– No lo es, no exactamente. -Molly nunca se lo habría dicho pero a Kevin aún le costaba trabajo aceptar lo que había hecho Rob lo que le convertía en el culpable más probable. Volvió a arrimar una de las sillas a la mesa. No iba a hablar de Rob con Heath-. Si he estado algo irritable, lo siento -dijo, sin dejar de sonar irritable-, pero me cuesta gran esfuerzo entender a la gente que hace del trabajo el centro de su vida, hasta el punto de excluir las relaciones personales.
– Que es precisamente por lo que me ha traído aquí. Para enmendar eso.
Ahí le había dado.
– ¿Andando? -dijo Heath, y señaló la puerta del porche con un gesto.
– ¿Por qué no? -Se sacudió el pelo y pasó delante de él-. Es hora de poner en marcha la operación Lamida de Culo.
– Eso quería oír: con convicción, como a mí me gusta.
En el fuego, pequeñas explosiones lanzaban chispas al cielo. Sobre la mesa de picnic sólo quedaba la bandeja de bizcochos de chocolate y nueces que Molly había hecho para ellos en la cocina del bed & breakfast aquella tarde. Una pareja joven se encargaba del día a día del camping, pero Molly y Kevin siempre echaban una mano cuando estaban allí. La comida había sido deliciosa: churrasco a la brasa, patatas asadas con un montón de salsas, cebollas dulces perfectamente tostadas en los extremos, y una ensalada aderezada con jugosas rodajas de pera madura. Kevin y Molly habían dejado a los niños con la pareja que llevaba el camping, nadie tenía que coger el coche y corrían el vino y la cerveza. Heath se encontraba en su elemento, cordial y encantador con las mujeres, como en casa con los hombres. Era un camaleón, pensó Annabelle, y ajustaba su comportamiento para adecuarse al público. Esa noche, todo el mundo estaba disfrutando de su compañía menos Phoebe, e incluso ella no había ido más allá de lanzarle alguna que otra mirada envenenada.
Cuando empezó a sonar el equipo de música, Annabelle se fue andando hasta el desierto embarcadero, pero justo cuando empezaba a disfrutar de la soledad oyó el golpeteo resuelto de un par de sandalias hacia ella y se volvió para ver a Molly que se le acercaba. Excepto por el busto, más generoso por haber dado de amamantar a Danny, parecía la misma chica aplicada que Annabelle conociese hacía más de una década en una clase de literatura comparada. Esa noche, había retirado su lisa melena castaña de la cara con un pasador, y un par de diminutas tortugas de mar de plata pendían de los lóbulos de sus orejas. Llevaba leotardos morados con un top a juego y un collar hecho de tiburones de pasta.
– ¿Por qué no me has devuelto las llamadas? -preguntó.
– Lo siento. Se me liaron las cosas. -Tal vez pudiera distraerla-. ¿Te acuerdas que te conté que tenía un cliente hipocondríaco? Le organicé una cita con una mujer que…
– Eso me da igual. ¿Qué está pasando entre Heath y tú? Annabelle compuso una expresión de asombrada inocencia, tirando del anquilosado repertorio de sus días de teatro universitario.
– ¿A qué te refieres? Asuntos de trabajo.
– No me vengas con ésas. Hace demasiado tiempo que somos amigas.
Annabelle cambió a una expresión ceñuda.
– Es mi cliente más importante. Sabes lo que esto significa para mí.
Molly no se lo tragaba.
– He visto cómo le miras. Igual que si fuera una tragaperras con los tres sietes tatuados en la frente. Como te enamores de él, te juro que no vuelvo a hablarte en la vida.
Annabelle casi se ahoga. Ya sabía que Molly sospecharía, pero no se esperaba una interpelación directa.
– ¿Estás loca? Dejando de lado el hecho de que me trata como a una criada, nunca me iría a colgar de un adicto al trabajo, después e lo que he pasado con mi familia. -Ceder a la lujuria, por otro lado, era una cosa muy distinta.
– Tiene una calculadora por corazón.
– Creía que te caía bien.
– Le adoro. Llevó las negociaciones de Kevin brillantemente y, créeme, mi hermana puede ser muy agarrada. Heath es listo, nunca he conocido a nadie que trabaje tan duro, haría lo que fuera por un cliente, y su conducta es todo lo ética que se puede pedir de un representante. Pero es el peor candidato a un emparejamiento amoroso que haya conocido.
