyo.

El pelo de Annabelle siempre había llamado mucho la atención, pero ella se tomaba los halagos que recibía con un punto de escepticismo, pues sospechaba que la gente se quedaba tan pasmada ante aquel marasmo que se sentían obligados a decir algo. Heath regresó, volvió a pedir disculpas y se metió en harina con Melanie. Se inclinaba hacia ella cuando ella hablaba, sonreía siempre que tocaba, hizo buenas preguntas y parecía sinceramente interesado en todo lo que le decía. Finalmente, volvió a poner la mano en el muslo de Annabelle, pero esta vez no la dejó desconcertada por ello. Estaba indicándole que el tiempo de Melanie se había agotado.

Cuando se marchó, él echó un vistazo a su reloj.

– Una mujer fabulosa, pero decepcionante.

– ¿Cómo puede ser fabulosa y decepcionante? Es agradable.

– Muy agradable. Disfruté hablando con ella. Pero no había química entre nosotros, y no quiero casarme con ella.

– La química tarda más de veinte minutos en manifestarse. Es lista y un rato largo más considerada de lo que usted y su móvil se merecen. Además, tiene esa clase especial que dice usted que quiere. Merece otra oportunidad.

– Permítame una sugerencia: apuesto a que su negocio progresaría más si apoyara a sus propias candidatas en vez de a las de las demás.

– Lo sé, pero ella me gusta. -Le miro con ceño-. Aunque no puedo dejar de observar que parecía culparme de arruinar la velada, lo que resulta bastante injusto.

– También le iría mejor si fingiese al menos que me hace la pelota.

– Esto es lo triste: le he estado haciendo la pelota.

Aquella boca de chico de campo esbozó media sonrisa.

– No sabe hacerlo mejor, ¿eh?

– Ya lo sé. Qué deprimente, ¿no?

El tono de él cambió de divertido a escamado.

– ¿A qué se refería Melanie cuando dijo que debería concederme un aumento?

– Ni idea. -Las tripas le rugieron-. ¿No va a considerar la posibilidad de darme de comer?

– No hay tiempo. La próxima llegará dentro de diez minutos. En vez de eso, le pediré otra copa.

– ¿La «próxima»?

El sacó su BlackBerry en un intento descarado de ignorarla, pero no estaba dispuesta en absoluto a tolerárselo.

– Portia Powers puede hacer de niñera de sus propias candidatas. Yo no pienso hacerlo.

– Y, sin embargo, hace sólo seis días estaba usted de rodillas en mi despacho diciendo que haría cualquier cosa por contarme entre sus clientes.

– Era joven y estúpida.

– Ahí está la diferencia entre nosotros… La razón por la que yo llevo un negocio multimillonario y usted no. Yo doy a mis clientes lo que quieren. Usted a los suyos les da disgustos.

– No a todos. Sólo a usted. Bueno, y a veces al señor Bronicki, pero en ese caso no se imagina con lo que tengo que lidiar.

– Déjeme darle un ejemplo de lo que intento decirte.

– Me conformaría con un colín.

– La semana pasada hablaba por teléfono con un cliente que juega con los Bills. Se acaba de comprar su primera casa, y comentó que admiraba mi buen gusto y le agradaría que pudiera ayudarle a elegir algunos muebles. Vamos a ver, yo soy su agente, no su interiorista. Diantre, no tengo ni puta idea de decoración; ni siquiera he amueblado mi propia casa. Pero el tío ha roto con su novia, se siente solo, y al cabo de dos horas yo estaba en un avión camino de Buffalo. No le puse excusas. No le envié a un mandado. Fui personalmente. ¿Y sabe por qué?

– ¿Descubrió su ignorada pasión por el estilo rústico francés?

El arqueó una ceja.

– No. Porque quiero que mis clientes entiendan que siempre estoy por ellos. Cuando firman un contrato conmigo, firman con alguien que se preocupa por todos los aspectos de su vida. Y no sólo cuando las cosas vienen bien, también cuando se ponen feas.

