– Y no dejen acercarse demasiado a nadie que lleve sombrero.

– Tengo que dejarle ya.

Al colgar, se dio cuenta de que estaba sonriendo, lo que no era buena idea en absoluto. Las pitones podían atacar a voluntad, y rara vez avisaban antes.


***

Arté, la madre de Sean Palmer, trenzas rastas entrecanas, una figura alta y rotunda y una risa contagiosa. A Annabelle le gustó de inmediato. Con Bodie ejerciendo de guía, hicieron un recorrido turístico completo, que empezó con un tour arquitectónico en barco de buena mañana, seguido de un recorrido por la colección impresionista del Instituto de las Artes. Bodie, aunque se encargó de organizarlo todo, se mantuvo en un segundo plano. Era un tipo extraño, lleno de intrigantes contradicciones que hacían que Annabelle quisiera saber más de él.

Después de almorzar más bien tarde, se dirigieron al Millenium Park, el glorioso parque nuevo a la orilla del lago que, según creían los ciudadanos de Chicago, había puesto por fin a la ciudad por delante de San Francisco como la más bonita de Estados Unidos. Annabelle había visitado el parque un montón de veces, y disfrutó presumiendo de sus jardines en bancales, de la fuente Crown de ciento cincuenta metros de alto con sus cambiantes imágenes de vídeo y de la escultura, reluciente como un espejo, de la Cloud Gate, cariñosamente conocida como «el Haba».

Mientras atravesaban el futurista pabellón de la música, donde las onduladas planchas de acero inoxidable del escenario exterior se fundían de forma exquisita con los rascacielos del fondo, su conversación volvió a centrarse en el hijo de Arté, que pronto jugaría de fullback con los Bears.

– A Sean le iban detrás todos los representantes -dijo su madre-. El día en que firmó con Heath fue un día feliz para mí. Dejé de preocuparme tanto porque alguien se fuera a aprovechar de él. Sé que Heath va a defender sus intereses.

– Se preocupa por sus clientes, eso está claro -dijo Annabelle.

El sol de julio flirteaba con las olas del lago mientras las dos mujeres seguían a Bodie por el puente peatonal de acero que discurría sinuoso por encima del tráfico de la avenida Columbus. Cuando al llegaron al otro lado, caminaron hacia la pista de jogging. Se habían detenido a admirar las vistas cuando un ciclista llamó a voces a Bodie y se detuvo junto a él a continuación.

Annabelle y Arté se quedaron paralizadas, mirando los ajustadísimos shorts negros de ciclismo del hombre.

– Alabemos a Dios por la gloria de su Creación -dijo Arté.

– Amén.

Se acercaron un poco más, para observar mejor las pantorrillas bañadas en sudor del ciclista y la camiseta de malla azul y blanca que se le pegaba al pecho perfectamente desarrollado. Estaría en sus veintitantos, tirando a treinta, y llevaba un casco rojo de alta tecnología que ocultaba la parte superior de su empapado pelo rubio, pero no su perfil de adonis.

– Necesitaría un chapuzón en el lago para enfriarme -susurro Annabelle.

– Si tuviera veinte años menos…

Bodie les hizo gestos para que se acercaran.

– Señoras, hay alguien que me gustaría presentarles.

– Ven con mamá -murmuró Arté, lo que hizo reír a Annabelle.

Justo antes de que llegaran junto a los hombres, Annabelle reconoció al ciclista.

– Ahí va. Ya sé quién es ése.

– Señora Palmer, Annabelle -dijo Bodie-, éste es el famoso Dean Robillard, el próximo gran quarterback de los Stars.

Aunque Annabelle no conocía personalmente al suplente de Kevin, le había visto jugar, y estaba al tanto de su reputación. Arté le dio la mano.

– Es un placer conocerte, Dean. Di a tus amigos que no se pasen con Sean, mi niño, esta temporada.

Dean le brindó su sonrisa de romper corazones. «¿Que no sabrá él perfectamente el efecto que causa en las mujeres?», pensó Annabelle.

– No lo haremos, señora, pero sólo por usted. -Rezumando sex appeal por todos sus poros, enfocó su encanto hacia ella. Repasó su cuerpo de arriba abajo con ojos descaradamente escrutadores y una seguridad que proclamaba que podía hacerla suya, a ella o a cualquier mujer que le viniera en gana, cuando y como quisiera.

«Que te lo has creído, niño malo, niño sexy.»

– Annabelle, ¿no? -preguntó.

