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Heath durmió aquella noche en el porche, y a la mañana siguiente le despertó el ruido de la puerta principal al cerrarse. Se dio la vuelta sobre el costado y miró su reloj con ojos entrecerrados. Faltaban unos minutos para las ocho, lo que quería decir que Annabelle iba a reunirse con el club de lectura para desayunar. Se levantó del colchón que había arrastrado al exterior para pasar la que resultó ser la noche en que más a gusto había dormido en muchas semanas; mil veces mejor que dando vueltas en la cama de su desierta casa.

Los hombres habían programado unos hoyos al golf. Mientras se duchaba y se vestía, se recordó que debía cuidar más los modales que tanto le había costado adquirir. Annabelle era su amiga, y él no jodía a sus amigos, ni en el sentido figurado ni en el literal.

Fue hasta el circuito público en coche con Kevin, pero acabó compartiendo el carro de los palos con Dan Calebow. Dan se contaba en una forma estupenda para haber pasado los cuarenta.

Aparte de unas pocas arrugas de expresión, no había cambiado mucho desde sus días de jugador, en que sus ojos acerados y su determinación y sangre fría en el campo le hicieran ganarse el sobrenombre de Ice, el hombre de hielo. Dan y Heath siempre se llevaron bien pero cada vez que Heath mencionaba a Phoebe, como hizo esa misma mañana, Dan venía a responderle siempre más o menos lo mismo

– Cuando dos personas cabezotas se casan, aprenden a elegir con cuidado sus batallas. -Dan habló bajito para no distraer a Darnell, que estaba preparando su tiro desde el tee-. Ésta es toda tuya colega.

Darnell fue a colgar la pelota en el rough de la izquierda, y la conversación volvió a centrarse en el golf, pero más adelante, mientras conducían calle abajo, Heath preguntó a Dan si echaba de menos el trabajo de entrenador jefe, que había abandonado al asumir la presidencia.

– A veces. -Mientras Dan consultaba la tarjeta de las puntuaciones, Heath reparó en un tatuaje de los de calcomanía que llevaba a un lado del cuello. Un bebé unicornio azul. Cosa de Pippi Tucker, sin duda-. Pero mi premio de consolación está muy bien -prosiguió Dan-, y es que veo crecer a mis hijos.

– Muchos entrenadores tienen hijos.

– Sí, y sus mujeres los crían. Ser presidente de los Stars da mucho trabajo, pero no tanto que no pueda llevarlos al colegio por las mañanas y cenar en casa casi todas las noches.

En aquel momento, Heath no acababa de verle la emoción a ninguna de las dos cosas, pero asumió que pudiera llegar el día en que se la viera, puesto que Dan lo decía.

Acabó la ronda con sólo tres golpes más que Kevin, lo que no estaba nada mal teniendo en cuenta que su handicap era de doce. Se montaron en los carros y se dirigieron los seis al club para comer en un salón privado. Era un espacio deslucido y triste, con mesas baratas de contrachapado hechas polvo, y unas hamburguesas con queso que, según afirmaba Kevin, eran las mejores del condado. Después de un par de bocados, Heath se inclinaba a creerle.

Estaban tan a gusto repasando la ronda cuando, sin venir a cuento, Darnell decidió que tenía que aguar la fiesta.

– Ya es hora de que hablemos de nuestro libro -dijo-. ¿Se lo ha leído todo el mundo, como se supone que debíamos hacer?

Heath asintió al igual que los demás. La semana anterior, Annabelle le había dejado un mensaje con el título de la novela que supuestamente habían de leer los hombres, la historia de un grupo de alpinistas. Heath ya no solía leer por placer, y le encantó tener una excusa para hacerlo. Cuando era un crío, la biblioteca pública había constituido su refugio, pero al llegar al instituto ya se vio liado con las exigencias de tener dos trabajos, jugar al fútbol y estudiar para sacar los sobresalientes que le harían dejar atrás para siempre el camping de caravanas Beau Vista. Leer por gusto se había perdido por el camino, junto con muchos otros sencillos placeres.

Darnell apoyó un brazo en la mesa.

– ¿Alguien quiere poner la pelota en juego?

Se produjo un largo silencio.

– A mí me gustó-dijo al fin Dan.

– A mí también -contribuyó Kevin.

Webster levantó la mano para pedir otra Coca-Cola.

– Lo encontré bastante interesante.

Se miraron los unos a los otros.

– La trama estaba bien -sentenció Ron.

