– Cogería al primero que pillara, ¿no? -Oh, era demasiado fácil. Avanzó la distancia que aún les separaba.
A ella se le tensaron los músculos de la garganta al tragar saliva.
– Tengo que serle sincera.
– Me cogería incluso a mí.
Annabelle encogió sus estrechos hombros, que volvieron a caer.
– Desafortunadamente, es usted el único hombre que hay en esta habitación. Si hubiera alguien más, yo…
– Ya lo sé. Se lo tiraría. -Le pasó la punta de un dedo por la curva de la mejilla. Ella inclinó la cara hacia su mano. El le frotó la barbilla con el pulgar-. ¿Se callará ahora para que pueda besarla?
Ella parpadeó, y las largas y espesas pestañas barrieron sus ojos de duende.
– ¿Habla en serio? -preguntó.
– Ah, sí.
– Porque, si lo hace, yo le besaré también, así que tiene que recordar que estoy…
– Borracha. Lo recordaré. -Deslizó los dedos dentro de aquel pelo que se moría por tocar desde hacía semanas-. No es usted responsable de sus actos.
Ella alzó la vista hacia él.
– Es sólo para que lo entienda.
– Lo entiendo -dijo suavemente.
Y entonces la besó.
Ella se arqueó contra él, el cuerpo flexible y los labios calientes con ese toque picante tan suyo. El pelo enredado entre sus dedos como tirabuzones de seda. Heath liberó una mano y buscó un pecho. A través de la ropa, el pezón se endureció contra la palma de su mano. Annabelle le rodeó el cuello con los brazos y apretó las caderas contra las suyas. Sus lenguas se embarcaron en un juego erótico. Él sintió un impulso animal, ciego. Necesitaba más, y deslizó la mano bajo el top para sentir su piel.
Un gimoteo sofocado hendió la niebla que enturbiaba su mente. Ella se estremeció, e hizo presión contra su pecho con la base de las manos.
Él se echó atrás.
– ¿Annabelle?
Ella levantó los ojos humedecidos hacia él, aspiró por la nariz, y su boca sonrosada y suave adoptó una mueca triste.
– Ojalá estuviera borracha al menos -musitó.
13
Annabelle oyó el suspiro de Heath. Ese beso… Sabía de antemano que besaría de maravilla: dominando de la mejor manera posible, como amo y señor, comandante en jefe, líder carismático. Con éste no había que preocuparse porque se fuera a calzar unos tacones de aguja a la que ella se descuidara. Pero nada de esto justificaba su propia estupidez.
– Creo… Creo que tengo más autocontrol del que pensaba -dijo con voz vacilante.
– Vaya, me encanta que se dé cuenta precisamente ahora.
– No puedo echarlo todo por la borda por un par de minutos de jadeos.
– ¿Un par de minutos? -exclamó él, indignado-. Si cree que eso es lo más que aguanto…
– No siga. -Sintió una punzada de dolor. Lo único que quería hacer ahora era meterse en la cama y enterrar la cabeza bajo las mantas. Se había desentendido de su negocio, de su vida, de su respeto hacia sí misma. Todo aquello que le importaba estaba cediendo al impulso del momento.
– Andando, Campanilla. -La agarró del brazo y tiró de ella hacia la cocina-. Vamos a dar un paseo para enfriarnos un poco.
– No quiero pasear -protestó ella.
– Perfecto. Sigamos con lo que estábamos.
Aun mientras se zafaba de él, era consciente de que tenía razón. Si quería recuperar su equilibrio, no podía esperar al día siguiente. Tenía que hacerlo ahora.
– De acuerdo.
El cogió la linterna colgada junto a la nevera, y Annabelle le siguió al exterior. Echaron a caminar por una senda mullida de hojas de pino. Ninguno de los dos pronunció palabra, ni siquiera cuando la senda desembocó en una caleta iluminada por la luna donde la piedra caliza bordeaba el agua. Heath apagó la linterna y la dejó sobre una solitaria mesa de picnic. Hundió las manos en los bolsillos traseros de sus shorts y se acercó a la orilla.
– Sé que pretende hacer una montaña de esto, pero no lo haga.
– ¿Una montaña de qué? Ya lo he olvidado. -Guardaba las distancias, vagando hacia el agua pero deteniéndose a más de tres metros de él. El aire era cálido y traía un olor a pantano, y las luces del pueblo de Wind Lake parpadeaban a su izquierda.
– Estábamos bailando -dijo él-. Nos excitamos. ¿Y qué?