– Tendría que comprobarlo en mi carné de conducir para estar segura -dijo-. Me cuesta respirar ahora mismo.

Bodie se atragantó y se echó a reír a continuación.

Aparentemente, Robillard no estaba acostumbrado a que las mujeres le pusieran en evidencia, porque por un momento pareció desconcertado. Luego volvió a dar cuerda a su mecanismo de seducción.

– Será el calor, tal vez.

– Sí que hace calor aquí, sí. -Normalmente, los hombres imponentes la intimidaban, pero él estaba tan pagado de sí mismo que sólo le divertía.

El se echó a reír, esta vez sinceramente, y a ella le gustó de pronto pese a toda su chulería.

– Admiro a las pelirrojas peleonas, la verdad -dijo.

Ella dejó resbalar un poco sus gafas de sol por la nariz y le miró por encima de ellas.

– Yo apostaría, señor Robillard, a que admira a las mujeres en general.

– Y a que ellas te corresponden. -Arté se reía.

Dean se volvió hacia Bodie.

– ¿De dónde has sacado a estas dos?

– De la prisión del condado de Cook.

Arté resopló.

– Compórtate, Bodie.

Dean volvió a centrar su atención en Annabelle.

– Su nombre me suena. Espere un momento. ¿No es usted la casamentera de Heath?

– ¿Cómo lo sabe?

– La gente chismorrea. -Una patinadora pasó zumbando con la morena melena al viento. Él se tomó su tiempo para disfrutar de la vista-. Nunca había conocido a una casamentera -dijo al fin-. ¿Cree que debería contratarla?

– Ya sabrá que mi negocio no tiene nada que ver con andar picando de flor en flor, ¿no?

Él cruzó los brazos sobre el pecho.

– Oiga, todo el mundo quiere conocer a alguien especial.

Ella sonrió.

– No cuando se lo están pasando en grande conociendo a todas esas no-especiales.

Dean se volvió hacia Bodie.

– Creo que no le gusto.

– Le gustas -dijo Bodie-, pero cree que eres un poco inmaduro.

– Estoy segura de que se le pasará cuando crezca -dijo Annabelle.

Bodie le dio una palmada en la espalda.

– Ya sé que no sucede muy a menudo, pero parece que Annabelle es inmune a tu carita de estrella de cine.

– Pues alguien debería llevarla al oculista -masculló Arté, haciéndoles reír a todos.

Dean sacó su bici del camino y la dejó apoyada en un árbol mientras los cuatro seguían charlando. Dean preguntó a Arté por Sean, y hablaron un rato de los Bears. Luego, Bodie sacó el tema de que Dean andaba buscando representante.

– He oído que estuviste viendo a Jack Riley en IMG.

– Estoy viendo a mucha gente.

– Deberías oír al menos lo que Heath tenga que decir. El tío es listo.

– Heath Champion es el primero de mi lista de gente a la que no debo llamar. Ya tengo suficientes formas de hacer infeliz a Phoebe -Dean se volvió hacia Annabelle-. ¿Le gustaría venir conmigo a la playa mañana?

Ella no se esperaba algo así, y se quedó perpleja. También escamada.

– ¿Porqué?

– ¿Puedo ser sincero?

– No lo sé. ¿Puede?

– Necesito protección.

– ¿Solar, para no ponerse demasiado moreno?

– No. -Hizo centellear su sonrisa de chico encantador-. Me encanta la playa, pero me reconoce tanta gente que me es difícil refrescarme. Normalmente, si estoy con una mujer, la gente me deja un poco más de aire.

– ¿Y yo soy la única mujer que puede encontrar que quiera acompañarle? Eso lo dudo.

Él pestañeó.

– No se lo tome a mal, pero estaré más relajado si invito a una con la que no esté pensando en acostarme.

Annabelle soltó una carcajada.

– El pobre Dean necesita una amiga, no una amante. -Bodie se rió discretamente.

– La invito a usted también, señora Palmer -dijo Dean, muy educado.

– Cariño, ni un bombón como tú va a conseguir que me exhiba en público en traje de baño.

– ¿Qué dice, Annabelle? -Dean señaló con un gesto de la cabeza a la orilla del lago-. Podemos ir a la playa de Oak Street. Llevare una nevera. Podemos andar por ahí, nadar, escuchar música. Será divertido. Puede rebajar su nivel de exigencia un par de horas, ¿no?

Su vida se había vuelto muy extraña desde que conoció a Heath Champion. El joven deportista más deseado de Chicago acababa de pedirle que pasara la tarde del domingo tirada en la playa con él, cuando apenas dos días antes sentía lástima de sí misma porque no tenía ningún plan para el fin de semana del Cuatro de Julio.

