Ella le miró con aire de suficiencia.
– Tengo dos hermanos que son también adictos rematados al trabajo, de forma que estoy más que familiarizada con los trucos que emplean los hombres de su calaña.
– ¿Soy de una calaña?
– De una calaña evidente.
– Por fin lo entiendo todo… -Apoyó el codo en la mesa, se frotó la comisura de los labios y la escrutó por encima del dorso de su mano-. Pobre, patética Annabelle. Todos esos desaires improcedentes a los que me ha sometido, los comentarios insidiosos… Un simple caso de sentimientos desplazados. La consecuencia de crecer a la sombra de sus formidables hermanos. ¿Fue muy doloroso sentir que pasaban de usted? ¿Todavía le duelen las cicatrices cuando llueve?
Ella soltó un bufido, sorprendentemente sonoro para venir de una mujer tan menuda.
– Rezaba para que pasaran de mi. Ballet, piano, equitación, hasta esgrima, por Dios. ¿A quién se le ocurre obligar a sus hijos a aprender esgrima? Las girl scouts, la orquesta, clases particulares si por casualidad bajaba de notable, incentivos pecuniarios por apuntarse al club que fuera, con pluses si además me presentaba para ocupar algún cargo. Y a pesar de todo me las arreglé para sobrevivir, aunque sigan torturándome.
Acababa de describir la infancia soñada por él. Retazos de recuerdos barrieron su mente. La voz de borracho de su padre… «Deja ese puto libro y ve a comprarme tabaco.» Cucarachas corriendo a esconderse bajo la nevera, cañerías que goteaban agua teñida de óxido sobre el suelo de linóleo. El olor de desinfectante-un buen recuerdo- cuando alguna de las novias del viejo intentaba adecentar la casa, y después el inevitable golpe de aquella puerta metálica alabeada, cuando se iba hecha una furia.
Annabelle arrimó la última vieira al borde del plato y alzó la vista hacia él.
– En serio, creo que le gustará Rachel.
– Me gusta Gwen.
– Eso es porque ella le rechazó. No había mucha química entre los dos.
– Está muy equivocada. Vaya si la había.
– No acabo de entender por qué necesita una esposa precisamente ahora. Tiene usted a Bodie, tiene ayudantes, y puede contratar a una asistenta que se ocupe de esas comidas y fiestas improvisadas. En cuanto a lo de tener críos… Es difícil educarlos con el móvil siempre pegado a la oreja.
Ya iba siendo hora de poner a Campanilla en su sitio. Se recostó en la silla y dejó que sus ojos se posaran en los pechos de Annabelle.
– Se olvida del sexo.
A ella le llevó unos segundos más de la cuenta responder.
– Eso también puede contratarlo.
– Querida -dijo, arrastrando las palabras-, no he tenido necesidad de pagar por el sexo en toda mi vida.
Ella se sonrojó, lo que le llevó a creer que por fin la tenía donde quería… hasta que la vio apuntar orgullosamente al cielo con su naricilla.
– Lo que viene únicamente a demostrar lo desesperadas que llegan a estar algunas.
– ¿Lo dice por experiencia?
– Es lo que opina Raoul. Mi amante. Es muy perspicaz.
Él sonrió, y en aquel momento se le pasó por la cabeza que hacía mucho tiempo que no se lo pasaba tan bien con una mujer. Si Annabelle Granger fuera unos centímetros más alta, un rato largo más sofisticada, algo más organizada, menos mandona y más inclinada a adorarle tendida a sus pies, habría sido la esposa perfecta.
6
Alguien ocupó el asiento al lado del suyo en el compartimento de primera clase, pero él estaba demasiado ensimismado con la hoja de cálculo que había desplegado en su portátil como para prestarle atención. No fue hasta que el auxiliar de vuelo advirtió que se apagaran los dispositivos electrónicos que tomó conciencia de aquel perfume turbio y sutil. Levantó la vista y se topó con un par de inteligentes ojos azules.
– ¿Portia?
– Buenos días, Heath. -Se recostó contra la cabecera-. ¿Cómo demonios se las arregla para soportar estos vuelos de madrugada?
– Se acaba uno acostumbrando.
– Voy a fingir que le creo.
Lucía una especie de vestido envolvente de color lila, como de seda, ajustado y sin mangas, con una rebeca púrpura abotonada a la altura de los hombros y una cadena de plata al cuello con tres diamantes engastados. Era una mujer muy bella, culta y con talento, y le gustaba hacer negocios con ella, pero no la encontraba sexy. Cultivaba una imagen demasiado estudiada, demasiado agresiva. Podría decirse que era una versión femenina de sí mismo.