– ¿Y si no le caen bien? -Con la pregunta pretendía lanzarle una pequeña pulla, sugerir que era él quien no le caía bien a ella, pero él se la tomó en serio, lo que ya le venía bien. Tenía que terminar con esta extraña tendencia a ponerle en su sitio. Su futuro dependía de que le hiciera totalmente feliz, no se trataba de sacarle de sus casillas.

– Nunca firmaría con un cliente que no me cayera bien -dijo él.

– ¿Le caen bien todos? ¿Todos y cada uno de esos deportistas egocéntricos y autoindulgentes y escandalosamente bien pagados? No le creo.

– Les quiero como a hermanos -replicó él con una sinceridad sin fisuras.

– Qué mentiroso.

– ¿Eso cree? -Le dirigió una sonrisa inescrutable y a continuación se puso en pie para recibir a la segunda figurante de Portia Powers, que hacía su aparición en aquel momento.


***

– ¿Aún no se lo ha aprendido de memoria?

Portia dio un brinco al oír aquella voz masculina profunda y muy intimidante. Giró sobre sus talones en el trozo de acera ante la ventana del Sienna's y observó al hombre que se había plantado junto a ella. Eran poco más de las diez, y aún había gente caminando por la calle, pero se sintió como si la hubieran arrastrado a un callejón oscuro a medianoche. Era un matón, enorme y amenazador, con la cabeza rapada y los ojos azules y translúcidos de un asesino en serie. Un despliegue escalofriante de tatuajes tribales decoraba los rudos músculos que asomaban bajo las muy ajustadas mangas de su camiseta negra, y su cuello grueso y musculoso era el de un hombre que no se había andado con chiquitas en su vida.

– ¿Nadie le ha explicado que está feo espiar a la gente? -dijo.

Portia llevaba una hora dando vueltas a la manzana, deteniéndose cada vez que pasaba delante del restaurante a fingir que estudiaba el menú. Si miraba por encima, alcanzaba a ver la mesa a la que estaba sentado Heath, junto con Annabelle Granger y las dos mujeres con las que le había concertado citas esa noche. Normalmente, no se le habría pasado por la cabeza estar presente en una cita de presentación -pocos clientes se lo pedían alguna vez-, pero se había enterado de que él quería que Granger estuviera, y eso era algo que Portia no podía tolerar.

– ¿Quién es usted? -dijo, fingiendo una valentía que no sentía.

– Bodie Gray, guardaespaldas del señor Champion. Que estoy seguro que estará muy interesado en saber lo que andaba usted haciendo esta noche.

A ella se le tensaron los músculos de la zona lumbar. Aquello se pasaba de humillante.

– No he hecho nada en absoluto -repuso.

– No es la impresión que yo tengo.

– Por otra parte, no es que sea usted una autoridad en gestión matrimonial, ¿o sí? -Le miró con frialdad, esforzándose al máximo por hacerle apartar la vista-. ¿Qué tal si se ocupa usted de sus asuntos y deja que yo me ocupe de los míos?

Sus ayudantes habrían corrido a buscar refugio, pero él ni siquiera pestañeó.

– Los asuntos de Champion son asunto mío.

– Caramba, caramba… El típico mandado solícito.

– A todo el mundo le vendría bien uno. -La agarró del brazo y la empujó hacia el bordillo.

Ella soltó un bufido de consternación.

– ¿Pero qué hace? -Trató de zafarse, pero él no aflojó.

– Voy a invitarla a una cerveza para que el señor Champion pueda acabar de tratar sus asuntos en privado.

– También son asunto mío, y no estoy…

– Ya lo creo que sí. -La llevó entre dos coches aparcados-. Pero si se porta bien, puede que me convenza para que mantenga la boca cerrada.

Ella dejó de forcejear y observó al señor guardaespaldas por el rabillo del ojo. O sea… que estaba dispuesto a vender a su jefe. No sabía cómo se le había ocurrido a Heath contratar a un matón, pero ya que era el caso, decidió aprovecharse de su ingenuidad, porque no quería que se enterara de esto. Si lo hacía, lo tomaría exactamente como lo que era: una muestra de debilidad.