– Siempre que me prometa que no se comerá con los ojos a mujeres más jóvenes estando conmigo.

– ¡Nunca haría eso! -declaró, olvidándose al parecer de la patinadora morena.

– Sólo quería dejarlo claro.

Y no lo hizo.

Tampoco habló por el móvil ni se sacó una BlackBerry. Fue un día caluroso y despejado, y él trajo hasta una sombrilla de playa para proteger su delicada piel de pelirroja. Estuvieron tumbados en sus toallas, oyendo música, hablando cuando les apetecía y mirando el lago cuando no. Ella llevó su bañador blanco de dos piezas que tenía el corte lo bastante alto en los muslos para hacerle las piernas más largas, pero no tanto que requiriera unas ingles brasileñas. Les interrumpieron algunos admiradores, pero tampoco muchos. Aun así, todo el mundo parecía querer un poquito de Dean Robillard. Tal vez por eso ella percibió en él una extraña soledad bajo su ego hiperdesarrollado. Él eludía las preguntas relativas a su familia, y ella no quiso presionarle.

Cuando volvió a casa, la esperaban cuatro mensajes de voz, todos ellos de Heath, pidiéndole que le llamara inmediatamente. En vez de hacerlo, tomó una ducha. Estaba secándose el pelo cuando oyó el timbre de la puerta. Se ató su albornoz amarillo por la cintura y bajó las escaleras, pasándose una mano por el pelo camino de la puerta.

A través de las ondulaciones del cristal, un hombre como un armario le devolvió la mirada. La Pitón visitaba su casa por segunda vez.

11

– Este año, sólo dos cajas de galletitas de menta, chicas -dijo Annabelle al abrir la puerta-. Estoy a dieta.

Heath entró con gran ímpetu, dejándola atrás.

– ¿Comprueba alguna vez si tiene mensajes en el contestador?

Ella bajó la vista hacia sus pies descalzos.

– Ha vuelto a pillarme con mi mejor aspecto.

Él estaba en modo hiperactivo, y apenas la miró, como por lo demás procedía.

– Está guapísima. O sea, que allí estoy yo, atrapado en un seminario sobre la Biblia en Indianápolis, cuando me llega la noticia de que mi casamentera está en la playa con Dean Robillard.

– ¿Respondió al teléfono en mitad de un seminario sobre la Biblia?

– Me aburría.

– ¿Y asistía usted a esa clase porque…? Da igual. Su cliente quería que asistiera. -Cerró la puerta.

– ¿Por qué demonios le pidió Robillard que fuera con él?

– Está loco por mí. Me ocurre constantemente. Raoul dice que no puedo evitar causar ese efecto en los hombres.

– Ya. Bodie me dijo que Dean quería ir a la playa y necesitaba que alguien le apartara las moscas.

– ¿Por qué lo ha preguntado, entonces?

– Para conocer el punto de vista de Raoul.

Ella sonrió y le siguió con pasos sordos hasta el recibidor.

– Su terrorífico esbirro estaba al tanto de esto desde ayer. ¿Por qué ha esperado hasta hoy para contárselo?

– Eso me pregunto yo. ¿Tiene algo de comer?

– Algunos restos de comida tailandesa, pero les está creciendo pelo, así que no se lo recomiendo.

– Voy a pedir una pizza. ¿Cómo le gusta?

Tal vez fuera porque estaba prácticamente desnuda y no le gustaba su actitud, o a lo mejor es que era una idiota sin más, pero el caso es que se llevó una mano a la cadera, le miró con descaro y dejó que las palabras salieran de su boca.

– Me gusta caliente… y… picante.

Él bajó los párpados, posando la mirada sobre el escote de su albornoz.

– Eso mismo me dijo Raoul.

Ella se batió a toda prisa en retirada hacia las escaleras. El sonido de la discreta risa de Heath la acompañó hasta el piso de arriba.

Se tomó su tiempo para ponerse su último par de shorts limpios y una blusita azul con un remate de encaje que iba a posarse en lo que pasaba por ser su canaleta. Que tuviera que mantenerse a la defensiva no implicaba que hubiera de descuidar su aspecto. Se empolvó las mejillas dándoles un tono bronceado, se dio un toque de brillo en los labios y finalmente se pasó un peine de púa ancha por el pelo, donde algunos tirabuzones rebeldes le enmarcaban ya la cara como adornos navideños.