– ¿Qué la lleva a Tampa? -preguntó, pese a que conocía la respuesta.
– El clima no, desde luego. Hoy se alcanzarán allí los treinta y cuatro grados.
– Ah, ¿sí? -Heath no se preocupaba del tiempo a menos que afectara al resultado de un partido.
Ella le dedicó una sonrisa pensada para encandilar. Le habría funcionado de no ser porque él poseía una sonrisa similar que empleaba con idéntico propósito.
– Después de su llamada de anoche -dijo Portia-, decidí que teníamos que evaluar el punto en el que estamos y considerar qué ajustes deberíamos hacer. Le prometo no ponerle la cabeza como un bombo durante todo el vuelo. Nada resulta más molesto que verse atrapado en un avión con alguien que no para de hablar.
Si una de sus casamenteras debía prepararle una encerrona en un avión, hubiera preferido que fuera Campanilla. A ella habría podido amedrentarla para que le dejara en paz. El aspecto que lucía Portia esa mañana no tenía nada que ver con un impulso repentino de visitar Tampa. Él le había explicado el nuevo arreglo por teléfono la noche anterior y le colgó antes de que pudiera reponerse del disgusto. Era evidente que ya se había recuperado.
Se conformó con una chachara intrascendente hasta que estuvieron en el aire, pero una vez les sirvieron el desayuno empezó a preparar el terreno para ir al grano.
– Melanie estuvo encantada de conocerle. Más que encantada. Tengo la fuerte impresión de que se quedó prendada de usted.
– Espero que no. Es una persona muy agradable, pero no me pareció que conectáramos de verdad.
– Sólo pasaron juntos veinte minutos. -Le obsequió con la misma sonrisa comprensiva que empleaba él cuando un cliente se ponía difícil-. Entiendo perfectamente su situación de partida, pero el límite de tiempo que ha establecido crea algunos problemas. Llevo en este negocio el tiempo suficiente para darme cuenta de cuándo dos personas necesitan darse una segunda oportunidad, y creo que Melanie y usted cumplen los requisitos.
– Lo siento, pero eso no va a suceder.
Ninguna arruga perturbó la lisura de su frente, su expresión permaneció imperturbable.
– Mire, esto no va a funcionar. -Portia jugueteó con el envase del yogur en la bandeja de la fruta-. No tengo por norma meterme con la competencia, especialmente tratándose de una empresa de vía estrecha como Bodas Myrna. Quedaría medio mafioso. Pero…
– Perfecta para Ti.
– ¿Cómo?
– Ella la llama Perfecta para Ti, no Bodas Myrna. -No podía imaginar por qué había sentido la urgencia de aclarar este extremo, pero, por algún motivo, le había parecido necesario.
– Una decisión muy sabia -replicó Portia con apenas un tufillo de condescendencia-. Pero déjeme tan sólo que le diga esto: me disgusta que la gente se crea que basta pasarse por Kinko's a hacerse imprimir unas tarjetas para tener una agencia matrimonial. Por otra parte, usted, como representante deportivo, sabe exactamente a qué me refiero.
Con aquello se había apuntado un tanto. Annabelle no tenía una larga experiencia, tan sólo entusiasmo.
Portia puso su bandeja a un lado, pese a que apenas había mordisqueado la esquina de un dadito de melón dulce.
– ¿Ha apreciado alguna deficiencia en nuestros servicios que le llevase a sentir la necesidad de someter a mis candidatas a una extraña? Mentiría si le dijera que no me siento amenazada en absoluto, sobre todo teniendo en cuenta que yo misma me ofrecí a estar presente en las entrevistas.
– No se preocupe por eso. Annabelle carece de instinto asesino. Melanie le gustó más que su propia candidata. Intentó convencerme de que volviera a verla.
Aquello pilló a Portia por sorpresa.
– ¿En serio? Vaya… La señorita Granger es algo rarita, ¿no?
Debió de ser a causa del ruido de los motores, porque por un momento le pareció que había dicho «tiene un polvito», y le asaltó una visión de Annabelle desnuda. Aquella idea lo descolocó. Annabelle le hacía gracia, pero no le ponía. En realidad, no. Puede que hubiera pensado en ella en términos sexuales un par de veces, y le había largado un par de indirectas melosas para ponerla nerviosa. Pero nada serio. Sólo le vacilaba.
