Las ruedas traquetearon al cruzar un estrecho puente de madera. Giraron por un recodo y una vieja alquería de piedra apareció a la vista. La propiedad de los Calebow, construida en la década de 1880, era una joya rústica en mitad de una próspera zona de expansión urbana descontrolada. Dan había comprado la casa en sus tiempos de soltería y, a medida que su familia fue creciendo Phoebe y él habían ido añadiendo alas, elevando el techo y ampliando el terreno. El resultado final era un desparrame de casa con mucho encanto, perfecta para una familia con cuatro hijos a los que criar.
Heath aparcó en la avenida junto al cuatro por cuatro de Molly que tenía pantallas con dibujos de Tigger sujetas con ventosas a los cristales. Echó el cuerpo a un lado para guardarse las llaves en el bolsillo de la cadera de sus pantalones deportivos caqui. Completaban el conjunto un polo de marca y otro de sus relojes TAG Heuer éste con correa marrón de piel de cocodrilo. Annabelle sintió que iba vestida un poco más sencillamente de la cuenta. Con sus shorts grises de punto ajustados con cordel, su camiseta aguamarina sin mangas y sus chancletas J. Crew.
Advirtió el preciso instante en que él se fijó en la multitud de globos rosas atados a la larga verja que rodeaba el porche delantero, de estilo tradicional.
El se volvió hacia ella muy despacio, como una pitón desenroscándose de cara al ataque.
– ¿Qué clase de fiesta es ésta, exactamente?
Ella se mordió el labio inferior e intentó parecer adorable.
– Eh… Tiene gracia que lo pregunte…
Sus ojos severos le recordaron demasiado tarde a Annabelle que, cuando de negocios se trataba, él carecía de sentido del humor. Y tampoco es que lo hubiera olvidado.
– Nada de tonterías, Annabelle. Dígame ahora mismo de qué va esto.
La pisotearía si trataba de escenificar una retirada, de modo que probó con cierto savoir faire desenfadado:
– Relájese y disfrute. Será divertido. -No sonó nada convincente, pero antes de que él pudiera estrangularla, apareció Molly en el porche de entrada con Pippi a su vera. Las dos lucían rutilantes diademas rosas, la de Pippi complementada con una túnica de princesa de color fresa y la de Molly con unos shorts ajustados amarillo limón y una camiseta de la conejita Dafne. La expresión ya severa de Heath se tornó aún más adusta.
Molly pareció perpleja al ver a Heath, y luego se echó a reír. Él le lanzó a Annabelle una mirada asesina, fingió una sonrisa postiza para Molly y salió del coche. Annabelle agarró su bolsa y le siguió. Desgraciadamente, el nudo que había empezado a formarse en su estómago salió con ella.
– ¿Heath? No me lo puedo creer -dijo Molly-. Si ni siquiera he podido convencer a Kevin de que viniera hoy a echar una mano.
– No me digas -respondió él despacio-. Me ha invitado Annabelle.
Molly la felicitó, pulgares hacia arriba.
– Fantástico.
Annabelle forzó una sonrisa.
Heath caminó hacia Molly, transmitiendo un aire de diversión que Annabelle sabía que no sentía.
– Annabelle, no obstante, olvidó decirme a qué me estaba invitando exactamente.
– Uups… -Los ojos de Molly centellearon.
– Lo habría hecho si me lo hubiera preguntado. -Sus palabras sonaron falsas incluso a sus propios oídos, y él la ignoró.
Molly se inclinó hacia su hija.
– Pippi, cuéntale al señor Heath lo de nuestra fiesta.
La diadema de la pequeña se bamboleó al saltar dando un chillido que perforaba los tímpanos.
– ¡La fiesta de las princesas!
– Qué me dices -dijo Heath arrastrando las sílabas. Muy despacio, se volvió a mirar a Annabelle. Ella fingió observar una rosa trepadora a un lado del porche de entrada.
– Fue idea de Julie y de Tess -dijo Molly-. Annabelle se presentó voluntaria para echar una mano.
Annabelle pensó en explicar que Julie y Tess eran las hijas mayores de los Calebow, gemelas de quince años. Luego comprendió que Heath no necesitaría esa explicación. Habría asumido como parte de su trabajo enterarse de todo lo relativo a los cuatro hijos de Dan y Phoebe: las gemelas, Hannah, de doce años, y Andrew, de nueve. Probablemente, estaba al tanto de cuáles eran sus comidas favoritas y de cuándo se habían hecho la última revisión dental.
