Al final, estuvieron separados casi todo el rato. Annabelle trataba de decidir si eso era bueno o malo. Aunque no tenía necesidad de seguir fingiendo, tampoco estaba absolutamente segura de haberle engañado con el numerito de la mañana.
Cuando regresaron al campamento, Pippi se tiró encima de sus padres como si llevara años sin verles. Kevin la entretuvo para que su mujer pudiera dar el pecho a Danny, y Molly se acurrucó con el bebé en la mecedora de mimbre del cenador. Danny quería mirarlo todo, y enseguida mandó a tomar viento la mantita descolorida que se había echado ella al hombro.
– ¿Sería posible disfrutar de un poco de intimidad por aquí, colega? -Le envolvió la cabecita con la mano.
Annabelle tomó un sorbo de té helado de su vaso. Molly se merecía todo lo bueno que le pasara, y Annabelle no le envidiaba nada de ello, pero quería las mismas cosas para sí misma: un matrimonio fantástico, unos hijos guapos, una carrera fabulosa. Heath tomó asiento en la mecedora, junto a ella. Como se iba a marchar Pronto, había preferido un té helado con las mujeres a una cerveza con los hombres.
– ¡Una abeja! -exclamó Pippi, señalando al suelo-. ¡Mira, Puíncepe, una abeja!
– Es una hormiga, cariño -dijo su padre.
Los hombres se pusieron a hablar de la concentración de entrenamiento, y Janine anunció que quería desarrollar una idea para una escena de su nuevo libro en el corro de las mujeres. Danny acabó con su tentempié y Molly lo dejó en el suelo para que jugara. Apenas había terminado de ponerse bien la ropa cuando una voz más que conocida gorjeó en el camino que conducía al cenador.
– Aquí estáis todos.
Annabelle se quedó de piedra.
Todos se volvieron a mirar a través de la mosquitera a la mujer alta, preciosa y embarazada que avanzaba hacia ellos.
Annabelle no podía creerlo. Ahora no. No mientras estaba todavía intentando encajar el desastre de la noche pasada.
– ¡Gwen! -El rostro de Krystal se abrió en una sonrisa. Se levantó de la silla como un rayo en cuanto se abrió la puerta, y los demás la imitaron.
– ¡Gwen! ¿Qué estás haciendo aquí?
– Pensábamos que no podíais venir.
– Nos vamos hoy. ¿Cómo es que os habéis decidido tan tarde?
– Por fin te has puesto ropa premamá.
Y entonces, una a una, las mujeres se fueron quedando calladas, a medida que caían en las implicaciones de la aparición de Gwen. Molly parecía consternada. Se volvió a mirar a Annabelle, y a continuación a Heath. Las demás mujeres la seguían con sólo un instante de retraso. La expresión calculadora de Dan indicaba que Phoebe le había hablado de la artimaña de Annabelle, pero el resto de los hombres permanecían ajenos a todo.
Kevin arrebató su cerveza a Pippi al ir a cogerla ella.
– Gwen me llamó ayer para asegurarse de que había habitación para ellos -dijo con una sonrisa-. Quería sorprenderos.
Y vaya si lo había conseguido.
– ¿Dónde está tu marido? -preguntó Webster.
– Estará aquí en un momento. -Con todas las mujeres rodeándola, Gwen aún no había reparado en Heath, que se había puesto en pie muy despacio-. La firma se ha pospuesto -dijo, mientras aceptaba el vaso de té helado que le tendía Sharon. Annabelle estaba demasiado alterada para enterarse mucho de sus explicaciones: algo de un problema con el banco, que iban a meter sus cosas en un guardamuebles y que les sobraba una semana antes de poder mudarse.
– Hola, tíos. -Ian entró en el cenador. Llevaba unos shorts arrugados de tela escocesa y una camiseta de ordenadores Dell. Los hombres le saludaron ruidosamente. Darnell le dio una palmada en la espalda, lanzándolo hacia Kevin, que le atrapó por los hombros.
– No conoces a mi representante. -Kevin le condujo entre las mujeres-. Ian, éste es Heath Champion. -A Ian, el brazo extendido se le congeló en el aire. Gwen dio un respingo, y se llevó una mano a su oronda tripa. Se quedó mirando a Heath, primero, y luego a Annabelle.
Annabelle se las apañó para sonreír tímidamente.
– Nos han pillado.
Heath estrechó la mano paralizada de Ian sin traslucir nada, pero Annabelle distinguía una muerte súbita cuando se le venía encima.
