Ella le había acusado de vulgaridad, básicamente, pero él, en lugar de ofenderse, parecía haber archivado la información tan desapasionadamente como si le hubiera dado la previsión meteorológica para el día siguiente. Consideró sus impecables modales a la mesa, su forma de vestir, sus conocimientos de comida y vinos. Todo aquello era evidentemente parte de su formación, en la misma medida que el incumplimiento contractual o el Derecho constitucional. ¿Quién era exactamente Heath Champion, y por qué empezaba a gustarle tanto?

Se puso a doblar la servilleta del cóctel.

– Y… en cuanto a su verdadero nombre…

– Ya se lo dije. Campione.

– He estado investigando un poco. Hay una D en medio.

– Maldita la falta que le hace saber a qué corresponde.

– A algo malo, pues.

– Horroroso -dijo él secamente-. Mire, Annabelle, crecí en un descampado lleno de caravanas. No en un bonito camping para roulottes: eso habría sido el paraíso. Aquellos trastos no valían ni para chatarra. Los vecinos eran yonquis, ladrones, gente marginal. Mi dormitorio daba a un vertedero. Perdí a mi madre en un accidente cuando tenía cuatro años. Mi viejo era un tipo decente cuando no estaba borracho, pero eso no ocurría a menudo. Me he ganado a pulso todo lo que tengo, y estoy orgulloso de ello. No escondo mi procedencia. La placa metálica mellada que tengo colgada en el despacho, esa que reza BEAU VISTA, estaba en tiempos clavada en un poste que había no lejos de casa. La conservo como recordatorio del largo camino que he recorrido. Pero, aparte de eso, mi negocio es mío, y el suyo consiste en hacer lo que yo le diga. ¿Entendido?

– Jesús, sólo le he preguntado por su segundo nombre.

– No me vuelva a preguntar.

– ¿Desdémona?

Pero él se negó a seguir dándole conversación, y ella se quedó contemplándole la espalda mientras se dirigía a la cocina a presentar sus respetos a Mama.


***

– Os quiero en los bares todas las noches -anunció Portia a su plantilla a la mañana siguiente. Ramón, el camarero del Sienna's, la había despertado a medianoche con las inquietantes noticias del éxito de Annabelle Granger con su última candidata, y ya no fue capaz de volver a conciliar el sueño. No podía sobreponerse a la impresión de que estaba perdiendo otro cliente importante-. Repartir vuestras tarjetas -dijo a Kiki y a Briana, y también a Diana, la chica que había contratado para sustituir a SuSu-. Recoged números de teléfono. Ya conocéis la rutina.

– Ya hemos hecho todo eso -dijo Briana.

– Pero no lo bastante bien, al parecer, o Heath Champion no habría hecho planes anoche con la candidata de Granger en vez de con una nuestra. ¿Y qué hay de Hendricks y McCall? ¿No les enviamos a nadie más en dos semanas? ¿Qué pasa con el resto de nuestros clientes? Kiki, quiero que pases lo que queda de semana vigilando las agencias de modelos. Yo me ocuparé de las cenas de beneficencia y las boutiques de Oak Street. Briana y Diana, trabajaos las peluquerías y los grandes almacenes. Todas vosotras: por la noche, los bares. De aquí a una semana tenemos que pasar revista a una pila de nuevas candidatas.

– De poco nos va a servir con Heath -masculló Briana-. No le gusta ninguna.

No lo entendían, pensaba Portia mientras volvía a su despacho y repasaba su agenda. No comprendían lo duro que había que trabajar para permanecer en la cumbre. Miró la anotación correspondiente a aquel viernes. En una conversación breve y lacónica, Bodie Gray había fijado su cita para ese fin de semana. Había hecho todo lo posible para no volver a pensar en ello desde entonces. La mera posibilidad de que alguien les viera juntos le provocaba pesadillas. Pero, al menos, no parecía que le hubiera contado a Heath el incidente del espionaje.

Pasó un helicóptero sobrevolando el edificio. Ella se frotó las sienes y pensó en programarse una sesión de hidromasaje. Necesitaba algo que le levantara el ánimo, que le devolviera su seguridad habitual. Pero, mientras se volvía hacia su ordenador, una voz traicionera le susurró que no había en el mundo masajes, tratamientos faciales ayurvédicos o pedicuras con piedras calientes suficientes Para reparar lo que quiera que fuese que había dejado de funcionar en su interior.