El avión entró en una bolsa de aire, y él desvió sus pensamientos nuevamente de la cama a los negocios.
– No espero que se sienta usted cómoda con esto, pero, como le dije anoche, el proceso irá más suave si Annabelle asiste a todas las presentaciones.
El fuego que desprendieron sus ojos le dijo exactamente lo que pensaba Portia, pero era demasiado profesional para dejarse alterar.
– Eso es cuestión de opiniones.
– Ella es un renacuajo, Portia, no un tiburón. Las mujeres se relajan con ella, y yo me hago una idea más clara de quiénes son en menos tiempo.
– Ya veo. Bueno, yo llevo en esto muchos años más que ella. Estoy segura de que podría acelerar esas entrevistas mejor que…
– Portia, usted no puede dejar de resultar amenazadora por mucho que lo intente, y lo digo como el mayor de los cumplidos. Le dije desde un principio que quería ponerme todo esto lo más fácil posible. Pues resulta que Annabelle es la clave, y a nadie le ha sorprendido eso más que a mí.
Ella dejó de oponer resistencia, aunque de mala gana. Tampoco podía él reprochárselo, en realidad. Si alguien invadiera su terreno, también él se lanzaría al ataque.
– De acuerdo, Heath -dijo-. Si esto es lo que necesita, me aseguraré de que salga bien.
– Justo lo que quería oír.
El auxiliar de vuelo recogió sus bandejas, y él sacó su ejemplar del Sports Lawyers Journal. Pero el artículo sobre responsabilidad extracontractual y violencia en el deporte no consiguió retener su atención. Pese a todos sus esfuerzos por hacerla fácil, la búsqueda de una esposa se le estaba complicando por momentos.
– Me gusta -le dijo Heath a Annabelle la noche del lunes siguiente, cuando Rachel se fue del Sienna's-. Es divertida. Lo he pasado bien.
– También yo -dijo Annabelle, aunque eso no tuviera en realidad mayor importancia. Pero la presentación había ido mejor de lo que se había atrevido a esperar, entre muchas risas y animada conversación. Los tres compartieron sus prejuicios en cuestión de comidas (Heath ni tocaba carne de vísceras, Rachel odiaba las olivas y Annabelle no podía con las anchoas). Contaron historias embarazosas de sus años de universidad y debatieron sobre los méritos de las películas de los hermanos Cohen (a Heath le encantaban, a Rachel y Annabelle no). A Heath no pareció importarle que Rachel no fuera una espectacular belleza del calibre de Gwen Phelps. Tenía tanto el refinamiento como el coco que él buscaba, y no hubo interrupciones por culpa del móvil. Annabelle permitió que los veinte minutos se alargaran a cuarenta.
– Buen trabajo, Campanilla. -Sacó su BlackBerry y tecleó un recordatorio para si mismo-. La llamaré mañana para quedar con ella.
– ¿En serio? Estupendo. -Sintió una cierta desazón.
Él levantó la vista de la BlackBerry.
– ¿Pasa algo?
– Nada. ¿Por qué?
– Se le ha quedado una cara rara.
Ella recuperó la compostura. Ahora era una profesional y podía manejar la situación.
– Sólo estaba imaginándome las entrevistas que concederé a la prensa cuando Perfecta para Ti se cuele en el ránking de las quinientas empresas más boyantes.
– Nada inspira tanto como una chica con un sueño. -Volvió a guardarse la BlackBerry en el bolsillo y sacó el clip atestado de dinero. Ella torció el gesto. Él la imitó.
– ¿Y ahora qué pasa?
– ¿No tiene una bonita y discreta tarjeta de crédito escondida por ahí?
– En mi negocio, la cosa va de hacer ostentación. -Exhibió un billete de cien dólares y lo dejó en la mesita.
– Lo decía sólo porque, como creo haberle comentado, la asesoría de imagen forma parte de mi trabajo. -Vaciló un momento, consciente de que debía medir sus palabras-. En algunas mujeres… mujeres con una determinada educación… las ostentaciones gratuitas de riqueza pueden provocar cierto rechazo.
– Créame, no provocan rechazo en los chavales de veintiún años que se han criado con vales de alimentos.
– Entiendo lo que dice, pero…
– Ya lo he cogido. El clip de los billetes para los negocios, la tarjeta de crédito para cortejar a las mujeres. -Se guardó de nuevo en el bolsillo el controvertido objeto.
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