Cázame Si Puedes

Match me if you can

5º Serie Chicago Stars

A nuestros hijos…

y las mujeres que aman


1

De no haberse encontrado con el cuerpo de un hombre debajo de Sherman, Annabelle no habría llegado tarde a su cita con la Pitón. Pero dos pies descalzos y sucios asomaban de debajo del viejo Crown Victoria de Nana. Un prudente vistazo reveló que pertenecían a un sin techo conocido únicamente por el mote de Ratón, famoso en el barrio de Wicker Park por su falta de higiene y su afición al vino de garrafa. Cerca del pecho del hombre, que subía y bajaba al ritmo de sus húmedos ronquidos, había una botella de tapón de rosca. Tan importante era para ella su cita con la Pitón, que consideró por un instante la posibilidad de sacar el coche haciendo una maniobra alrededor del cuerpo. Pero su plaza de aparcamiento tenía el espacio justo.

Había previsto un tiempo más que suficiente para vestirse y hacer el trayecto hasta el centro para su cita a las once de la mañana. Por desgracia, no hacía más que topar con obstáculos, empezando por el señor Bronicki, que la abordó en la puerta del edificio y se negó a dejarla marchar hasta espetarle todo lo que tenía que decirle. No obstante, el incidente con el vagabundo aún no constituía una emergencia. Sólo tenía que sacar a Ratón de debajo de Sherman.

Le dio un suave puntapié en el tobillo y, al hacerlo, notó que la mezcla de jarabe de chocolate Hershey's y cola Elmer que había aplicado a una rozadura en el tacón de sus sandalias de tiras favoritas no ocultaba el daño por completo.

– ¿Ratón?

Le dio un golpe un poco más fuerte.

– Ratón, despierta. Tienes que salir de ahí.

Nada. De no ser por sus ruidosos ronquidos, habría podido tratarse de un cadáver.

Lo sacudió con mayor vigor.

– No es por nada, ¿sabes?, pero éste es el día más importante de mi vida profesional. No me vendría mal un poco de cooperación.

Ratón no estaba por la labor.

Necesitaba un punto de apoyo. Apretando los dientes, se recogió cuidadosamente la falda del traje de seda cruda amarillo pálido que había comprado el día anterior en unas rebajas con un sesenta por ciento de descuento y se puso en cuclillas junto al parachoques.

– Si no sales ahora mismo, avisaré a la policía.

Ratón resopló.

Annabelle hincó los tacones en el suelo y tiró de los mugrientos tobillos. Sintió en la nuca el latigazo del sol de la mañana. Ratón se dio la vuelta hasta que su hombro chocó con el bastidor. Annabelle volvió a tirar de él. Debajo de la chaqueta, la blusa sin mangas que había elegido para complementar los pendientes de lágrima de perla de Nana empezó a pegársele a la piel. Procuró no pensar en lo que le estaría ocurriendo a su pelo. No era el mejor día para quedarse sin gel fijador, y rogó para que el aerosol de máxima fijación Aqua Net que había encontrado bajo el lavabo fuese capaz de mantener a raya la rebelión de sus rizos rojos, una maldición permanente en su vida, sobre todo durante los húmedos veranos de Chicago.

Si no conseguía sacar a Ratón en cinco minutos, acabaría metida en un serio problema. Se dirigió hacia la puerta del conductor. Sus tacones crujieron cuando volvió a inclinarse y miró la cara con la mandíbula suelta del vagabundo.

– Ratón, ¡levántate! ¡No puedes quedarte ahí!

Un ojo sucio se entreabrió sólo para volver a cerrarse.

– ¡Escúchame! Si sales de ahí, te daré cinco dólares.

Ratón movió la boca y dejó escapar un ruido gutural junto con un hilo de saliva:

– Jamen… paz.

El olor hizo que a Annabelle le lagrimearan los ojos. ‹‹¿Por qué tuviste que elegir justamente hoy para perder el conocimiento debajo de mi coche? -pensó-. ¿No podrías haber elegido el coche de Bronicki?›› El señor Bronicki estaba jubilado, vivía enfrente y dedicaba su tiempo a pergeñar nuevas maneras de hacerle la vida imposible.

Quedaba poco tiempo y empezó a dejarse llevar por el pánico.

– Quieres acostarte conmigo? Si sales, podríamos discutirlo.

Más babas y ronquidos hediondos. Era un caso perdido. Annabelle se incorporó de un salto y corrió hacia su casa.

Diez minutos más tarde consiguió que saliera con el reclamo de una lata de cerveza abierta. Annabelle había tenido días mejores.

