– Como ya me ha dicho alguna vez.
– Y muy bueno. Estudió Derecho en una universidad de las mejores.
El destello acerado que asomó a los ojos de Annabelle no auguraba nada bueno para el pobre señor Bronicki.
– ¿Tan buena como Harvard? -dijo en tono triunfal-. Porque allí es donde estudió el señor Champion, y -clavó la mirada en él- resulta que él es mi abogado.
Heath arqueó una ceja.
El viejo le examinó con desconfianza, y las mejillas de Annabelle se redondearon en una sonrisa picara y malévola.
– Señor Bronicki, le presento a Heath Champion, también conocido como la Pitón, pero no deje usted que eso le preocupe. Casi nunca manda a personas mayores a la cárcel. Heath, el señor Bronicki es un antiguo cliente de mi abuela.
– Aja.
El señor Bronicki pestañeó, pero se recuperó inmediatamente.
– Pues si es abogado, tal vez quiera usted explicarle cómo funciona un contrato.
Annabelle volvió a saltar de irritación.
– Según parece, el señor Bronicki cree que un contrato que firmó con mi abuela en 1986 sigue válido y que es mi deber cumplirlo.
– Decía que si no quedaba satisfecho me devolverían mi dinero -replicó el señor Bronicki-. Y no quedé satisfecho.
– ¡Estuvo casado con la señora Bronicki quince años! -exclamó Annabelle-. Yo diría que amortizó usted sus doscientos dólares.
– Ya se lo dije. Se me volvió loca. Ahora quiero otra.
Heath no sabía qué resultaba más gracioso, si las cejas convulsivas del señor Bronicki o la agitación indignada del chorro de ballena de Pebbles.
– ¡No dirijo un supermercado! -Se volvió hacia Heath-. ¡Dígaselo!
En fin. Todo lo bueno llegaba a su fin. Adoptó la actitud de un abogado.
– Señor Bronicki, al parecer firmó usted su contrato con la abuela de la señorita Granger. Y dado que todo indica que los términos originales del acuerdo se cumplieron, me temo que carece usted de base legal para una reclamación.
– ¿Cómo que carezco de base legal? Ya lo creo que tengo base legal. -Con las cejas dando brincos, empezó a fustigar a Annabelle con toda una sarta de agravios, ninguno de los cuales tenía nada que ver con ella. Y cuanto más despotricaba, menos gracia le hacía a Heath todo el asunto. No le gustaba que nadie más que él la intimidara.
– Ya basta -dijo por fin.
El anciano debió de comprender que Heath hablaba en serio, porque se detuvo a mitad de una frase. Heath se acercó, situándose entre Bronicki y Annabelle.
– Si cree usted que tiene posibilidades, hable con su sobrino. Y de paso, pídale que le informe sobre las leyes contra el hostigamiento.
Las pobladas cejas cayeron como orugas moribundas, y la agresividad del viejo se disipó de inmediato.
– En ningún momento he hostigado a nadie.
– No es la impresión que yo tengo -dijo Heath.
– No era mi intención hostigarla. -Pareció encogerse aún más-. Sólo pretendía argumentar mi postura.
– Ya lo ha hecho -replicó Heath-. Ahora quizá sea mejor que se vaya.
Hundió los hombros y agachó la cabeza.
– Disculpa, Annabelle -dijo y salió por la puerta.
Un rizo suelto de Annabelle le azotó en la cara al volverse bruscamente hacia Heath.
– ¡No hacía falta que fuera tan duro con él!
– ¿Duro?
Ella salió al porche a la carrera, batiendo rítmicamente las láminas de madera del suelo con las chancletas.
– ¡Señor Bronicki! ¡Señor Bronicki, espere! Si no vuelve a llamar a la señora Valerio para quedar, herirá sus sentimientos. Sé que no quiere hacer eso.
El respondió en tono acongojado.
– Lo dices sólo para enredarme.
Las chancletas batieron más suavemente escaleras abajo, y la voz de Annabelle se tornó melosa.
– ¿Tan malo sería? Se lo pido por favor. Es una señora muy agradable, y usted le gusta mucho. Vuelva a quedar con ella para salir. Hágame ese favor.
Hubo una larga pausa.
– Está bien -repuso con un poco de su brío anterior-. Pero no pienso quedar con ella el sábado por la noche. Ése es el día que dan Iron Chef por la tele.
– Muy razonable.
Annabelle volvió a entrar, con una sonrisa de satisfacción en el rostro. Heath la observó divertido.
– Desde luego, espero no tener que vérmelas nunca con usted en un ring de lucha libre.
