– ¿Qué? -exclamó Molly.
Kevin sacudió la cabeza.
– Que no hay en el mundo operación de cambio de sexo que pueda arreglar ese swing.
Las mujeres dejaron a los hombres en la fonda y volvieron al bed & breakfast. Una vez allí, Krystal las encerró en un acogedor salón de la parte de atrás, corrió las cortinas y bajó las luces.
– Esta misma noche -anunció- vamos a celebrar nuestra sexualidad.
– He leído ese libro -dijo Molly-. Y si alguna empieza a desnudarse y a buscar un espejo, me voy corriendo.
– No la vamos a celebrar de esa manera -dijo Krystal-. Todas tenemos algún problema que hay que afrontar. Por ejemplo… Charmaine es muy remilgada.
– ¿Yo?
– Te estuviste desnudando en el vestidor durante tus dos primeros años de matrimonio.
– De eso hace mucho tiempo, y ya no me desnudo allí.
– Sólo porque Darnell amenazó con quitar la puerta. Pero no eres la única con complejos sexuales. Annabelle no habla mucho del asunto, pero todas sabemos que no se ha acostado con nadie desde que Rob la dejó traumatizada. A menos que anoche…
Todas se volvieron a mirarla.
– ¡Soy su casamentera! ¡No hay sexo entre nosotros!
– Eso está muy bien -dijo Molly-. Pero Dean Robillard es harina de otro costal, absolutamente. Háblanos del bomboncito de moda.
– No nos desviemos del tema -dijo Krystal-. Tres de nosotros llevamos mucho tiempo casadas, y por mucho que queramos a nuestros maridos, puede una caer en la rutina.
– O no -dijo provocativamente Phoebe, con su sonrisa de gata.
Hubo un coro de risitas, pero Krystal no iba a dejarse distraer.
– Molly y Kevin tienen críos pequeños, y ya sabemos lo mucho que eso puede lastrar tu vida sexual.
– O no. -Molly exhibió su propia sonrisa de gata.
– La cuestión es… va siendo hora de que nos pongamos más en contacto con nuestra sexualidad.
– Yo tengo contacto de sobras con la mía -dijo Janine-. Lo único que quisiera es que la tocara alguien más también.
Más risitas.
– Adelante, haced bromas -dijo Krystal-. Vamos a ver esta película igualmente. Nos hará mejores mujeres.
Charmaine se puso en alerta máxima.
– ¿Qué clase de película?
– Una película erótica hecha específicamente para mujeres.
– Estás de broma. No, Krystal, en serio.
– En la que he seleccionado, una de mis favoritas, salen actores de diversas razas, edades y grados de sensualidad, para que ninguna se sienta excluida.
– ¿Este era tu gran misterio? -dijo Phoebe-. ¿Que vamos a ver una porno todas juntas?
– Erótica. Hecha sólo para mujeres. Y hasta que no hayas visto una de estas películas, no deberías juzgarlas.
Annabelle sospechaba que varias de ellas ya lo habían hecho, pero que ninguna quería aguar el entusiasmo de Krystal.
– Lo que más me gusta de esta película en particular es esto dijo Krystal-: los tíos están todos buenísimos, pero las mujeres son más bien normalitas. Nada de silicona.
– Eso la distinguiría del porno para hombres, ciertamente -dijo Sharon-. Al menos, por lo que tengo entendido.
Krystal empezó a toquetear el reproductor de DVD.
– Además, tiene guión y hay preámbulos a los polvos. Un montón. Se besan, se desnudan muy despacio, se acarician mogollón…
Janine hundió la cara entre las manos.
– Esto es patético. Ya me estoy poniendo cachonda.
– Pues yo no -dijo Charmaine enfurruñada-. Soy cristiana y me niego a…
– Se supone que un buen cristiano… una buena cristiana… ha de complacer a su marido. -Krystal sonrió y le dio al mando a distancia-. Y créeme, esto a Darnell le volverá loco de contento.
14
Cuando Annabelle volvió a la cabaña, poco después de medianoche, tenía todavía las mejillas coloradas de ver la película, y el vestido de verano pegado a unas carnes calientes, humedecidas… muy humedecidas. Ver que en la ventana brillaba la luz la dejó consternada. Podía ser que él la hubiera dejado encendida como un detalle cortés. «Que no me esté esperando despierto, por favor.» Era absolutamente incapaz de hacerle frente esa noche. Aun sin haber visto una película guarra, le costaba lo suyo no ponerle las manos encima, pero después de lo que acababa de ver…
Subió al porche de puntillas, se quitó las sandalias y entró tan silenciosamente como le permitió la chirriante puerta con su pomo flojo.