Cuando consiguió sacar a Sherman del callejón, sólo tenía veintiún minutos para sortear el tráfico hasta el centro y encontrar aparcamiento. Tenía las piernas sucias, la falda arrugada y se había roto una uña al abrir la lata de cerveza. El medio kilo de más que desde la muerte de Nana había acumulado en su cuerpo de huesos pequeños ya no le parecía un verdadero problema.

Las 10.39.

No podía arriesgarse a quedarse parada en la autopista Kennedy, así que cogió un atajo por División. En el retrovisor vio cómo otro rizo se liberaba de la opresión del fijador y la frente se le empapaba de sudor. Cogió un desvío por Halsted para evitar otro tramo en obras. Mientras maniobraba el enorme vehículo en medio del tráfico, se restregó la suciedad de las piernas con el papel de cocina húmedo que había traído de casa. ¿Por qué Nana no pudo elegir un pequeño y bonito Honda Civic en lugar de aquel repugnante armatoste verde devorador de combustible? Con su metro sesenta de estatura, Annabelle tenía que sentarse sobre un cojín para poder ver por encima del volante. Nana nunca se había tomado la molestia de colocar un cojín, pero también es verdad que apenas conducía. Después de doce años de uso, el cuentakilómetros de Sherman no llegaba a los 63.000.

Un taxi le cerró el paso. Tocó el claxon con rabia, y un hilo de sudor se deslizó entre sus pechos. Echó un vistazo a su reloj: las 10.50. Intentó recordar si se había puesto desodorante después de ducha. Por supuesto que sí. Siempre lo hacía. Levantó el brazo para asegurarse, pero ni bien aspiró se metió en un bache y su boca chocó contra la solapa de su chaqueta, dejando una mancha de barra de labios pardo rojizo.

Profirió una exclamación de disgusto y extendió el brazo hasta otro extremo del largo asiento frontal, sólo para dejar caer el bolso en el Gran Cañón de los bajos. El semáforo de Halsted y Chicago se puso en rojo. Annabelle sintió que el cabello se le estaba pegando a la nuca y cada vez había más rizos sueltos. Intentó practicar su respiración yoga, pero sólo había asistido a una clase y no sirvió de nada. ¿Por qué Ratón tuvo que elegir justamente ese día, en que el futuro financiero de Annabelle estaba en juego, para dormir la mona bajo su coche?

Entró lentamente en el Centro. Las 10.59. Otro tramo en obras. Pasó junto al Daley Center. No tuvo tiempo para su práctica habitual de patrullar las calles hasta encontrar una plaza con parquímetro lo suficientemente grande para Sherman. En lugar de eso se metió en el primer párking (exorbitantemente caro) que encontró, arrojó las llaves del coche al encargado y salió a la calle a la carrera.

Las 11.05. No hacía falta entrar en estado de pánico. Sencillamente explicaría lo de Ratón. Sin duda, la Pitón lo entendería.

O no.

Una ráfaga de aire acondicionado la golpeó al entrar en el vestíbulo de un imponente edificio de oficinas. Las 11.08. El ascensor estaba felizmente vacío, y oprimió el botón de la decimocuarta planta.

«No dejes que te intimide -le había dicho Molly por teléfono-. La Pitón se alimenta del miedo.»

Para ella era fácil decirlo. Molly tenía una vida envidiable, con un atractivo jugador de fútbol americano por marido, una magnífica carrera y dos hijos adorables.

Las puertas se cerraron. Annabelle se vio a sí misma en la pared espejada e hizo una mueca de disgusto. Su traje de seda cruda se había convertido en una masa informe de arrugas de color amarillo pálido, la falda estaba sucia por un lado y la marca de barra de labios de la solapa llamaba la atención como un cartel luminoso. Y lo peor de todo era que su pelo se estaba liberando, rizo por rizo, del fijador; los mechones que se soltaban caían sin vida a los lados de la cara como los muelles de un colchón arrojados por la ventana de un tugurio y abandonados a la voracidad del óxido en un callejón.

Por lo general, cuando le disgustaba su aspecto -que incluso su propia madre describía como «mono»-, se decía a sí misma que debía sentirse agradecida por unos rasgos nada desdeñables: unos bonitos ojos color miel, pestañas gruesas y un cutis suave con una decena de pecas más o menos. Pero ninguna dosis de pensamiento positivo podía evitar que la imagen que le devolvía el espejo la horrorizara. Se puso a ocultar un par de rizos detrás de las orejas y a alisar la falda, pero las puertas del ascensor se abrieron antes de que consiguiera reparar al menos una parte del estropicio.

Las 11.09.

