Cuando volvió al piso de abajo, encontró a Heath en su despacho, apoltronado en su silla con los tobillos cruzados encima de la mesa y el auricular de su teléfono encajado bajo la barbilla. Sus ojos acusaron recibo de su escote de encaje y luego de sus piernas desnudas, y sonrió. Estaba jugando con ella otra vez, pero no iba a permitirse a sí misma sacar conclusiones.
– Ya lo sé, Rocco, pero no tiene más que diez dedos. ¿Cuántos diamantes puede llevar encima? -Frunció la frente al oír la respuesta al otro lado de la línea-. Haz caso a la gente que se preocupa por ti. No digo que lo tuyo con ella no vaya en serio, pero espérate un par de meses, ¿vale? Hablamos la semana que viene. -Colgó el teléfono con rabia y bajó los pies al suelo-. Chupasangres. Esas tías ven a los chavales venir de frente y les sacan todo lo que tienen.
– ¿Estamos hablando de los mismos chavales que señalan con el dedo a las chupasangres en la recepción de los hoteles y dicen «tú, tú y tú» ¿Y que al cabo de diez minutos les están dando mil razones para no ponerse un condón?
– Sí, bueno, eso también se da. -Cogió la cerveza que le había birlado de la nevera-. Pero lo de algunas de estas mujeres es increíble. Los tíos serán duros en el campo, pero cuando termina el partido la cosa cambia. Sobre todo con los más jóvenes. De pronto les vienen todas estas mujeres preciosas diciéndoles que están enamoradas. Cuando quieres darte cuenta, los chicos les están regalando coches deportivos y anillos de diamantes para celebrar que han cumplido un mes. Y no quiero empezar a hablar de las aprovechadas que se quedan embarazadas para luego vender cara su discreción.
– Una vez más, nada que no pueda prevenirse con un condón. -Cogió una regadera de plástico azul y fue con ella hacia las violetas africanas de Nana.
– Los tíos son jóvenes. Se creen invencibles. Ya sé que en Annabellandia todo el mundo es amable y cariñoso, pero hay más mujeres codiciosas en el mundo de las que se puede imaginar.
Annabelle dejó de regar para mirarle fijamente.
– ¿Acaso una de esas codiciosas mujeres consiguió llegar hasta sus bolsillos? ¿Por eso es usted tan quisquilloso?
– Para cuando llegué a ganar lo suficiente para ser un objetivo apetecible, ya había aprendido a cuidar de mí mismo.
– Sólo por curiosidad… ¿Se ha enamorado alguna vez? De una mujer -se apresuró a aclarar, no fuera a empezar a recitarle los nombres de sus clientes.
– Estuve comprometido cuando iba a la facultad. No salió bien.
– ¿Porqué no?
– La herida es demasiado reciente para hurgar en ella -dijo, arrastrando las palabras.
Ella le hizo una mueca, y él sonrió. Sonó su móvil. Mientras respondía, ella observó que él daba más la impresión de estar en su casa que ella misma. ¿Cómo se las arreglaba? No se sabía cómo, encontraba la forma de marcar el territorio allá donde fuera. Como si levantara la pierna cada vez que entraba en una habitación.
Acabó de regar las violetas africanas y se dirigió a la cocina, donde recogió el escandaloso lavavajillas de Nana. Sonó el timbre de la puerta, y al cabo de un momento apareció Heath con la pizza. Ella reunió platos y servilletas. Él sacó dos cervezas y las llevó a la mesa.
Al sentarse, contempló los anaqueles esmaltados de azul y la lata de galletas de Hello Kitty.
– Me gusta este sitio. Es acogedor.
– Se expresa con mucho tacto. Ya sé que debería ponerlo al día pero no he tenido tiempo. -Apenas le llegaba para comprar pintura, y mucho menos para una remodelación más ambiciosa.
Empezaron a comer, y el silencio que se hizo en torno a ellos resultó sorprendentemente cómodo. Ella se preguntó qué haría él al día siguiente para la fiesta del Cuatro de Julio. Él liquidó su primera porción de pizza y cogió otra.
– Annabelle, ¿cómo se las ha arreglado usted para hacer amistad con las dos personas que más me interesan a mí ahora mismo? ¿Qué les da?
– Mi natural encanto, sumado al hecho de que yo tengo vida privada, cosa que usted no. -Menuda vida. El miércoles por la noche, el señor Bronicki la había chuleado para que asistiera a la cena de los jubilados, a la que cada uno llevaba algo, en el centro asistencial. Había cedido únicamente a condición de que él prometiera volver a sacar a pasear a la señora Valerio.
