– Me encanta ese chico. Me gusta tanto que voy a asegurarme de que no caiga nunca en tus mugrientas garras.

– No le habrá costado mucho engatusarle para venir aquí fuera y presenciar nuestra pequeña reunión.

– Nada en absoluto.

– Han pasado siete años, Phoebe. ¿No cree que ya es hora de que enterremos el hacha de guerra?

– Mientras la hoja acabe clavada en su nuca, por mí no hay problema.

El deslizó los dedos en los bolsillos y sonrió.

– El mejor día de mi carrera fue aquél en que su cuñado firmó como cliente mío. Todavía saboreo cada minuto.

Phoebe puso mala cara. Quería a Kevin Tucker como si fuera un familiar consanguíneo y no pariente por matrimonio, y el hecho de que hiciese oídos sordos a sus ruegos y firmase con Heath había sido una píldora amarga que nunca había acabado de tragar. Su primera negociación con Heath sobre el contrato de Kevin había sido brutal. Que la familia estuviera involucrada no quería decir que Phoebe estuviera más dispuesta a aflojar su puño de hierro sobre las finanzas de los Stars, y él todavía recordaba lo metódicamente que había tachado ella una cláusula de bonificación, abusiva a todas luces, que Heath coló para tantear el terreno.

«La familia es la familia y los negocios, los negocios. Adoro al chico, pero no hasta ese punto.»

«¿A quién pretende engañar? -había dicho Heath-. Caminaría sobre las brasas por él.»

«Sí, pero dejaría el talonario a buen recaudo antes de hacerlo.»

Heath echó un vistazo al campo de prácticas. Aunque faltaba más de un mes para que empezara el periodo de entrenamiento, había algunos jugadores practicando carreras con el entrenador del equipo. Señaló con la cabeza a un jugador que llevaba cuatro temporadas en el equipo, uno de los clientes de Zagorski.

– Keman tiene buena pinta.

– La tendría mejor si pasara más tiempo en el gimnasio y menos vendiendo coches usados por televisión. Pero a Dan le gusta.

Dan Calebow era el presidente de los Stars y el marido de Phoebe. Se habían conocido cuando Phoebe heredó el equipo de su padre. Por aquel entonces, Dan era el entrenador jefe y Phoebe no tenía ni idea de fútbol, algo que ahora resultaba difícil de creer. Sus peleas iniciales eran casi tan legendarias como su posterior historia de amor. El año anterior, un canal por cable había producido una película cutre sobre ellos, y a Dan aún le estaban tomando el pelo porque su papel lo había interpretado el antiguo componente de un grupo vocal de chicos.

– Quiero un contrato por tres temporadas -dijo Phoebe, yendo al grano en el asunto de Caleb Crenshaw.

– Sí, yo también lo querría si estuviera en su lugar, pero Caleb va a firmar sólo por dos.

– Tres. Es innegociable. -Ella formuló sus argumentos sin consultar notas, recitando de un tirón complejas estadísticas con su voz de gatita sensual. Ambos poseían una memoria excelente, y tampoco él anotó nada.

– Sabe perfectamente que no puedo aconsejar a Caleb que acepte esa oferta. -Apoyó un pie en el banco, al lado de ella-. Para el tercer año, valdrá millones más de lo que le estará pagando.

Justamente la razón por la que ella quería cerrar el trato por tres.

– Sólo si no se lesiona -replicó, como sabía él que haría-. Soy yo la que asume todo el riesgo. Si ese tercer año se revienta la rodilla yo tendré que pagarle igualmente. -Siguió a partir de ahí, poniendo énfasis en su altruismo y la gratitud eterna que debiera mostrar un jugador por el simple hecho de que se le permitiera vestir el uniforme de leyendas del fútbol como Bobby Tom Denton, Cal Bonner, Darnell Pruitt y, sí, Kevin Tucker.

Heath amenazó con una ruptura de las negociaciones, aunque no tenía la menor intención de llevarla a cabo. Lo que en tiempos había considerado una astuta estrategia de negociación le parecía ahora una medida desesperada que inevitablemente haría más mal que bien.

Phoebe siguió presionando, arremetiendo con otra cascada de estadísticas, salpimentada con alusiones a jugadores ingratos y representantes chupasangres.

El contraatacó con sus propias estadísticas, que apuntaban al hecho de que los propietarios avaros acababan encontrándose con jugadores resentidos y temporadas sin títulos.