El bar en que se metieron olía a agrio y estaba lleno de humo. Tenía el suelo de linóleo agrietado y, sobre una repisa polvorienta, un filodendro moribundo descansaba entre un par de trofeos moteados de moscas y una fotografía descolorida de Mel Tormé.

– ¿Qué tal, Bodie, qué te cuentas? -exclamó el camarero.

– No me quejo.

Bodie la condujo hasta un taburete. Por el camino, uno de sus zapatos se quedó pegado a algo que había en el suelo. Mientras lo despegaba, se preguntó cómo era posible que existiera un establecimiento tan cutre tan cerca de los mejores restaurantes de Clark Street.

– Dos cervezas -dijo el señor guardaespaldas mientras ella se encaramaba airosamente al taburete contiguo al suyo.

– Un club soda -terció ella-. Con una rodaja de lima.

– Lima no tengo -dijo el camarero-. Pero hay un bote de cóctel de frutas en el almacén.

Al señor musculitos esto le hizo mucha gracia, y al cabo de unos instantes ella contemplaba el contorno desvaído de los restos de una marca de carmín en el borde de una jarra de cerveza. La apartó a un lado.

– ¿Cómo supo quién era yo?

– Encajaba con la descripción que Champion me había hecho.

No preguntó en qué términos la había descrito Champion. Trataba de no hacer preguntas de cuya respuesta no estuviera segura, y estaba claro que algo se había desbaratado en su relación con Heath desde el momento en que apareció Annabelle Granger.

– No pienso disculparme por hacer mi trabajo -dijo-. Heath me paga un montón de dinero por ayudarle, pero no puedo hacerlo como es debido si me mantiene al margen.

– Así que no pasa nada si le cuento que le espía.

– Lo que usted llama espiar lo llamo yo ganarme mis honorarios -dijo ella prudentemente.

– Dudo que él lo vea así.

Ella también lo dudaba, pero no iba a dejarse intimidar.

– Dígame qué quiere.

Le observó mientras él se lo pensaba. Leer en la cara de la gente constituía una parte importante de su trabajo, pero sus clientes eran ricos y tenían una educación, así que, ¿cómo podía saber lo que se escondía tras aquellos ojos azules de picahielo? Odiaba la incertidumbre.

– ¿Y bien?

– Estoy pensando.

Ella abrió el bolso, extrajo dos billetes de cincuenta dólares y se los puso delante.

– Tal vez esto contribuya a aligerar tan difícil proceso.

Él miró el dinero, se encogió de hombros y desplazó su peso para meterse los billetes en el bolsillo. Tenía las caderas mucho más estrechas que los hombros, se fijó ella, y los muslos rotundos y de huesos largos.

– Bien -dijo-. Podemos olvidar todo lo de esta noche, sin duda.

– No sé. Hay mucho que olvidar… incluso para alguien como yo.

Ella le estudió con más atención, tratando de decidir si le estaba tomando el pelo, pero lo encontró insondable.

– Le diré qué haremos -dijo él-. ¿Qué tal si volvemos a hablar del asunto el próximo fin de semana? Digamos que en una semana a partir del viernes. Y vemos entonces cómo están las cosas.

Aquello no se lo esperaba ella.

– ¿Y qué pasa si no?

– Lo haría este mismo fin de semana, pero voy a estar fuera de la ciudad.

– ¿Qué es lo que quiere?

Él la escrutó abiertamente. Tenía una boca finamente cincelada, casi delicada, lo que daba un aire tanto más siniestro al resto de sus facciones.

– Se lo haré saber cuando lo haya decidido.

– Olvídelo. No voy a permitir que enrede conmigo. -Trató de hacerle apartar la mirada, pero él no le siguió el juego. En vez de ello torció la boca en una sonrisa chulesca de mafioso.

– ¿Está segura? Si es así, siempre puedo hablar esta noche con el señor Champion.

Ella hizo rechinar los dientes.

– Vale. El viernes de la semana que viene. -Se bajó del taburete y abrió el bolso con gesto enérgico-. Aquí tiene mi tarjeta. No intente apretarme las tuercas o lo lamentará.