Él llevaba una camisa sedosa de manga larga color marrón topo con pantalones a juego, de esos carísimos de microfibras, que parecían deslizarse sobre sus piernas. De los hombros para abajo, su aspecto era musculoso pero respetable, elegante incluso. Pero de los hombros para arriba, toda respetabilidad se desvanecía. Su vigoroso cuello tatuado, sus ojos azules de picahielo y su amenazador cráneo afeitado le daban un aspecto más intimidante aún de lo que ella recordaba.

Echó un vistazo al salón sin decir palabra y luego caminó hacia las puertas acristaladas que daban paso a su pequeño balcón. Todos los veranos, Portia se proponía firmemente montar ahí un jardín de tiestos, pero la jardinería exigía una paciencia de la que carecía, y nunca llegaba a hacerlo. Una ráfaga de humedad penetró en la atmósfera climatizada del piso al abrir él una de las puertas y salir al exterior. Ella meditó unos instantes y decidió acercarse al mini-bar. Ignoró el surtido de cervezas de importación que él preferiría y eligió en su lugar una botella de champán y dos frágiles copas altas. Fue con ellas hasta las puertas acristaladas y encendió la luz exterior antes de salir.

El aire era cálido, espeso, y nubes altas y oscuras se cernían sobre el tejado del bloque de apartamentos de enfrente. Se aproximó al antepecho de hormigón, rematado por una superficie ancha que sostenían balaustres rechonchos, en forma de urna. Dejó allí la botella de champán junto con las delicadas copas.

El seguía sin abrir la boca. En la calle, diez pisos más abajo, un coche dejó su aparcamiento y dio la vuelta a la esquina. Un grupo de rezagados se dirigía al lago para ver el despliegue de fuegos artificiales de la ciudad, que debía de estar a punto de comenzar. Bodie descorchó la botella y sirvió el champán. Las frágiles copas no quedaban ni mucho menos tan ridículas en sus grandes manos como ella había esperado. El silencio se prolongó entre ellos. Lamentó no haber dicho algo al entrar él, porque ahora la cosa parecía un concurso para ver quién aguantaba más sin hablar.

Sonó la bocina estridente de un coche, y a ella se le tensaron los músculos del cuello hasta hacerse un nudo. Apoyó un pie en el barandal inferior. Se arañó la piel de su tobillo desnudo con la balaustrada de cemento. Él dejó su copa en el pasamanos, junto a la botella, y se volvió hacia ella. Ella no quería alzar la vista para mirarle, pero no pudo evitarlo. Las oscuras nubes se arremolinaban detrás de cabeza como un halo diabólico. La iba a besar, lo presentía. Pero no lo hizo. En vez de eso, tomó la copa de entre sus dedos y la colocó junto a la suya. Entonces alzó un brazo y le pasó el pulgar a lo largo de los labios, haciendo la presión justa para que el carmín se le corriera por la mejilla.

Los pelillos de la nuca se le erizaron. Se propuso apartarse pero fue incapaz. Fue él quien se apartó, en cambio… hasta las puertas de cristal, para alargar la mano hacia el interior y apagar la luz sumiendo así el balcón en la oscuridad. Un brote de pánico la recorrió de arriba abajo. El corazón empezó a latirle con fuerza Se dio la vuelta y curvó las húmedas manos sobre la baranda. Sintió cómo él se le acercaba por detrás, y empezó a temblar cuando posó las manazas sobre sus caderas. El calor de sus palmas atravesaba el sedoso tejido del vestido de rosas. Debajo sólo llevaba un coulotte de seda de tono crema muy pálido. Su piel se estremeció, y un súbito calor le inundó las entrañas. Él repasó el contorno de la estrecha banda superior de su coulotte por encima del vestido, una exploración más erótica que si le hubiera tocado la carne desnuda.

Una diadema de luces estroboscópicas hizo erupción en el cielo, blancas esferas cristalinas de fulgor y ruido que explotaban sobre el lago anunciando el comienzo del espectáculo de fuegos artificiales. Sintió el ardor del aliento de Bodie en su cuello húmedo, y sus dientes clavarse alrededor del tendón que marcaba el lugar donde cuello y hombros se unían. La inmovilizó así, sin hacerle daño, pero sujetándola como un animal. Deslizó las manos bajo el dobladillo del vestido.