– ¿Crees que no lo sé? Lo de este fin de semana es por trabajo. Ha rechazado a todas las chicas que le hemos presentado tanto Portia como yo. Hay algo que a las dos se nos escapa, y no consigo averiguar qué es durante esas míseras migajas de su tiempo que me dedica. -Decía la verdad. Eso era exactamente en lo que debía concentrar su atención ese fin de semana, en estudiar su psique y no en lo bien que olía o en aquellos ojazos verdes suyos.
Molly aún parecía preocupada.
– Me gustaría creerte, pero tengo el extraño presentimiento de que…
El presentimiento que tuviera se perdió cuando sonaron nuevas pisadas en el embarcadero. Se giraron y vieron que Krystal Greer y Charmaine Pruitt venían a unírseles. Krystal parecía Diana Ross más joven. Esa noche se había recogido el pelo largo y rizado con un lazo rojo que combinaba con un pañuelo atado a modo de top. Era pequeña, pero se comportaba como una reina, y el hecho de haber cumplido los cuarenta no había alterado ni sus pómulos de modelo ni su actitud implacable.
Pese a que tenían personalidades diametralmente opuestas, Charmaine era desde hacía años su mejor amiga. Charmaine, que vestía de forma conservadora, con un conjunto de suéter y chaqueta de algodón color arándano y unos shorts de paseo de rayas diagonales, era de líneas redondas, cariñosa y seria. Había sido bibliotecaria y ahora tocaba el órgano en una iglesia y dedicaba su vida a su marido y a sus dos pequeños. El día que conoció a Darnell, el marido de Charmaine, Annabelle se había quedado atónita ante lo que parecía el peor emparejamiento del siglo. Aunque sabía que Darnell había jugado en tiempos con los Stars, Annabelle no estaba por entonces al tanto del fútbol, y le había imaginado tan conservador como Charmaine. Muy al contrario, Darnell tenía un diamante incrustado en un diente, una colección aparentemente interminable de gafas de sol y una afición a la joyería pesada digna de una estrella del hip-hop. Las apariencias, no obstante, engañaban. Más de la mitad de los libros seleccionados en el club de lectura lo eran por recomendación suya.
– No deja de asombrarme cómo se ve el cielo aquí. -Charmaine se arropó con los brazos contemplando las estrellas-. Viviendo en la ciudad, se te olvida.
– Este fin de semana te vas a llevar sorpresas mayores que un bonito cielo plagado de estrellas -dijo Krystal con aire de suficiencia.
– Suelta tu gran secreto de una vez o deja de dar la lata -replicó Charmaine. Se volvió hacia Annabelle y Molly-. Krystal no para de soltar indirectas sobre no sé qué gran sorpresa que nos tiene preparada. ¿Alguna de vosotras sabe de qué se trata?
Annabelle y Molly negaron con la cabeza.
Krystal se enfundó los pulgares en los bolsillos delanteros de sus shorts y sacó una pechera todavía provocativa.
– Sólo os diré una cosa: nuestra señorita Charmaine puede que necesite un poco de terapia cuando haya acabado con ella. En cuanto al resto de vosotras… Bueno, estad preparadas.
– ¿Para qué? -Janine venía hacia ellas con Sharon McDermitt y Phoebe, que se había puesto un chándal rosa con capucha y sostenía una copa de chardonnay. Janine, con sus canas prematuras, sus joyas de artesanía y su vestido de tirantes estampado hasta los tobillos, salía de un mal año: la muerte de su madre, un cáncer de mama, y una mala racha en la venta de sus libros. Las amistades del club de lectura lo eran todo para ella. Cuando estuvo enferma, Annabelle y Charmaine le traían comida y le hacían recados, Phoebe la llamaba a diario y le organizaba sesiones de masaje periódicas, Krystal se ocupaba del jardín, y Molly la espoleaba para que volviera a escribir. Sharon McDermott, la que mejor sabía escuchar del grupo, había sido su confidente. Después de Molly, Sharon era la mejor amiga de Phoebe, y presidía la Fundación benéfica de los Stars.
– Parece ser que Krystal tiene un secreto -dijo Molly-, que nos revelará, como de costumbre, cuando le venga en gana.
Mientras las demás hacían especulaciones sobre cuál podría ser el secreto de Krystal, Annabelle buscaba la mejor manera de introducir un tema delicado. Aunque hasta el momento había tenido suerte, no podía contar con que ésta la acompañara siempre, y en cuanto que se hizo una pausa en la conversación, intervino.
– Tal vez necesite un poco de ayuda este fin de semana.
Sabía, por sus expresiones expectantes, que deseaban que les explicara cómo era que se había presentado con Heath, pero no iba a darles más pistas de las que ya tenían. Jugueteó con la correa amarilla de su Swatch con motivos de margaritas.