Heath se limpió las comisuras de la boca con su servilleta.
– ¿Qué dijo Robillard de mí?
Ella mordisqueó la corteza de su pizza. Ésta, se recordó a sí misma, era la razón por la que él había sugerido su cena íntima y festiva.
– Dijo que era usted el number one de su lista de no llamables. Cito casi textualmente. Pero eso es probable que ya lo supiera.
– ¿Y usted qué le dijo?
– Nada. Estaba demasiado ocupada babeando. Dios mío, esta como un queso.
Él frunció la frente.
– Dean Robillard no es uno de esos chicos ingenuos de los que le hablaba. Tenga cuidado con él. Colecciona mujeres como quien come pipas.
– Vale, encanto; a mí me puede mordisquear cuando le apetezca.
Para su sorpresa, él tomó sus palabras en serio.
– No se le ocurra colarse por él.
Esto sí que era interesante.
– Por favor, ¿me lo puede repetir?
– Mire, Annabelle, Dean no es mal tío, pero, en lo que a mujeres se refiere, lo único que le preocupa es sumar palotes.
– ¿No como a mí?
– Se pasa de lista.
Le había brindado una oportunidad de oro para escarbar un poco más en la vida y milagros de Heath Champion.
– Sólo por curiosidad, ¿cuántos palotes sumó usted? Cuando sumaba palotes, quiero decir. ¿Y cuánto tiempo hace de eso, por cierto?
– Demasiados palotes. Y no estoy orgulloso de ello tampoco, así que no me sermonee.
– ¿Está convencido de haber dejado atrás sus días de sumar palotes?
– Si no lo estuviera, no estaría pensando en casarme.
– No está pensando en casarse. Aún no ha accedido a una segunda cita.
– Eso es sólo porque he contratado a dos casamenteras medio incompetentes.
No le había hablado de la visita de Portia, pero ¿qué podía decirle? Que Portia Powers era una hija de puta. Eso probablemente ya lo sabía. Además, había algo más que tenía que decirle, y le daba pánico hacerlo.
– Esta mañana me ha llamado Claudia Reeshman. Aún quiere verle.
– ¿En serio? -Se repantigó en la silla, con una sonrisa maliciosa en el rostro-. ¿Cómo es que la llamó a usted, y no a Portia?
– Supongo que conectamos más o menos, el jueves.
– Asombroso.
– Creía que la había convencido de que usted no valía la pena, Pero parece ser que no. -Cogió su pizza, aunque había perdido el apetito-. Así que supongo que querrá apuntarla a ella también en agenda para el miércoles por la noche, ¿no?
– No.
A Annabelle le cayó un pegote de queso en el regazo.
– ¿No quiere?
– ¿No me dijo que no me convenía?
– Y así es, pero…
– Pues nada.
Algo cálido y dulce se le desperezó por dentro.
– Gracias.
Se frotó el regazo, avergonzada.
– De nada.
Ella se entretuvo limpiándose los dedos con la servilleta.
– La mujer que voy a presentarle el miércoles no es tan guapa.
– Hay pocas que lo sean. La última portada de Reeshman para Sports Illustrated era increíble.
– Es una intérprete de arpa que está acabando un máster en ejecución musical. Veintiocho años, y una licenciatura por Vassar. Había quedado en presentarles el jueves pasado.
– ¿Es fea?
– Por supuesto que no es fea. -Recogió su plato con gesto enérgico y lo llevó al fregadero.
Heath no dijo una palabra en varios minutos. Al cabo, cogió su propio plato y se lo pasó.
– En el más que improbable caso de que Dean la vuelva a llamar, tenga cuidado con lo que dice de mí.
– ¿Qué le hace pensar que es improbable?
Él señaló a la mesa con la cabeza.
– ¿Quiere otra porción?
– No. -Colocó de cualquier manera el plato de Heath en el lavavajillas-. No, quiero que responda. ¿Por qué está tan seguro de que no me va a llamar?
– Cálmese. Me refería sólo a que le lleva usted unos años.
– ¿Y qué? -Cerró el lavavajillas de un portazo y se dijo a si misma que mejor era callarse, pero las palabras siguieron afluyendo a su boca-. Que mujeres maduras salgan con hombres mas jóvenes está de moda hoy en día. ¿Es que no lee el People?
– Dean sólo sale con chicas frívolas de las que van de fiesta en fiesta.