Una arruga frunció el puente de su naricilla.
– Estuvo usted muy duro. Se siente solo, y discutir conmigo le da alguna esperanza. -Le miró con desconfianza-. ¿Qué está haciendo aquí?
– Sus teléfonos no funcionan.
– Claro que sí. -De pronto, se tapó la boca con la mano-. Ay, nooo…
– ¿Se le olvidó pagar la factura?
– Sólo la del móvil. Estoy segura de que el otro funciona. -Desapareció por un arco abierto en un tabique. El la siguió hasta la oficina. Reproducciones de arte de calidad llenaban la larga pared tras la mesa de su ordenador. Reconoció un Chagall y una de las banderas americanas de Jasper Johns en blanco sobre blanco.
Ella levantó el auricular y, al no oír tono de llamada, puso cara de perplejidad. Heath recogió el cable que colgaba junto al obsoleto contestador negro.
– Funciona mejor cuando está conectado.
Annabelle volvió a enchufarlo.
– Intenté arreglarlo anoche.
– Buen trabajo. ¿Nunca ha oído hablar del servicio de mensajes de voz?
– Esto es más barato.
– Cuando se trate de mantenerse en contacto con los clientes, nunca economice.
– Tiene razón. Soy consciente de ello.
El hecho de que no intentara discutírselo le sorprendió. La mayoría de la gente se ponía a la defensiva cuando la pifiaba.
– No tengo por costumbre dejar de pagar mis facturas -dijo ella-. Creo que lo ocurrido con el móvil ha sido algo subconsciente. No nos llevamos bien.
– Tal vez le ayudara un consejo profesional.
– ¿En qué universo puede parecerme buena idea permitir que mi madre me encuentre siempre que quiera? -Se dejó caer en la silla, con una expresión que era una divertida mezcla de indignación y pesadumbre-. Dígame que no está aquí porque ha cancelado su cita de esta noche con Raquel.
– No. Sigue en pie.
– ¿Qué le trae, entonces?
– Una misión de buena voluntad. Hoy he visto a Molly en el cuartel general de los Stars, y me ha pedido que le recuerde lo de mañana. A la una.
– La fiesta… Casi se me había olvidado. -Irguió la cabeza, con la desconfianza asomando de nuevo a aquellos ojos de caramelo fundido-. ¿Ha venido en coche hasta aquí sólo para recordarme lo de la fiesta de Phoebe?
– ¿La fiesta de Phoebe? Creía que era la de Molly.
– No.
Aquello era aún mejor. Cogió un pequeño conejo de peluche rosa que ella tenía encima del monitor del ordenador y lo examinó.
– ¿Asiste a muchas fiestas en casa de los Calebow?
– A unas cuantas -dijo ella, lentamente-. ¿Por qué?
– Estaba pensando en acompañarla. -Le dio la vuelta al conector y le miró el cabo-. ¿O ya tiene acompañante?
– No, la verdad es que… -Se recostó en su silla del escritorio, abriendo mucho los ojos-. Vaya. Esto sí que es patético. Me quiere utilizar para llegar hasta Phoebe. No consigue que le inviten personalmente y va y me utiliza a mí.
– Viene a ser eso. -Volvió a colocar el conejito en su sitio.
– Ni siquiera se avergüenza.
– Es difícil que un representante se avergüence.
– No lo pillo. Phoebe y Dan invitan a sus fiestas a casi todo el mundo.
– Mis relaciones con ella están pasando por un periodo algo conflictivo, eso es todo. Necesito suavizar un poco las cosas.
– ¿Y supone que podrá hacerlo en una fiesta?
– Me figuro que estará más relajada en una reunión social.
– ¿Cuánto dura este periodo conflictivo?
– Unos siete años.
– Caramba.
El examinó el póster de Jasper Johns.
– Me pasé de agresivo en nuestros primeros contactos, y la dejé a ella en mal lugar. Le he pedido disculpas, pero parece que le cuesta superarlo.
– No estoy segura de que ésta sea la mejor manera de solucionar sus problemas con ella.
– A ver, Annabelle. ¿Está dispuesta a ayudarme, o no?
– Es sólo que…
– Muy bien -dijo él bruscamente-. No paso por alto que tenemos distintas concepciones sobre la forma de llevar un negocio. A mí me gusta complacer a mis clientes, y a usted le da lo mismo. Claro que tal vez prefiera limitar su actividad a la tercera edad.
Ella se puso en pie de un brinco, con el chorro de ballena temblándole.