– Hola.
Dio un respingo y dejó caer las sandalias.
– ¡No me dé esos sustos!
– Perdone. -Estaba desmadejado en el sofá, con un fajo de papeles en una mano. No llevaba camiseta, sólo unos shorts de deporte negros, descoloridos. Tenía los pies descalzos y los tobillos cruzados sobre el brazo del sofá, y la luz de la lámpara de pie volvía dorados los pelos de sus pantorrillas. A ella se le fue la mirada otra vez a los pantalones de gimnasia. Después de lo que había visto en la pantalla, le daban ganas de ponerle una denuncia por exceso criminal de ropa.
Mientras se esforzaba por recuperar el aliento, él levantó la cabeza y los hombros, lo que, evidentemente, hizo que se contrajeran sus abdominales dibujando el ideal de la calculadora.
– ¿Por qué tiene la cara tan roja? -preguntó Heath.
– M-me he quemado al sol. -Era consciente de lo vulnerable que resultaba en aquel momento, y de que debería haberse zambullido en el lago para enfriarse antes de volver allí.
– Eso no es del sol. -Puso ágilmente los pies en el suelo, y ella observó que tenía el pelo húmedo-. ¿Le pasa algo?
– ¡Nada! -Empezó a recular tímidamente. No tenía la menor intención de darle la espalda, aunque eso la obligaba a dar una vuelta considerable-. Se ha vuelto a duchar.
– ¿Y qué?
– Se ha duchado después de nadar. ¿ Qué es usted, una especie de maniático de la higiene?
– Me fui a correr con Ron después de cenar. ¿Qué más le da?
Oh, Dios, ese pecho, esa boca… Esos ojos verdes que lo veían todo. Excepto a ella desnuda. Eso no lo habían visto nunca.
– Me… voy a la cama ya.
– ¿Es por algo que he dicho?
– No vaya de amable. Por favor.
– Haré lo que pueda. -Le dirigió una sonrisa taimada-. Aunque siendo como soy…
– ¡Pare! -No quería detenerse, pero sus pies parecieron declararse en huelga.
– ¿Necesita un vaso de leche tibia, o algo?
– No, decididamente no necesito nada caliente.
– He dicho tibia. No he hablado de nada caliente. -Dejó los papeles a un lado.
– Ya… Ya lo sé.
Puede que ella se hubiera quedado un poco parada, pero él no, y mientras se le acercaba reparó en que llevaba el vestido arrugado y húmedo.
– ¿Qué está pasando?
Ella no podía apartar los ojos de su boca. Le traía a la memoria todas las bocas que había visto en aquella pequeña pantalla de televisión poco antes, y concretamente las cosas que hacían. Maldita Krystal con su película.
– Estoy cansada, nada más -acertó a decir.
– No parece cansada. Tiene los labios hinchados, como si se los hubiera estado mordiendo, y respira pesadamente. Si quiere que le diga la verdad, parece que estuviera cachonda. ¿O es mi mente obsesiva que vuelve al ataque?
– Déjelo, ¿vale? -Observó que tenía una pequeña cicatriz en una costilla, probablemente de una herida de arma blanca causada por una novia rechazada.
– ¿Qué diantres han estado haciendo las mujeres esta noche?
– ¡No fue idea mía! -Sonaba culpable, y su rubor aumentó.
– Lo averiguaré. Me lo contará alguno de los tíos, así que más vale que me informe ahora.
– No creo que los hombres vayan a hablar de esto. O a lo mejor sí. No lo sé. No tengo ni idea de qué cosas se cuentan ustedes, los hombres.
– No tantas como las mujeres, eso seguro. -Inclinó la cabeza hacia la cocina-. ¿Quiere algo de beber? Hay una botella de vino en la nevera.
– Ah, claro… Vino es justo lo que no necesito en este momento.
– Un misterio esperando ser resuelto… -Estaba claro que empezaba a divertirse.
– Déjelo estar, ¿quiere?
– Justo lo que haría un tipo amable. -Se agachó y cogió su móvil-. Janine me dirá qué ha pasado. Parece una mujer muy franca.
– Está en el bed & breakfast. No tiene teléfono en la habitación.
– Cierto. Le preguntaré a Krystal. He hablado con Webster hace menos de media hora.
Annabelle se podía figurar lo que Krystal y Webster estarían haciendo en aquellos momentos, y no les iba a gustar que les interrumpieran.
– Es medianoche.