Al final, llegaron al punto en que ambos sabían más o menos que acabarían. Phoebe consiguió su contrato por tres temporadas y Caleb Crenshaw sacó una bonificación de millón y medio de dólares por el agravio. Vencedor. Vencedora. Sólo que era un acuerdo al que habrían podido llegar tres meses antes de no haber puesto Phoebe tanto empeño en complicarle las cosas.

– Hola, Heath.

Se volvió y vio a Molly Somerville Tucker que se le acercaba. La mujer de Kevin no podía estar más lejos del prototipo de rubia despampanante casada con una estrella de la Liga Nacional de Fútbol. Tenia un cuerpo esbelto y firme, pero que tampoco era nada del otro mundo. Salvo por un par de ojos azul grisáceo algo achinados, ella y Phoebe guardaban escaso parecido físico. A él, decididamente le gustaba mucho más Molly que su hermana. La mujer de Kevin era lista y divertida, y resultaba fácil hablar con ella. En cierto modo le recordaba a Annabelle, aunque ésta era más bajita y su mata de rizos rojizos no se parecía en nada a la melena castaña y lisa de Molly. No obstante, eran un par de listillas obstinadas, y no pensaba bajar la guardia ante ninguna de las dos.

Molly sostenía un bebé en un brazo, llamado Daniel John Tucker y de nueve meses de edad. De la otra mano llevaba a una niñita de pelo rizado. Heath se alegró de ver a Molly, le dejó indiferente ver al bebé y se sintió menos que complacido de ver a la cría de tres años. Afortunadamente, Victoria Phoebe Tucker tenía un objetivo más importante a la vista.

– ¡Tía Phoebe! -Soltó la mano de su madre y corrió hacia la propietaria de los Stars todo lo rápido que podían llevarla sus diminutos pies, embutidos en relucientes botas de lluvia rojas. Las botas quedaban raras con su conjunto de shorts y top morados de lunares. Además, hacía dos semanas que no llovía, pero había sufrido en sus carnes la obstinación de Pippi Tucker y no culpaba a Molly por ser selectiva con las batallas que libraba.

En lo que era un caso de atracción entre iguales, Phoebe se levantó del banco de un brinco para saludar a la pequeña ladronzuela de pelo rizado.

– Hola, sinvergüenza.

– Adivina qué, tía Phoebe…

Heath desconectó de la niña al acercársele Molly. Ella le tocó el lateral del cuello.

– No aprecio marcas de mordiscos, de forma que vuestra reunión ha debido ir bien.

– Sigo vivo.

Ella se cambió el bebé de brazo.

– ¿Y qué, ya has encontrado a la señora Champion? Annabelle tiene esta extraña, y totalmente innecesaria, obsesión con la confidencialidad.

Él sonrió.

– Sigo buscando. -Agarró la manita llena de babas del bebé para cambiar de tema-. Eh, colega, ¿cómo va ese brazo de lanzador?

No se le daban especialmente bien los niños, y la criatura enterró la cara en el hombro de su madre.

– Nada de fútbol -dijo Molly-. Este va a ser escritor, como yo. ¿A que sí, Danny? -Molly besó al bebé en la cabeza y frunció el entrecejo-. ¿Has hablado hoy con Annabelle?

– No, ¿por qué? -Con el rabillo del ojo vio a Phoebe sonreír amorosamente a Pippi. Deseó que aunque fuera por una vez le dirigiera a él una sonrisa la mitad de auténtica.

– Llevo todo el día intentando contactar con ella -dijo Molly pero no funciona ninguno de sus teléfonos. Si por casualidad te llama, dile que quiero hablar con ella sobre la gran velada de mañana al mediodía.

– A la una. -Phoebe habló por encima de los rubios rizos de Pippi-. ¿Sabe ya que hemos cambiado la hora?

Heath se quedó paralizado. ¿Una fiesta? Ésta era justo la ocasión que estaba esperando.

– Ojalá me acordara -dijo Molly-. Pero tengo una entrega y he estado un poco distraída.

Los Tucker y los Calebow se reunían constantemente, pero Heath no había recibido nunca una invitación, por más veces que hubiera explicado a Kevin la falta que le hacía. Heath quería una oportunidad para estar con Phoebe fuera del campo de batalla, y una reunión social informal era la oportunidad perfecta. Tal vez si no estuvieran discutiendo por un contrato, ella se daría cuenta de que en general era un tipo decente. A lo largo de los años, había intentado organizar una docena de comidas y cenas, pero ella se escabullía por sistema, en general con algún sarcasmo sobre comida envenenada. Ahora Molly daba una fiesta, y había invitado a Annabelle. A quien no había invitado era a él.