Ella hundió sus uñas en la palma de la mano.
– Por lo que a mí respecta, eso no ha ocurrido.
– Ya lo creo que ha ocurrido. -Se volvió hacia ella, y el tono duro de su voz le dijo que la Pitón se preparaba para el ataque-. Sé cómo piensa usted, y eso no ha sido ningún pecado enorme e imperdonable.
La compostura de Annabelle se disipó.
– ¡Soy su casamentera!
– Justo. Una casamentera. No tuvo que prestar el juramento hipocrático para hacerse las tarjetas.
– Sabe perfectamente lo que quiero decir.
– No tiene pareja; yo tampoco. No se habría acabado el mundo por habernos dejado llevar.
No podía creer que le hubiera oído bien.
– Se habría acabado mi mundo.
– Temía que dijera eso.
Su tono ligeramente exasperado acabó de sacarla de quicio, y avanzó hacia él muy impetuosa.
– ¡Nunca debí permitir que viniera conmigo este fin de semana! Sabía desde un principio que era una pésima idea.
– Fue una idea excelente, y nadie ha salido perjudicado. Somos dos adultos sanos, sin compromisos y razonablemente cuerdos. Lo pasamos bien juntos, y esto no me lo puede negar.
– Sí, desde luego, soy una colega estupenda.
– Créame, esta noche no pensaba en usted como colega.
Esto la descolocó completamente, pero se recuperó enseguida.
– Si hubiera habido alguna otra mujer alrededor, esto no habría pasado.
– No sé qué intenta decir, pero suéltelo ya.
– Venga, Heath. Ni soy rubia, ni tengo unas piernas largas, ni un busto generoso. Lo mío fue configuración por defecto. Ni siquiera mi ex prometido dijo nunca que fuera sexy.
– Su ex prometido se pinta los labios, así que yo no me tomaría eso muy a pecho. Se lo juro, Annabelle, es usted muy sexy. Ese pelo…
– No la tome con mi pelo. Nací con él, vale. Es como burlarse de alguien con un defecto de nacimiento.
Lo oyó suspirar.
– Estamos hablando de simple atracción física provocada por un poco de luz de luna, algunos bailes y demasiado alcohol -dijo-. No es más que eso, ¿está de acuerdo?
– Supongo.
– Atracción física primaria.
– Me imagino.
– No sé usted -prosiguió él-, pero yo hacía mucho tiempo que no lo pasaba tan bien.
– Vale, reconozco que ha sido divertido. Lo de bailar-se apresuró a añadir.
– Ha sido genial. Y por eso nos hemos dejado llevar un poco. Sólo por las circunstancias, ¿no es eso?
Su orgullo y respeto hacia sí misma le dictaban que asintiera.
– Desde luego.
– Por las circunstancias… y un poco de instinto animal. -El tono, algo más ronco, de su voz empezaba a sonar casi seductor-. Nada por lo que agobiarse. ¿Está de acuerdo conmigo?
La estaba dejando descolocada, pero afirmó con la cabeza.
Él se le acercó más, y su áspero susurro pareció rasparle la piel.
– Es perfectamente comprensible, ¿no?
– Así es. -Seguía asintiendo, casi como si la hubiera hipnotizado.
– ¿Está segura? -susurró.
Ella siguió asintiendo con la cabeza, sin recordar ya cuál era la pregunta exactamente.
Los ojos de Heath brillaban a la luz de la luna.
– Porque sólo así… puede explicarse algo como esto. Pura atracción animal.
– A-ajá -acertó a decir ella, que empezaba a sentirse como una muñeca mareada, con un pompón por cabeza.
– Lo que nos deja la libertad -le tocó la barbilla, un roce apenas- de hacer exactamente eso que ninguno de los dos consigue quitarse de la cabeza, ¿correcto? -Inclinó la suya para besarla.
Silbaba la brisa nocturna; su corazón latía con fuerza. Un instante antes de que los labios de Heath tocaran los suyos, él parpadeó, y ella creyó ver agazapado en aquellos iris verdes un levísimo indicio de astucia. Ahí fue cuando explotó.
– ¡Será víbora…! -Le puso las manos en el pecho y empujó.
Él dio un paso atrás, todo inocencia herida.
– No merezco esto.
– ¡Dios santo! Me estaba aplicando el manual del vendedor. Me inclino ante mi señor.
– Está claro que se ha excedido mucho con la bebida.
– El gran vendedor hace las preguntas justas para que su víctima le diga a todo que sí. La hace asentir hasta que a la muy idiota casi se le desprende la cabeza. Y luego lanza su ataque letal. ¡Acaba de intentar hacerme una venta!