***

Annabelle no podía permitirse cifrar todas sus esperanzas en la cita de Rachel con Heath, de modo que se pasó el resto de la semana paseándose por dos de las principales universidades de Chicago. En la Universidad de Chicago de Hyde Park alternó el merodear por los pasillos de la Facultad de Empresariales con el vagar por las escaleras de la Escuela Harris de Ciencias Políticas. Se acercó además al Lincoln Park, donde pasó la mayor parte del tiempo con las estudiantes de música del Auditorio De Paul. En ambos centros mantuvo los ojos abiertos a la caza de estudiantes agraciadas próximas a licenciarse y bellas integrantes del cuerpo docente. Cuando las encontraba, les entraba directamente y les explicaba quién era y lo que buscaba. Algunas estaban casadas o comprometidas, una era lesbiana, pero la gente adora a las casamenteras, y la mayoría mostró interés en ayudarle. A finales de la semana, tenía dos candidatas estupendas listas para probar si las necesitaba, además de media docena de mujeres que no eran adecuadas para Heath, pero estaban interesadas en contratar sus servicios para sí mismas. Dado que no podían permitirse las tarifas que pretendía cobrar, estableció un descuento para estudiantes.

Heath estuvo fuera de la ciudad toda la semana, y no la llamó. No es que esperara que lo hiciera. Sin embargo, tratándose de alguien que se pasaba el día al teléfono, hubiera pensado que podría dedicar unos pocos minutos a comentar con ella la marcha de las cosas, aun en plan rutinario. En vez de amargarse con ello, se calzó las deportivas, se llegó haciendo jogging hasta el Dunkin' Donuts y se distrajo con un bollo glaseado de manzana.


***

Heath pasó los cuatro primeros días de la semana viajando entre Dallas, Atlanta y San Luis, pero incluso estando reunido con clientes y directores deportivos, se sorprendía con la cabeza puesta en la reunión en la cumbre que le esperaba el viernes por la tarde en la sede de los Stars. Cuando de los Stars se trataba, intentaba despachar el mayor número de asuntos posible con Ron McDermitt, el director general y principal responsable del equipo, pero, una vez más, Phoebe Calebow había insistido en ser ella quien se viera con él en su lugar. Mala señal.

Heath presumía de estar en buenas relaciones con todos los propietarios de los equipos. Phoebe era la flagrante excepción. Era culpa de él que hubieran empezado mal de entrada. Uno de sus primeros clientes había sido un veterano del Green Bay descontento con el contrato que había negociado su anterior representante. Heath quería demostrar lo duro que era, así que cuando los Stars manifestaron su interés por el tío, Heath jugó un poco Phoebe, haciéndole creer que tenía muchas posibilidades de finarle, cuando él sabía que no era así. Luego hizo valer ese interés por el jugador en las negociaciones con los Packers, utilizándolo orno palanca para forzar un trato más ventajoso para su cliente. Phoebe se puso furiosa, y en una tempestuosa conversación telefónica le había advertido que jamás volviera a utilizarla de aquella manera.

En vez de tomarse en serio sus palabras, se enredó en otra escaramuza con ella unos meses después, a propósito de un segundo cliente, en este caso un jugador de los Stars. Heath había decidido que necesitaba endulzar el último año de un contrato preexistente por tres temporadas, negociado una vez más por un representante anterior, pero Phoebe se negaba en redondo. Al cabo de unas semanas, Heath amenazó con apartar al jugador de los entrenamientos. El tío era su mejor tight end, y puesto que Heath la ponía entre la espada y la pared, ella se descolgó con una respetable contraoferta. Aun así, no era el espectacular nuevo acuerdo que Heath creía que necesitaba para cimentar su reputación como representante dinámico. Les apretó un poco más y mandó al jugador a practicar la pesca de altura el día que el equipo empezaba a entrenar.

Phoebe se subía por las paredes, y los medios de comunicaciones se pusieron las botas magnificando el enfrentamiento entre la roñosa propietaria de los Stars y el nuevo y desenvuelto representante deportivo local. Heath sacó provecho de la popularidad del jugador entre la afición concediendo entrevistas a todas horas y reprochando dramáticamente a Phoebe que diera un trato tan mezquino a uno de sus mejores hombres. Cuando la primera semana de entrenamientos tocaba a su fin, Heath seguía fanfarroneando, tirándose el rollo con los columnistas deportivos y trabajándose mordaces declaraciones para los noticiarios de las diez. Acabó provocando una oleada de indignación que se volvió contra Phoebe. Con todo, ella permanecía firme.