A lo mejor era una cosa sólo-para-chicas. O a lo mejor no.

Sólo había una forma de averiguarlo.

7

– Esta mujer no tiene ni puta idea de llevar un negocio -gruñó Heath, mientras Bodie iba zumbando por el carril de adelantamiento del peaje de la York Road en dirección este para coger la autopista Eisenhower-. Ninguno de sus números da línea. Tendremos que encontrarla.

– Por mí está bien -dijo Bodie-. Tengo un montón de tiempo de aquí a mi cita de esta noche.

Heath llamó a su despacho, consiguió la dirección de Annabelle y cuarenta y cinco minutos más tarde se detenían delante de una casita como de mona de Pascua pintada de azul y lavanda, encajonada entre dos casas de aspecto muy caro.

– Parece el nidito de amor de la pequeña Bo Peep -dijo mientras Bodie subía el coche a la acera.

– La puerta principal está abierta, así que está en casa. -Bodie examinó la construcción-. Voy a acercarme a Earwax a pillar un poco de café mientras tú te peleas con ella. ¿Quieres que te traiga algo de vuelta?

Heath sacudió la cabeza. Earwax era una cafetería enrollada de la avenida Milwaukee que se había convertido en toda una institución en Wicker Park. Bodie, con su cabeza rapada y sus tatuajes, encajaba allí perfectamente, aunque lo mismo podía decirse de cualquiera. Bodie se fue con el coche y Heath cruzó la vieja verja de forja que daba paso a una extensión de césped, tamaño felpudo, cubierta de pendejuelo recién cortado. Oyó la voz de Annabelle antes incluso de llegar a la puerta.

– Estoy haciendo todo lo que puedo, señor Bronicki.

– Esta última era demasiado vieja -replicó una voz cascada.

– Es casi diez años más joven que usted.

– Setenta y un años. Demasiado vieja.

Heath se detuvo en el umbral de la puerta abierta y vio a Annabelle de pie en mitad de una habitación alegre, azul y amarilla, que parecía hacer las veces de zona de recepción. Llevaba encima una camiseta blanca corta, un par de vaqueros a la altura de las caderas y chancletas arco iris. Se había recogido el pelo encima de la cabeza en una coletita rizada semejante al chorro de una ballena que la hacía parecerse a Pebbles Picapiedra, sólo que con mejor cuerpo.

Un viejo calvo con cejas muy pobladas la miraba enojado.

– Te dije que quería una dama sobre los treinta.

– Señor Bronicki, la mayoría de las mujeres en la treintena buscan un hombre de edad algo más cercana a la suya.

– Eso demuestra lo poco que sabes. A las mujeres les gustan los hombres mayores. Saben que es ahí donde está el dinero.

Heath sonrió: era la primera vez que disfrutaba en todo el día. En cuanto cruzó el umbral, Annabelle reparó en él. Sus ojos color miel se agrandaron como si un dinosaurio enorme y malo hubiera asomado por la puerta de la cueva de los Picapiedra.

– ¿Heath? ¿Qué está haciendo aquí?

– Al parecer, no responde usted al teléfono.

– Ahora tratas de evitarme -intervino el viejo.

El peinado en chorro de ballena de Annabelle se agitó de indignación.

– No intentaba evitarle. Mire, señor Bronicki, tengo que hablar con el señor Champion. Usted y yo podemos discutir esto en otro momento.

– No, de eso nada. -El señor Bronicki cruzó los brazos sobre el pecho-. Lo que intentas es librarte de ese contrato escabulléndote como una comadreja.

Heath hizo un gesto complaciente con la mano abierta.

– No se molesten por mí. Me quedaré aquí mirando.

Ella le dirigió una mirada de exasperación. Él borró la sonrisa de su rostro y se situó más cerca del sofá, lo que le daba una mejor visión de la blanca camiseta ajustada. Su mirada se deslizó por aquel par de estilizadas piernas hasta llegar a sus pies y finalmente a los dedos de sus pies, que tenían las uñas pintadas de morado con topitos blancos. Pebbles tenía su particular sentido de la elegancia.

Ella volvió a ocuparse de su anciano visitante.

– No me escabullo -dijo, airada-. Sucede que la señora Valerio es una mujer hermosa, y usted y ella tienen mucho en común

– Es demasiado vieja -volvió a la carga el hombre-. Garantía de satisfacción, ¿recuerdas? Eso es lo que decía el contrato, y mi sobrino es abogado.