– Su pequeña reunión acaba de terminar. No se habrá ido a la cama todavía.
«¿Qué se apuesta…?»
Él pasó el pulgar por encima de las teclas.
– Siempre me ha gustado Krystal. Es muy directa. -Apretó el Primer botón.
Annabelle tomó aire.
– Hemos visto una peli porno, ¿vale?
El sonrió y dejó caer el teléfono.
– Ahora empezamos a entendernos.
– Créame, no fue idea mía. Y no tiene gracia. Además, ni siquiera era exactamente pornográfica. Era erótica. Para mujeres.
– ¿Hay alguna diferencia?
– Ésa es justo la clase de respuesta que cabía esperar de un hombre. ¿Cree usted que la mayoría de nosotras nos excitamos viendo un puñado de mujeres con labios de colágeno e implantes del tamaño de pelotas de fútbol abalanzándose unas sobre otras?
– Por su expresión, sospecho que no.
Necesitaba beber algo frío, y se dirigió a la cocina, sin dejar de hablar, porque tenía algo que aclarar.
– La seducción, por ejemplo. En una película porno típica de las suyas, ¿se entretienen siquiera en mostrar algo de seducción?
Él la siguió.
– Para ser justos, no suele hacer mucha falta. Las mujeres son bastante agresivas.
– Exacto. Bueno, pues yo no. -Se habría dado de bofetadas en cuanto las palabras salieron de su boca. Lo último que quería hacer era llevar la conversación al terreno personal.
Él no se aprovechó de su desliz, no sería propio de la taimada Pitón. Él disfrutaba jugando con su víctima antes de asestar el golpe.
– ¿Tenía argumento entonces, la película?
– Ambiente rural de Nueva Inglaterra; artista virginal; desconocido imponente. Baste con eso. -Abrió la puerta de la nevera y examinó el interior, sin ver nada.
– Sólo dos personas. Qué decepcionante.
– Había un par de tramas secundarias.
– Ah.
Ella se volvió hacia él, con la palma de la mano húmeda curvada aún en torno al asidero de la puerta de la nevera.
– Todo esto le parece muy gracioso, ¿verdad?
– Sí, pero me avergüenzo de mí mismo.
Sentía deseos de olerle. Tenía el pelo casi seco, y la piel recién duchada. Quería hundir la cara en su pecho e inhalar, hurgar en él, encontrar tal vez un mechón de pelo rebelde y dejar que le hiciera cosquillas en la nariz. Estuvo a punto de gemir.
– Por favor, váyase.
Él irguió la cabeza.
– Perdón. ¿Ha dicho algo?
Ella agarró la primera cosa fría que tocó y cerró la puerta.
– Ya sabe lo que me parece todo esto. Lo… nuestro.
– Lo dejó muy claro anoche.
– Y tengo razón.
– Sé que la tiene.
– ¿Por qué me lo discutió, entonces?
– El síndrome del capullo. No puedo evitarlo. Soy un tío. -Sus labios se curvaron en una sonrisa perezosa-. Y usted no.
La carga de electricidad sexual que flotaba en el aire habría bastado para iluminar todo el planeta. Heath estaba plantado en mitad del paso que la separaba del dormitorio, y si pasaba demasiado cerca no podría resistir la tentación de lamerle, de modo que se encaminó al porche y casi tropezó con el colchón que él había arrastrado hasta allí afuera la noche anterior. Había estirado las sábanas, apilado las almohadas y doblado la manta en dos, haciendo mejor trabajo que ella con la cama de matrimonio. Él salió tranquilamente.
– ¿Quiere un sándwich para acompañar?
No supo a qué se refería hasta que siguió la dirección de su mirada y vio en su propia mano un bote de mostaza francesa en vez de una lata de Coca-Cola. Se lo quedó mirando.
– Ocurre que la mostaza tiene la cualidad de ayudar a conciliar el sueño.
– No lo había oído en la vida.
– No lo sabe todo, ¿no?
– Parece ser que no. -Se produjo un breve silencio-. ¿Se la come o se la unta?
– Me voy a la cama.
– Porque si se la unta… probablemente yo podría echarle una mano.
Su temperamento de pelirroja explotó, y dejó el bote en la mesa rústica con un golpe.
– ¿Qué tal si le entrego mis bragas directamente y zanjamos el asunto?
– Por mí bien. -Sus dientes refulgieron como los de un tiburón-. Entonces, si ahora la beso, ¿se harás la remilgada otra vez?
Su ira empezó a disiparse, reemplazada por una creciente inquietud.
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