– Las gemelas se han apuntado voluntarias en un centro de asistencia diurna a familias sin recursos -prosiguió Molly-. Trabajan con niñas de cuatro y cinco años, supervisando actividades dirigidas a introducirlas en mates y ciencias. Querían organizar una fiesta para divertirse un poco.
– ¡La fiesta de las princesas! -volvió a chillar Pippi, botando una y otra vez.
– No sabes lo contenta que estoy de que hayas venido -dijo Molly-. Tess y Julie se han despertado con fiebre esta mañana, así que hemos ido un poco de cabeza. Hannah va a echar una mano pero se involucra emocionalmente, con lo que no puedes confiar del todo en ella. He intentado llamar a Kevin para rogarle que lo reconsiderase, pero Dan y él se han llevado a los chicos no sé dónde y no cogen el teléfono. Verás cuando se enteren de quién les ha salvado.
– Es un placer. -Heath transmitía tal sinceridad que Annabelle le habría creído de no estar al tanto de la situación. No le extrañaba que fuera tan bueno en lo que hacía.
Oyeron el sonido de un motor y vieron acercarse un minibús amarillo. Molly se volvió hacia la puerta.
– ¡Hannah, han llegado las niñas!
Al cabo de unos instantes, apareció Hannah Calebow, de doce años. Delgada y rara, se parecía más a su tía Molly que a Phoebe, su madre. Su pelo castaño claro, ojos expresivos y rasgos ligeramente asimétricos insinuaban la promesa de algo más interesante que una belleza convencional cuando creciera, aunque en este momento era difícil precisar el qué.
– Hola, Annabelle -dijo al aproximarse.
Annabelle devolvió el saludo, y Molly presentó a Heath mientras el minibús se detenía delante de la casa.
– Annabelle, ¿por qué no vais Heath y tú a ayudar a Phoebe en el patio trasero mientras Hannah y yo nos encargamos de que bajen las niñas?
– Tal vez sea mejor que andéis con ojo cuando estéis con mamá -dijo Hannah con voz suave, ansiosa por agradar-. Está de un humor de perros, porque esta mañana Andrew le ha metido mano a la tarta.
– La cosa se pone cada vez mejor -masculló Heath. Y sin más, se dirigió al camino empedrado que rodeaba la casa por un lado. Caminaba tan deprisa que Annabelle tuvo que ir al trote para darle alcance.
– Supongo que le debo una disculpa -dijo-. Temo que me haya dejado llevar por…
– No diga ni una palabra -dijo en un tono que no presagiaba nada bueno-. Me ha jodido a propósito, y no tenemos nada que decirnos.
Ella corrió a ponerse a su lado.
– No ha sido mi intención joderle. Pensé que…
– No gaste saliva. Quería hacerme quedar como un idiota.
Ella deseó que eso no fuera cierto, pero se temía que pudiera serlo. No como un idiota, exactamente. Simplemente, no tan seguro de sí mismo.
– Su reacción es claramente desproporcionada.
Fue entonces cuando la Pitón atacó.
– Está despedida.
Ella tropezó en una de las losas del camino. Su voz no había reflejado emoción alguna, ni un lamento por los buenos ratos y las risas compartidas, tan sólo una declaración lapidaria.
– Seguro que no lo dice en serio.
– Oh, ya lo creo que sí.
– ¡Es una fiesta infantil! No pasa nada.
El se alejó sin añadir palabra.
Ella se quedó helada y en silencio a la sombra de un olmo viejo. Lo había vuelto a hacer. Una vez más, había dejado que su carácter impulsivo la arrastrara al desastre. Le conocía lo suficiente a estas alturas como para entender cuánto le molestaba verse puesto en desventaja. ¿Cómo pudo llegar a creer que encontraría esto divertido? Tal vez no lo había creído. Acaso la persona a la que había intentado sabotear en realidad era ella misma.
Su madre tenía razón. No podía ser una simple coincidencia que todo aquello a lo que Annabelle se aplicaba fracasara. ¿Creía en el fondo que no merecía el éxito? ¿Era ésa la razón de que todas sus empresas acabaran en desastre?
Se apoyó en el tronco del árbol y trató de no llorar.
9
Heath estaba furioso. No le gustaba quedar como un idiota bajo ninguna circunstancia, pero especialmente en presencia de Phoebe Calebow. Y sin embargo ahí estaba, absolutamente fuera de su elemento. Si se hubiera tratado de una fiesta de adolescentes, no habría problema. Le gustaban los adolescentes. Se le daba bien hablar con ellos. Pero los niños pequeños -las niñas pequeñas- eran un misterio para él.