Delante de ella había una pared de cristal en la que, con letras doradas, rezaba: CHAMPION. GESTIÓN DEPORTIVA. Recorrió deprisa el pasillo alfombrado y abrió una puerta con asa de metal. En la zona de recepción había un sofá de piel y sillones a juego, fotos de ocasiones deportivas enmarcadas y un televisor de pantalla grande en el que se veía un partido de béisbol sin sonido. La recepcionista tenía el cabello corto de un gris acerado y unos labios muy finos. Reparó en el aspecto descuidado de Annabelle a través de unas gafas de lectura metálicas de color azul.

– ¿En qué puedo ayudarla?

– Soy Annabelle Granger. Tengo una cita con la Pi… Con el señor Champion.

– Me temo que llega tarde, señorita Granger.

– Sólo diez minutos.

– Diez minutos era todo el tiempo que el señor Champion podía dedicarle.

Sus sospechas se vieron confirmadas. Había aceptado verla sólo porque Molly insistió, y no quería quedar mal con la esposa de su mejor cliente. Echó un vistazo desesperado al reloj de la pared.

– En realidad, sólo me he retrasado nueve minutos. Me queda un minuto.

– Lo siento. -La recepcionista le dio la espalda y empezó a teclear en el ordenador.

– Un minuto -suplicó Annabelle-. Es todo lo que pido.

– Me temo que no puedo hacer nada.

Annabelle necesitaba ese encuentro, y lo necesitaba ya. Giró sobre sus tacones y corrió hacia la puerta al otro extremo de la sala de recepción.

– ¡Señorita Granger!

Entró como una exhalación en un pasillo abierto con sendos despachos a los lados, uno de ellos ocupado por dos jóvenes con traje y corbata. Ignorándolos, se dirigió hacia una imponente puerta de caoba situada en el centro de la pared trasera y giró el pomo.

El despacho de la Pitón era del color del dinero: paredes lacadas en jade, alfombra gruesa de color musgo, y muebles tapizados en distintos tonos de verde resaltados con cojines rojo sangre. Detrás del sofá colgaba una colección de fotos periodísticas, junto con una señal en metal blanco oxidado y el nombre BEAU VISTA impreso en letras mayúsculas negras algo descoloridas. Adecuado, considerando los ventanales que dominaban el lago Michigan a la distancia.

La propia Pitón estaba sentada detrás de un elegante escritorio en forma de U, su sillón de respaldo alto orientado hacia la vista del lago. Al alcance de la mano tenía un ordenador de sobremesa de última generación, un pequeño portátil, un BlackBerry y un sofisticado teléfono negro con suficientes botones como para hacer aterrizar un Jumbo. Junto al teléfono descansaban unos cascos de ejecutivo. La Pitón hablaba directamente al auricular.

– El sueldo del tercer año parece prometedor, pero no si rescinden antes el contrato -dijo en una voz resonante y clara con acento del Medio Oeste-. Sé que es un riesgo, pero si firmas por un año podemos jugar en el mercado libre. -Annabelle sólo alcanzaba a ver una muñeca fuerte y bronceada, un reloj sólido y unos dedos largos sujetando el auricular-. En cualquier caso, eres tú quien tiene que tomar la decisión, Jamal. Lo único que puedo hacer es aconsejarte.

La puerta se abrió a su espalda y la recepcionista entró precipitadamente.

– Lo siento, Heath. Se me ha colado.

La Pitón se volvió lentamente en su sillón, y Annabelle sintió como si le hubieran asestado un golpe en el estómago.

Tenía una mandíbula cuadrada y fuerte, y todo en él era la proclamación del hombre con arrestos que se ha hecho a sí mismo…, el tipo duro que había suspendido en seducción las primeras dos veces pero que finalmente había conseguido aprobar el tercer examen. El color de su pelo, grueso y vigoroso, era una mezcla entre portafolios de piel y botella de Budweiser. Su nariz recta transmitía confianza en sí mismo, y sus cejas oscuras, audacia. Una de ellas estaba hendida cerca del extremo por una fina cicatriz pálida. Las líneas bien perfiladas de sus labios sugerían escasa tolerancia con la gente estúpida, una pasión por el trabajo duro rayana en la obsesión y, posiblemente -aunque esto último podía ser producto de su imaginación-, la determinación de poseer un pequeño chalet cerca de Saint Tropez antes de cumplir los cincuenta. De no ser por una vaga irregularidad en sus facciones, habría sido insoportablemente atractivo. En cambio, era un tipo extremadamente guapo. ¿Para qué necesitaba una casamentera un hombre así?