Cayeron en un silencio aún más largo.

Kevin plegó como un acordeón el envoltorio de una pajita. Ron enredaba con el salero. Webster miraba en todas direcciones preguntándose por su Coca-Cola. Darnell volvió a intentarlo:

– ¿Qué os pareció la reacción de los tipos la primera noche que pasan en la montaña?

– Bastante interesante.

– Sí, no está mal.

Darnell se tomaba esto de la literatura muy en serio, y en sus ojos empezaban a formarse nubes que anunciaban tormenta. Dirigió a Heath una mirada amenazadora.

– ¿Tú tienes algo que decir?

Heath dejó la hamburguesa en la mesa.

– Combinar la aventura, la ironía y un sentimentalismo descarado, y que el conjunto quede logrado, es más difícil de lo que parece, sobre todo en una novela con un concepto central tan fuerte. Podemos preguntarnos: ¿dónde está el conflicto? ¿Es la lucha del hombre contra la naturaleza, del hombre contra el hombre, del hombre contra sí mismo? Una exploración bastante compleja de la moderna sensación de desarraigo. Trasfondo sombrío con pinceladas de humor. En mi opinión, funcionaba.

Aquello hizo que todos prorrumpieran en carcajadas. Incluso Darnell.

Por fin, se calmaron. A Webster le trajeron su Coca-Cola, Dan dio con un bote de ketchup lleno, y la conversación volvió al tema del que todos querían hablar excepto Darnell.

El fútbol.


***

Después de comer, el club de lectura se fue a dar un paseo por el campamento y continuar discutiendo las biografías de mujeres famosas que se habían leído. Annabelle había devorado sendos libros sobre las vidas de Katharine Graham y Mary Kay Ash. Phoebe se había centrado en Eleanor Roosevelt, Charmaine en Josephine Baker y Krystal en Coco Chanel. Janine había leído diversas biografías de supervivientes al cáncer, y Sharon explorado la vida de Frida Kahlo. Molly, como no era de extrañar, había elegido a Beatrix Potter. En su conversación, relacionaban las vidas de aquellas mujeres con las suyas propias, buscaban temas comunes y examinaban la capacidad para la supervivencia de cada una.

Después del paseo, volvieron al cenador privado de Kevin y Molly. Janine empezó a desplegar un surtido de revistas viejas, catálogos y reproducciones artísticas.

– Esto es algo que hicimos en mi grupo de apoyo a enfermos de cáncer -dijo-. Resultó muy revelador. Vamos a recortar palabras e imágenes que nos atraigan y a juntarlas cada una en un collage. Cuando hayamos terminado, los comentaremos.

Annabelle podía reconocer una mina terrestre si se la ponían delante, y fue muy cauta con lo que elegía. Desgraciadamente, no lo bastante.

– Ese hombre se parece un montón a Heath. -Molly señalaba a un macizo modelo con una camisa de Van Heusen que Annabelle había pegado en la esquina superior izquierda de su póster.

– No es cierto -dijo protestando Annabelle-. Representa la clase de clientes varones a los que quiero que atraiga Perfecta para Ti.

– ¿Qué me dices de estos muebles de dormitorio? -Charmaine señaló una cama estilo imperio de Crate & Barrel-. ¿Y la niña y el perro?

– Están en el otro extremo del papel. Vida profesional. Vida privada. Totalmente separadas.

Por fortuna, justo en aquel momento, trajeron la bandeja con los postres, así que dejaron de interrogarla, pero ni siquiera con una porción de tarta de limón consiguió dejar de flagelarse por lo de la noche anterior. ¿Era estúpida de nacimiento o se trataba de una habilidad que había desarrollado con esfuerzo? Y todavía le quedaba toda una larga noche por delante…


***

– ¡Tuíncepe!

Heath se sobresaltó al ver venir trotando hacia él al pequeño demonio de la laguna azul en miniatura con su bañador de lunares, sus botas de lluvia rojas y una gorra de béisbol que le caía tan por debajo de las orejas que sólo dejaba asomar las puntas rizadas de su pelo rubio. Cogió el periódico que guardaba bajo la silla de playa e hizo como que no la veía.

Los hombres habían echado un par de partidos al veintiuno después del almuerzo, y luego Heath volvió a la cabaña para hacer algunas llamadas. Más tarde se puso el traje de baño y bajó a la playa, donde supuestamente habían quedado en reunirse con las mujeres para nadar un poco antes de ir todos juntos a cenar al pueblo. Pese al rato pasado al teléfono, empezaba a tener la sensación de estar realmente de vacaciones.