Su ira contra Annabelle iba en aumento. Le había parecido que engañarle de esta manera sería divertido, pero nada que tuviera que ver con Phoebe podía hacerle gracia. Cuando de negocios se trataba, no le gustaban las bromas. Annabelle lo sabía, pero había decidido ponerle a prueba, y se vio forzado a cortarle las alas. No iba a dejar que eso le remordiera la conciencia, además. El sentimentalismo y el remordimiento eran cosa de perdedores.
Centró su atención en el patio trasero de los Calebow, con su piscina, sus altos árboles y su amplia y bien aprovechada explanada, todo ello pensado para una gran familia. Esa tarde, estaba lleno de vaporosos colgajos rosas: colgaban de los árboles, rodeaban la zona enlosada y cubrían la estructura de barras de los niños. Festoneaban igualmente las diminutas mesas en que globos rosas oscilaban al soplo de la brisa sobre el respaldo de cada sillita. Cajas de cartón rosa rebosaban de vestidos centelleantes como el que llevaba Pippi Tucker, y en un carrito rosa abollado se apilaban zapatillas de plástico. Falsas joyas rosas decoraban una silla en forma de trono situada en el centro del patio. Sólo la piñata en forma de dragón verde que se balanceaba bajo la rama de un arce se había librado de la plaga rosa.
Siempre se había sentido bien en su piel, pero ahora se sentía raro y fuera de lugar. Miró hacia la piscina y experimentó una chispa de esperanza. En una piscina estaría como en casa. Desgraciadamente, la verja de hierro tenía el candado echado. Al parecer, Molly y Phoebe habían decidido que vigilar a tantas niñas pequeñas alrededor del agua sería demasiado peligroso, pero él habría vigilado las malditas niñas. Le gustaba el peligro. Con un poco de suerte, una de las pequeñas sabandijas se habría sumergido un rato y él hubiera podido salvarla de ahogarse. Eso le habría ganado la atención de Phoebe.
La propietaria de los Stars se hallaba de pie detrás de la más alejada de las mesitas, disponiendo algún tipo de chismes de cartón. Al igual que todas las demás, llevaba en la cabeza una de aquellas espantosas diademas rosas, lo cual le inspiró un profundo sentimiento de agravio personal. Los propietarios de equipos debían llevar o bien Stetsons o la cabeza descubierta. No había más opciones.
Phoebe eligió aquel momento para levantar la vista. Abrió los ojos como platos por la sorpresa, y uno de aquellos chismes de cartón se le cayó de las manos.
– ¿Heath?
– Hola, Phoebe.
– Vaya. Esto sí que es bueno. -Se apresuró a recoger lo que demonios fuera aquello-. Por más que me encantaría subir con usted a las trincheras a disputar otro asalto de lucha en el barro, ahora mismo estoy bastante ocupada.
– Annabelle pensó que le vendría bien un poco de ayuda.
– ¿Y eso es usted? No lo creo.
El compuso en sus labios la más desarmante de sus sonrisas.
– Admito que estoy más bien fuera de mi elemento, pero si me orienta adecuadamente pondré lo mejor de mí mismo.
En lugar de seducirla, despertó sus recelos, y su rostro adoptó su habitual expresión de desconfianza. Antes de que pudiera interrogarle, no obstante, un ejército de niñitas apareció a la carga a la vuelta de la esquina. Algunas iban cogidas de la mano, otras caminaban. Vestían en diferentes formas y colores, y una de ellas lloraba.
– Los sitios desconocidos a veces nos dan miedo -oyó que decía Hannah-, pero aquí todo el mundo es muy, muy simpático. Y si te asustas mucho, ven y dímelo. Yo te llevaré a dar un paseo. Y si necesitas ir al váter, yo te diré dónde está también. Nuestro perrito está encerrado para que no le salte encima a nadie. Y si ves una abeja, díselo a uno de los mayores.
A esto debía referirse Molly cuando había dicho que Hannah se involucraba emocionalmente.
Molly se acercó a las cajas rosas de cartón.
– Toda princesa necesita una preciosa túnica, y aquí están las vuestras. -Algunas de las niñas más lanzadas corrieron a por ellas
Phoebe le encasquetó los chismes en la mano.
– Ponga una de éstas en cada sitio. Y más vale que no pretenda cobrarme por ello. -Se fue a toda prisa a echar una mano.
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