Justo cuando empezaba él a replantearse lo acertado de su estrategia, se produjo un golpe de suerte. El tight end de reserva de los Stars se rompió el tobillo entrenando, y Phoebe se vio obligada a ceder. Heath consiguió el trato exorbitante que quería, pero en el proceso la había dejado mal a ella, que nunca se lo perdonaría. De aquellas experiencias extrajo dos duras lecciones: que una buena negociación es aquella de la que todos salen sintiéndose vencedores; y que un representante de éxito no edifica su reputación humillando a la gente con la que tiene que trabajar.

El recepcionista de los Stars le indicó el camino del campo de entrenamiento, y conforme se acercaba vio a Dean Robillard haciéndole la pelota a Phoebe en el banco de la banda. Renegó entre dientes. Lo último que quería que Robillard presenciase era cómo Phoebe Calebow le desollaba. Dean tenía aspecto de haber salido directamente del Surfer Magazine: barba de tres días, pelo revuelto fijado con gel, shorts de estampado tropical, camiseta y sandalias atléticas. En la esperanza de minimizar los daños colaterales, Heath tomó una decisión rápida y se dirigió a él en primer lugar.

– ¿Es un Porsche nuevo lo que he visto aparcado en tu plaza?

Dean se le quedó mirando a través de los cristales amarillos de iridio de un par de Oakleys de alta tecnología.

– ¿Ese viejo montón de chatarra? No, qué dices. Lo menos hace tres semanas que lo compré.

Heath se las arregló para reírse, pese a que había empezado a erizársele el vello de la nuca. Y no por estar cerca de Robillard. Se puso él también sus gafas de sol, no tanto para protegerse los ojos como para nivelar posiciones.

– Vaya, vaya, vaya… -zureó Phoebe Somerville Calebow con la voz ronca y panfila que usaba para ocultar su afilada mente-. Y yo que creía que nuestro exterminador había acabado con todas las ratas de los alrededores.

– Pues no. Las más fuertes y cabronas se las arreglan para sobrevivir no se sabe cómo. -Heath sonrió, esforzándose por conseguir un equilibrio entre no cabrearla más de lo necesario y demostrar a Dean que ella no lograba intimidarle.

La propietaria y directora ejecutiva en jefe de los Stars estaba ya sobre los cuarenta, y nadie llevaba los años mejor que ella. Su aspecto era el de una versión intelectual de Marilyn Monroe, con la misma nube de pelo rubio claro y un cuerpo que quitaba el hipo, hoy cubierto con chaqueta ajustada color aguamarina y estrecha falda de tubo amarillo canario abierta por un lado. Sensual, con pecho abundante y largas piernas, debería ser un póster central vez de la mujer más poderosa de la Liga Nacional de Fútbol.

Dean se levantó.

– Creo que voy a abrirme antes de que ustedes dos me rompan accidentalmente el brazo de lanzar.

Heath no podía amilanarse en aquel momento.

– Hombre, Dean, ni siquiera hemos empezado a divertirnos. Quédate un rato para ver cómo hago llorar a Phoebe.

Dean se volvió hacia su hermosa jefa.

– No había visto a este chiflado en mi vida.

Ella sonrió.

– Puedes irte, Dean, cariño. Tu vida sexual quedará arruinada para siempre si te ves obligado a ver de cuántas maneras puede una mujer hacer trizas a una serpiente.

Heath no iba a ganarse el corazón del quarterback con una retirada y, mientras Robillard se alejaba, todavía le gritó:

– Oye, Dean, dile a Phoebe que te enseñe algún día dónde esconde los huesos de todos los representantes que no tienen los huevos de plantarle cara.

Dean se despidió con la mano sin volverse a mirar.

– No he oído nada, señora Calebow -dijo-. Sólo soy un muchacho encantador de California que adora a su madre y quiere jugar un poco al fútbol para usted e ir a la iglesia en su tiempo libre.

Phoebe se echó a reír y estiró sus largas piernas desnudas en cuanto Dean desapareció tras la valla.