– ¿Tuíncepe?

Se acercó aún más el periódico a la cara, en la esperanza de que Pippi se marcharía si la ignoraba. Era impredecible, y esto le hacía sentirse incómodo. ¿Quién sabía con qué podría salir a continuaron? A su izquierda, a cierta distancia, Webster y Kevin jugaban al Frisbee con algunos de los críos que había en el camping. Darnell se encontraba tumbado en una toalla de playa del ratón Mickey, absorto en la lectura de un libro. Heath sintió en el brazo los golpecitos de unos dedos diminutos y llenos de arena. Pasó una página.

– ¿Tuíncepe?

El no despegó los ojos del titular.

– No hay ningún tuíncepe por aquí.

Ella tiró de la pernera de su bañador y lo repitió por cuarta vez sólo que ésta sonó algo así como puíncepe, y fue entonces cuando lo entendió. «Príncipe». Le estaba llamando príncipe. Lo que resultaba más cariñoso que «capullo», desde luego.

La miró de soslayo tras el periódico.

– No me he traído el teléfono.

Ella le sonrió de oreja a oreja y se dio unas palmadas en su tripita redonda.

– Tengo un bebé.

Dejó el periódico y buscó desesperadamente a su padre con la mirada, pero Kevin estaba enseñando a un crío muy delgado con un corte de pelo lamentable cómo lanzar el frisbe más lejos.

– Hola, Pip.

Se volvió como un relámpago al sonido de aquella familiar voz femenina y vio a la caballería caminando hacia él bajo la forma de su menuda y sexy casamentera, encantadoramente vestida con un bikini blanco de modoso corte. Un corazón de plástico con los colores del arco iris unía las copas de la pieza superior plisando la tela, y un segundo corazón, éste más grande e impreso directamente sobre el tejido, adornaba su cadera. No podía apreciar en ella ni un solo contorno duro o ángulo marcado por ningún lado. Era toda curvas amables y perfiles suaves: hombros estrechos, cintura escueta, caderas redondas y unos muslos que a ella, siendo mujer, le parecerían a buen seguro demasiado gruesos, pero que a él, siendo hombre, le pedían a gritos que restregara en ellos el morro.

– ¡Belle! -chilló Pippi.

Heath tragó saliva.

– En la vida me había alegrado tanto de ver a alguien -dijo.

– ¿Y eso por qué? -Annabelle se detuvo junto a su silla, pero se negó a mirarle directamente. No había olvidado la noche anterior, cosa que a él ya le estaba bien. No quería que lo olvidara, para que quedara claro que él era una víbora, tal como ella había dicho, pero no imposible de redimir. Por mucho que hubiera disfrutado del episodio, y lo había disfrutado, de todas todas, no habría segunda función. Era mal chico, pero no tan malo.

– ¿Sabes qué? -Pippi empezó a frotarse la barriga otra vez-. Tengo un bebé en la tripita.

Annabelle pareció muy interesada.

– ¿De verdad? ¿Cómo se llama?

– Papi.

Heath hizo una mueca de disgusto.

– ¿Lo ve? Por eso-dijo.

Annabelle rió. Pippi se despatarró en la arena y se rascó una mora de esmalte azul de la uña de su dedo gordo.

– El puíncepe no tiene el teléfono.

Annabelle se sentó en la arena junto a ella, con cara de perplejidad.

– No te entiendo.

Pippi dio unas palmadas en la pantorrilla de Heath con su mano llena de arena.

– El puíncepe. No tiene el teléfono.

Annabelle alzó la mirada hacia él.

– Lo del teléfono lo he entendido, pero ¿qué es eso otro que dice?

Heath rechinó los dientes.

– El príncipe. Ése soy yo.

Annabelle sonrió y estrechó entre sus brazos a la pequeña alborotadora, que se lanzó a un monólogo sobre cómo Dafne la conejita solía ir a jugar con ella a su habitación pero ya no iba porque Pippi se había hecho muy mayor. Annabelle ladeó la cabeza para escucharla, y al hacerlo, con el pelo le rozó el muslo a Heath, que casi se levanta de un brinco de la silla.

Pippi se fue corriendo, finalmente, a reunirse con su padre y pedirle que le acompañara al agua. Él accedió, aunque sostuvieron una pequeña disputa en torno a las botas de agua que se acabó resolviendo a su favor.