Ella no trató de separarse, no se movió. El le palpó el trasero a través del coulotte. Deslizó el pulgar por la raja, hacia abajo, hacia arriba, luego hacia abajo otra vez, tomándose su tiempo. Al otro lado de la calle, se encendió la luz en una ventana, y en el cielo se abrieron como paraguas palmeras doradas. Ella recuperó el aliento al sentir deslizarse entre sus muslos los dedos de él.

Justo cuando creía que iban a fallarle las piernas, él aflojó la presión de su boca sobre el cuello y le pasó la lengua por el sitio por que la había tenido inmovilizada. Luego cayó de rodillas tras ella. Ella se quedó como estaba, aferrándose al pasamanos, contemplando cómo afuera se desenroscaban serpientes plateadas contra el cielo de nubes. Él le acarició las pantorrillas y después deslizó las manos hacia arriba, bajo la falda del vestido, rozando apenas el exterior de sus muslos primero, luego su coulotte. Metió los pulgares dentro de la banda elástica y se lo bajó hasta los tobillos. Le plantó un pie y sacó las braguitas por encima del zapato. Quedaron en el suelo, rodeando el tobillo opuesto. Se puso en pie.

Un bosque de sauces azules y verdes caía en gotas del cielo. Sintió la mano de él en el centro de su espalda. Estaba haciendo presión pero ella tardó un momento en comprender lo que quería que hiciera. Despacio, la hizo doblarse sobre el pasamanos. Abajo un taxi recorría la calle. Le levantó la vaporosa falda hasta la cintura. Vista por delante, la tela la cubría recatadamente, de forma que alguien que mirara desde una ventana del lado opuesto de la calle vería sólo a una mujer apoyada en el balcón con un hombre de pie a su espalda. Pero por detrás, se hallaba totalmente expuesta a él.

Ahora, ninguna barrera de seda se interponía entre la carne y las yemas de su pulgar al acariciarla. La abrió como los gajos de una naranja. Jugueteó con su zumo. La respiración de ella se tornó rápida y superficial. Gimió. Él dio un paso atrás. Ella oyó un ruido de roce mientras él se ocupaba de su ropa y de un condón -lo que le sugirió que tenía esto planeado desde un principio-. Y entonces se ocupó de ella.

Ella aguantó la respiración ante la excitante indignidad de sus dedos. El cielo estaba surcado de cometas que luego se precipitaban hacia su extinción en el agua. Se aferró al pasamanos con más tuerza mientras él separaba sus labios con los pulgares y jugueteaba; entonces la embistió hasta el fondo. La acometió desde atrás, agarrando con fuerza sus caderas, sujetándola en el sitio donde la quería. La acarició, haciéndola estirarse, llenándola. Ella se elevó con los cometas… floreció con los sauces… explotó con los cohetes. Al final, se desplomó en el suelo bajo una lluvia de chispas.

Después, él le ajustó de nuevo la falda, se la alisó y desapareció en el interior de su cuarto de baño, con su tocador de anticuario, su espejo italiano y su papel pintado de Colefax & Fowler. Cuando volvió tenía un aire tranquilo y sereno. Ella deseaba romper a llorar, pero en vez de eso, le dirigió la más helada de sus miradas, caminó hasta la puerta y la abrió con gesto brusco.

Él torció, divertido, una comisura de su boca. Avanzó hasta ella y pasó un dedo por el carmín corrido de su mejilla. Ella evitó mover ni un músculo. Con una nueva sonrisa, él salió al rellano y caminó hacia el ascensor ornamentado de bronce. Antes de llegar se dio la vuelta y habló por vez primera.

– ¿Ya está todo claro?

12

Annabelle y Heath salieron de Chicago el viernes después de comer. El camping del lago Wind se hallaba al noreste de Michigan, aproximadamente a una hora de la bonita ciudad de Grayling. Kevin y Molly llevaban allí toda la semana, y el resto de miembros del club de lectura iba llegando en coche, pero el señor Súper-repre-sentante no disponía de tanto tiempo, de modo que se las había arreglado para que les llevaran en el reactor de la empresa de un amigo. Mientras él llamaba por teléfono, Annabelle, que no había ido nunca en un avión privado, miraba por la ventanilla y se esforzaba por relajarse. Porque ¿qué importaba que Heath y ella fueran a compartir una cabaña durante el fin de semana? El se pasaría la mayor parte del tiempo por ahí con los hombres o tratando de impresionar a Phoebe, así que apenas le vería, lo que sin duda era lo mejor, pues todas aquellas feromonas tan masculinas que emitía estaban afectándola. Afortunadamente, comprendía la diferencia entre la atracción biológica y el afecto duradero. Puede que estuviera algo salida, pero no era autodestructiva del todo.