– Vale. ¿Quiere venir a la fiesta conmigo mañana? Pues adelante.
– Estupendo. Pasaré a recogerla a mediodía. ¿Cómo hay que ir vestido?
– Estoy tentada de decirle que de etiqueta.
– O sea, que informal. -Vio por la ventana a Bodie subiendo el coche a la acera. Apoyó la cadera en una esquina del escritorio-. No le digamos a Phoebe que yo le pedí que me llevara. Dígale simplemente que cree que trabajo demasiado últimamente y que necesito relajarme un poco antes de ver a todas esas mujeres que tiene en cartera para mí.
– Phoebe no es tonta. ¿En serio cree que va a tragarse eso?
– Lo hará, si se muestra usted convincente. -Se enderezó y se dirigió a la puerta-. La gente que triunfa crea su propia realidad, Annabelle. Coja la pelota y métase en el partido.
Antes de que pudiera responderle que ya estaba jugando lo mejor que sabía, él avanzaba por su vereda hacia la verja. Ella se llegó hasta la puerta de entrada y la cerró a su espalda. Una vez más, la había sorprendido en sus peores momentos: sin maquillar, con sus teléfonos fuera de servicio y discutiendo con el señor Bronicki. El lado bueno del asunto era que por la noche, en comparación, Rachel iba a parecerle una maravilla.
Annabelle se preguntó si se acostarían juntos. La idea la deprimió de manera considerable. Se encaminó a la cocina y se sirvió un vaso de té helado que llevó de vuelta al despacho, donde llamó a John Nager para ver cómo había ido la cita que le concertó para comer.
– Estaba resfriada, Annabelle. Una congestión evidente.
– John, las mujeres vienen con gérmenes.
– Es una cuestión de grados.
Se preguntó cómo se las arreglaría Heath con un cliente hipocondríaco.
– Ella quiere volver a verle -dijo-, pero si no está usted interesado tengo otros clientes que sí lo estarán.
– Bueno… Es muy guapa.
– Y tiene gérmenes, como todas las mujeres con las que le he citado. ¿Puede usted asumirlo?
Finalmente John decidió darle otra oportunidad. Ella sacó la aspiradora y la pasó sin entusiasmo por el piso de abajo, luego llenó una jarra de agua para regar la colección de violetas africanas de Nana. Mientras añadía unas gotas de fertilizante, consideró la posibilidad de concertar una cita entre la señora Porter y el señor Clemens. Los dos eran viudos en la setentena, otros dos clientes de Nana que no acababa de quitarse de encima. La señora Porter era negra y el señor Clemens blanco, lo que podía suponer un problema para sus familias, pero Annabelle había percibido mucho interés cuando se los encontró en la tienda de ultramarinos, y a los dos les encantaban los bolos. Llevó la jarra a su despacho. ¿Se libraría alguna vez de todos aquellos ancianos? Por más veces que les explicara que Bodas Myrna había cerrado, seguían dejándose caer.
Lo que es peor, esperaban que siguiera cobrándoles las tarifas de Nana.
Cuando terminó con las violetas africanas, se sentó a revisar las facturas. Gracias al cheque de Heath, había liquidado la mayor parte. El día antes había llamado a Melanie para saber si le interesaría firmar como clientes, lo que la obligó a aclarar su verdadera ocupación. Afortunadamente, Melanie tenía sentido del humor, y pareció interesada. Las cosas iban a mejor.
En el reloj de la Sirenita de su escritorio iban pasando los minutos. Heath estaría recogiendo a Rachel en aquellos momentos. Iba a llevarla a Tru, donde servían el caviar en una escalera de cristal en miniatura y una cena para dos podía salir fácilmente por cuatrocientos dólares. Ella no había estado, pero lo había leído.
Pensó en pasarse por un par de cafeterías de las proximidades a repartir tarjetas, pero no tenía energías suficientes para cambiarse de ropa. Viernes por la noche. Ninguna cita interesante. Ninguna perspectiva de citas interesantes. La casamentera necesitaba una casamentera. Quería casarse, quería una familia, un trabajo que le apasionara… ¿Era pedirle demasiado a la vida? Pero ¿cómo iba a encontrar nunca un hombre para sí misma si tenía que estar siempre cediendo los mejores? No es que Heath fuera el mejor. Era un marido en potencia sólo en su propia cabeza. No, eso no era del todo justo. Lo que hacía, lo hacía bien, y dedicaría al matrimonio sus mejores esfuerzos. Que eso resultase suficiente aún estaba por ver. Gracias a Dios, no era problema suyo.
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