– ¿Siempre ha sido tan desconfiada?
– Esto es muy propio de usted. -Marchó decidida hacia el sendero, pero inmediatamente giró en redondo, porque le quedaba aún mucho por decir-. Quiere algo que sabe que es absolutamente vergonzoso, e intenta vendérmelo con una combinación de preguntas capciosas y sinceridad fingida. Acabo de ver a la Pitón en acción, ¿no es así?
El sabía que le tenía calado, pero no era partidario de reconocer nunca la derrota.
– Mi sinceridad jamás es fingida. Estaba enunciando los hechos. Dos personas sin compromiso, una cálida noche de verano, un beso apasionado… Somos humanos, después de todo.
– Al menos uno de nosotros. El otro es un reptil.
– Esto es cruel, Annabelle. Muy cruel.
Ella volvió a acercársele.
– Deje que le haga una pregunta, de empresario a empresario. -Le plantó el índice en el pecho-. ¿Alguna vez se ha enrollado con un cliente? ¿Es ésa una conducta profesional admisible, según sus normas?
– Mis clientes son hombres.
– No se me escurra. ¿Y si yo fuera una figura del patinaje, un campeona del mundo en puertas de unos juegos olímpicos? Digamos que soy favorita para el oro, y que acabo de firmar con usted hace una semana para que sea mi representante. ¿Se acostaría conmigo, o no?
– ¿Sólo hace una semana que firmamos? Me parece un poco…
– Vale, pues saltamos hasta las Olimpiadas -dijo con un ademán de paciencia exagerado-. He ganado la maldita medalla. Me he tenido que conformar con la plata, porque no bordé la recepción de mi triple axel, pero a nadie le importa, porque tengo carisma y siguen queriendo poner mi cara en sus cajas de cereales. Usted y yo tenemos un contrato. ¿Se acuesta conmigo?
– Son naranjas y manzanas. En el caso que usted describe, habría en juego millones de dólares.
Ella imitó el sonido estridente de una alarma eléctrica.
– Respuesta incorrecta.
– Respuesta verdadera.
– ¿Porque su meganegocio es incomparablemente más importante que mi ridicula agencia de contactos? Bueno, puede que lo sea para usted, señor Pitón, pero no para mí.
– Entiendo la importancia que tiene para usted su empresa.
– No tiene ni idea. -Endilgarle a él la culpa le hacía sentirse mucho mejor que asumir la parte que en justicia le correspondía, y fue dando pisotones hasta la mesa de picnic para agarrar la linterna-. Es usted igualito que mis hermanos. ¡Peor aún! No puede soportar que alguien te diga «no». -Le enfocó con la linterna-. Pues escúcheme bien, señor Champion: no soy alguien con quien pueda pasar el rato mientras espera a que se presente su futura y espectacular esposa. No seré su pasatiempo sexual.
– Se insulta a sí misma -dijo él con mucha calma-. Puede que no siempre me entusiasme su forma de llevar el negocio, pero me inspira el máximo respeto como persona.
– Fantástico. Observe cómo obro en consecuencia.
Giró sobre sus talones y salió dando zancadas.
Heath se la quedó mirando hasta que desapareció entre los arboles. Cuando ya no la veía, cogió una piedra del suelo, la lanzó sobre las oscuras aguas y sonrió. Tenía más razón que un santo. Él era una víbora. Y estaba avergonzado. Bueno, tal vez no en aquel momento precisamente, pero lo estaría al día siguiente, seguro. Su única excusa era que ella le gustaba una barbaridad, y no recordaba la última vez que había hecho algo por pura diversión.
Aun así, poner a una amiga en ese brete era una canallada. Aunque fuera una amiga sexy, por más que Annabelle no pareciera tener claro ese punto, lo que hacía más tentador todavía el efecto de aquellos ojos traviesos y el remolino de ese pelo asombroso. Así y todo, si había de echar por la borda su preparación para la fidelidad conyugal, hubiera debido hacerlo con una de las mujeres de Waterworks, no con Annabelle, porque ella llevaba razón en esto: ¿cómo iba a acostarse con él y presentarle luego a otras mujeres? No podía, ambos lo sabían, y dado que él no perdía nunca el tiempo defendiendo una postura indefendible, no podía imaginar por qué lo había hecho esta noche. O a lo mejor sí podía.
Porque quería a su casamentera desnuda… Lo que, decididamente, no figuraba en el plan que se había trazado en un principio.
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