Ella sabía a qué se refería, y una vena masoquista la llevó a presionarle para que lo declarara en voz alta:
– Escúpalo. Cree que no soy lo bastante atractiva para él.
– Deje de poner en mi boca palabras que no he dicho. Lo único que digo es que usted y él no se gustan así como para enamorarse.
– Cierto. Pero puede que nos gustemos así como para acostarnos.
Había tirado por la borda los últimos restos de prudencia, y se encontró con un dedo largo y afilado apuntándola.
– No se va a acostar con él. Yo conozco a estos tipos y usted no. Yo he confiado en usted respecto a Claudia Reeshman. Usted necesita confiar en mí respecto a Dean Robillard.
No iba a dejar que zanjara la cuestión tan fácilmente.
– Usted busca una esposa. A lo mejor, yo busco sólo un poco de diversión.
– Si es diversión lo que necesita -contraatacó él-, yo le daré diversión.
Se quedó atónita.
Pasó un coche por la calle con la radio a todo volumen. Los dos seguían mirándose sin decir nada. También él parecía sorprendido. O tal vez no. Lenta, deliberadamente, Heath curvó hacia arriba una comisura de su boca, y ella comprendió que la Pitón estaba jugando con ella otra vez.
– He de irme, Campanilla. Tengo algo de trabajo atrasado. Gracias por la cena.
Sólo cuando la puerta de entrada se cerró tras él ella pudo musitar:
– De nada.
– Sí… Sí, está bien. Que suba. -A Portia le temblaban las manos al colgar el teléfono. Bodie estaba en el vestíbulo del edificio.
No había vuelto a llamar desde su cita en el bar deportivo, diez días antes, y ahora se presentaba en su apartamento a las nueve de la noche del Cuatro de Julio, confiando en que ella le estaría esperando. Pudo decirle al portero que le echara, pero no lo hizo.
Se dirigió maquinalmente hacia su dormitorio, despojándose por el camino de su combinación de algodón. Los Jenson la habían invitado a salir a ver los fuegos artificiales de la noche desde su barco, pero los fuegos artificiales la deprimían, como casi todos los rituales festivos, y prefirió declinar la invitación. Había sido una semana horrorosa. Primero, la debacle de Claudia Reeshman, luego se había despedido la ayudante que contrató para reemplazar a SuSu Kaplan, porque decía que el trabajo era «demasiado estresante». Portia había echado desesperadamente a faltar el programa de amadrinamiento. Hasta intentó concertar un almuerzo con Juanita para discutir la situación, pero la directora le había dado largas.
Intentó imaginarse cómo reaccionaría Bodie ante el apartamento que se había comprado después del divorcio. Dado que utilizaba su hogar para ofrecer cócteles mensuales a sus clientes más importantes, había elegido un piso amplio, en el ático de un edificio de piedra caliza de antes de la guerra, dexorbitadamente caro, contiguo a Lakeshore Drive. Pretendía transmitir la elegancia de un mundo pasado, por lo que había tomado prestada la paleta de colores de los maestros holandeses: cálidos tonos pardos, dorado añejo y verde oliva apagado, resaltados con sutiles toques agridulces. En el salón, un par de sofás muy clásicos, masculinos, y un sillón de cuero bordeaban la alfombra oriental teñida al té. Una alfombra oriental similar complementaba la sólida mesa de madera de teca del comedor y las sillas de suntuoso tapizado que la rodeaban. Era importante que los hombres se sintieran a gusto allí, por lo que mantenía las mesas despejadas de objetos decorativos y el mueble bar bien surtido. Tan sólo en su dormitorio se había permitido dar rienda a su pasión por la feminidad desbocada. Su cama era una creación de terciopelo marfil y crudo, con almohadas de encaje festoneadas de gamuza. Macizos candelabros de plata descansaban sobre delicados arcones. La espuma de cristal de una pequeña lámpara de araña colgaba en una esquina cerca de una mullida butaca de lectura con una pila de revistas de moda, varias novelas y un libro de autoayuda que pretendía servir a las mujeres en la búsqueda de su felicidad interior'
Tal vez Bodie estuviera borracho. Tal vez por eso se había presentado esa noche. Pero ¿quién conocía las motivaciones de un hombre como él? Se puso un vestido de tirantes de escote redondo con un estampado clásico de rosas y se calzó un par de zapatos de tacón rosáceos con cintas en los tobillos, adornados con pequeñas mariposas de piel. Sonó el timbre. Se obligó a caminar muy despacio hacia la puerta.
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