– Todas sabéis los mucho que Perfecta para Ti significa para mí. Si no tengo éxito, se habrá demostrado, básicamente, que mi madre tiene razón en todo. Y la verdad es que no quiero hacerme contable.
– Kate te presiona demasiado -dijo Sharon, y no era la primera vez.
Annabelle le dirigió una mirada agradecida.
– Gracias a Molly, conseguí una entrevista con Heath. Lo que pasa es que tuve que embarcarme en un pequeño subterfugio para que estampara su firma en un contrato.
– ¿Qué clase de subterfugio? -preguntó Janine.
Ella respiró hondo y les contó cómo le había organizado una cita con Gwen.
Molly dio un respingo.
– Te matará. En serio, Annabelle. Cuando se entere de que le engañaste, y se enterará, se pondrá hecho una furia.
– Me arrinconó. -Annabelle se encogió de hombros y se frotó un brazo-. Admito que fue un recurso rastrero, pero sólo tenía veinticuatro horas para salirle con una candidata que le tumbara de espaldas, o si no le perdía.
– Con ese hombre es mejor no enredar -dijo Sharon-. No te creerías algunas de las historias que le he oído a Ron.
Annabelle se mordisqueó el labio inferior.
– Sé que tengo que contarle la verdad. Sólo me hace falta encontrar el momento adecuado.
Krystal ladeó la cadera.
– Nena, no hay un momento adecuado para morir.
Charmaine chasqueó la lengua.
– Te apunto la primera en mi lista de oraciones.
Sólo Phoebe parecía complacida, y sus ojos de ámbar brillaban como los de un gato.
– Me parece genial. No el hecho de que vayas a acabar enterrada en un descampado, esto lo deploro, y me aseguraré de que caiga sobre él todo el peso de la ley. Pero me encanta saber que una chiquilla se la haya colado a la gran Pitón.
Molly miró a su hermana con furia.
– Precisamente por eso Christine Jeffrey no deja que su hija se quede a dormir con las gemelas. Asustas a la gente. -Luego se dirigió a Annabelle-: ¿Qué quieres que hagamos?
– Que no mencionéis el nombre de Gwen estando él presente, nada más. No veo por qué habrían de nombrarla los hombres, así que me encomendaré a la suerte por lo que a ellos respecta. Salvo que a alguna se le ocurra una forma de sugerirlo sin tener que decirles lo que hice.
– Yo voto que les contemos la verdad -dijo Phoebe-. Se pasarán meses riéndose de él a su espalda.
– No vas a conseguir ni un voto. No en nada que tenga que ver con la Pitón.
– Pero qué injusticia -dijo Phoebe, y dio un resoplido.
Charmaine le dio unas palmaditas en el brazo.
– Te pones un poco irracional con ese tema.
Desde la playa llegó el sonido de risas varoniles.
– Más vale que volvamos -dijo Molly-. Mañana tenemos todo el día para hablar de los problemas de Annabelle, incluido por qué se ha traído aquí a Heath, de entrada.
Sharon parecía preocupada.
– Creo que eso salta a la vista. En serio, Annabelle, ¿en qué estabas pensando?
– ¡Son negocios! -exclamó.
– Un poco turbios -murmuró Krystal.
– A Heath le hacía falta evadirse un poco, y yo necesito una ocasión para descubrir por qué no hay forma de encontrarle pareja. No hay nada más.
Charmaine intercambió con Phoebe una mirada significativa, dispuesta a añadir algo, pero Molly acudió al rescate de Annabelle.
– Más vale que volvamos antes de que empiecen a rememorar partidos.
Se encaminaron todas al extremo del embarcadero. Y se pararon en seco.
Phoebe fue la primera en romper el largo silencio. Con su voz ronca y sensual, expresó lo que todas estaban pensando.
– Señoras, bienvenidas al jardín de los dioses.
Sharon habló muy pausadamente, con el murmullo del agua de fondo.
– Cuando estás al lado de ellos no acabas de apreciar el impacto del conjunto.
La voz de Krystal tenía un deje soñador.
– Podemos apreciarlo ahora.
Los hombres estaban de pie alrededor del fuego… los seis… a cuál más atractivo. Phoebe se pasó la lengua por el labio inferior y señaló al mayor de todos, un gigante rubio con una mano plantada en la cadera. Un día que ella nunca olvidaría, en el Midwest Sports Dome, Dan Calebow le había salvado la vida con un lanzamiento espiral perfecto.
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