Un cuatro por cuatro gris de alquiler les esperaba en la pequeña pista de aterrizaje. Estaban a sólo unos ciento treinta kilómetros de la isla de Mackinac, y el aire cálido de la tarde les traía el vigorizante aroma a pino de los bosques del norte. Heath cargó con su bolsa y con la de ella, las llevó hasta el coche, y luego volvió a por los palos de golf. Ella había estirado su presupuesto para comprarse unas cosas nuevas para el viaje, incluidos los pantalones sueltos de gamuza que llevaba y cuyas finas rayas verticales hacían que sus piernas parecieran más largas. Un coqueto top color bronce realzaba sus pequeños pendientes de ámbar. Se había hecho cortar las puntas y su pelo, por una vez, no le daba problemas. Heath llevaba otro de sus polos carísimos, éste verde musgo, combinado con chinos color piedra y mocasines.

Colocó el equipaje en el maletero y a continuación le lanzó las llaves.

– Usted conduce.

Ella contuvo una sonrisa mientras se sentaba al volante.

– Cada día que pasa, se hacen más evidentes las razones por las que quiere una esposa.

Él dejó su portátil en el asiento de atrás y se acomodó en el del copiloto. Annabelle consultó las indicaciones de Molly y luego tomó una sinuosa carretera de dos carriles. Se preguntó cómo habría pasado él el Cuatro de Julio. No había vuelto a verle desde el miércoles, cuando le presentó a la arpista del De Paul, que a él le pareció inteligente, atractiva, pero demasiado seria. Concluida la cita, le había pedido más información sobre Gwen. Algún día no muy lejano tendría que contarle la verdad sobre ese asunto. Una idea en absoluto agradable.

Mientras él hacía otra llamada, se concentró en el placer de conducir un coche que no fuera Sherman. Molly no había exagerado al describirle lo bonito que era aquello. Los bosques se extendían a ambos lados de la carretera, en grupos de pinos, robles y arces. El año anterior, Annabelle se había visto obligada a cancelar sus planes de asistir al retiro porque Kate se presentó en Chicago sin avisar, pero se lo habían contado todo: los paseos que habían dado por el camping, que iban a nadar al lago y que hacían las tertulias literarias en el cenador nuevo que Molly y Kevin habían construido cerca de la zona privada donde vivían, contigua al bed & breakfast. Le sonó todo muy relajante. Pero ahora no se sentía relajada. Se jugaba mucho, y tenía que permanecer centrada.

Heath realizó una segunda llamada antes de guardar por fin el teléfono y ocuparse de criticar su forma de conducir.

– Tiene un montón de sitio para adelantar a ese camión.

– Siempre que ignore la doble línea continua.

– No le pasará nada por pisarla.

– Claro. ¿Para qué preocuparse por una tontería como una colisión frontal?

– El límite de velocidad es de noventa, usted no pasa de cien.

– No me obligue a parar el coche, joven.

Él se rió entre dientes, y pareció relajarse un rato. Sin embargo, no tardó en volver al ataque: suspirar, mover nerviosamente el pie, enredar con la radio. Ella le dirigió una mirada sombría.

– No es usted capaz de pasarse tres días enteros lejos del trabajo ni soñando.

– Claro que si.

– No sin su móvil.

– Desde luego que no. Ganará usted nuestra apuesta.

– ¡No hemos hecho ninguna apuesta!

– Mejor. Detesto perder. Y en realidad no son tres días. Hoy ya he trabajado ocho horas, y el domingo por la mañana salgo para Detroit. Usted ha hecho planes para volver a la ciudad por su cuenta, ¿no?

Ella asintió. Iba a volver en coche con Janine, la otra soltera del grupo. Él echó un vistazo al velocímetro.

– Ha debido de hablar con Molly después de la fiesta, y me atrevo a suponer que la acribillaría a preguntas sobre este fin de semana. ¿Cómo le explicó que viniera con usted?

– Le dije que estaban llamando a la puerta y que enseguida la llamaba. ¿Eso es un pavo silvestre?

– No lo sé. ¿Le devolvió la llamada?

– No.

– Debió hacerlo. Ahora sospechará algo.

– ¿Y qué se supone que debía decirle? ¿Que está usted obsesionado con chuparle el culo a su hermana?