– Es un placer conocerte, Ian -dijo-. Y, Gwen, me alegro de volver a verte. -Señaló con un gesto a su barriga-. Una faena rápida. Enhorabuena.
Gwen no pudo más que tragar saliva. Annabelle sintió que los dedos de Heath se enroscaban en torno a su brazo.
– ¿Queréis disculparnos? Annabelle y yo tenemos que hablar.
El club de lectura saltó como un solo hombre.
– ¡No!
– ¡No os mováis!
– No te la vas a llevar a ningún sitio.
– Olvídalo.
La cara de Heath era una bomba de racimo a punto de estallar.
– Me temo que debo insistir.
Kevin parecía intrigado.
– ¿Qué pasa aquí?
– Negocios. -Heath escoltó a Annabelle hacia la puerta mosquitera. Si ella se hubiera envuelto la cabeza con un jersey, hubiera Parecido un detenido de camino al juzgado.
Molly pasó rápidamente delante de ellos.
– Os acompaño.
– No -dijo Heath tajantemente-. Ni hablar.
Krystal lanzó a Phoebe una mirada ansiosa.
– A ti te teme toda la Liga Nacional de Fútbol. Haz algo.
– Estoy pensando.
– Ya sé… -Molly cogió a su hija y la empujó hacia Annabelle-. Llévate a Pip contigo.
– ¡Molly! -Phoebe se abalanzó indignada hacia ellos.
Molly miró a su hermana encogiéndose de hombros.
– No se pondrá muy duro si le está mirando una niña de tres años…
Phoebe atrapó a su sobrina para ponerla fuera de peligro.
– Déjalo, cariño. A mamá le ha dado uno de sus ataques de locura.
Gwen agitó débilmente la mano.
– Annabelle, lo siento. No tenía ni idea.
Annabelle se encogió de hombros de mala gana.
– No es culpa tuya. Yo me lo he buscado.
– Exactamente -dijo Heath. Y la condujo al exterior.
Caminaron en silencio durante unos minutos. Finalmente, llegaron hasta una arboleda, y allí fue donde Heath se volvió hacia ella.
– Me embaucaste.
«Más de una vez, si cuento lo de esta mañana», pensó Annabelle, pero confiaba en que eso no se lo figurara.
– Necesitaba una apuesta segura para que me firmaras el contrato, y Gwen era lo mejor que tenía. Te prometo que iba a decirte la verdad tarde o temprano. Lo que pasa es que aún no había reunido el valor.
– Esto sí que es una sorpresa. -Aquellos fríos ojos verdes podrían haber cortado un cristal-. Anzuelo y cambio de agujas.
– Me… me temo que ése era el plan.
– ¿Cómo conseguiste que el marido se prestara?
– Eh… uh… Un año de canguro gratis.
Una racha de viento barrió el claro, revolviéndole el pelo a Heath. Se la quedó mirando fijamente tanto rato que a ella empezó a picarle la piel. Pensó en el mal trago que había tenido que pasar esa mañana… para nada.
– Me embaucaste -dijo él de nuevo, como si aún estuviera intentando encajarlo.
A Annabelle, la angustia le hacía un nudo en el estómago.
– No se me ocurría otra manera.
Un pájaro graznó sobre sus cabezas. Otro le respondió. Y entonces, Heath frunció las comisuras de los labios.
– Así se hace, Campanilla. De eso es exactamente de lo que siempre te hablo.
Sólo porque Heath aprobara su trampa, Annabelle no se iba a librar de un sermón sobre ética y negocios. Se defendió diciendo, sin faltar a la verdad, que no se le habría pasado nunca por la cabeza hacer algo tan deshonesto con ningún otro cliente.
Él quedó satisfecho sólo en parte.
– Un vez que empiezas a tontear con el lado oscuro, es difícil volver atrás.
Bien que lo sabía ella.
Finalmente, Kevin asomó entre los árboles.
– Ah, qué bien -dijo al avistar a Annabelle-. Le dije a Molly que probablemente seguirías con vida.
Ella no se separó de Kevin durante el camino de vuelta al cenador. Poco más tarde, Heath se marchó. Mientras se iba, Annabelle se sorprendió pensando que estaba harta de andarse con engaños. ¿Cómo habría reaccionado Heath si hubiera sido sincera? Claro… Como si ésa no fuera una receta segura para destruirlo todo, desde su autoestima a sus ilusiones profesionales. Pero estaba asqueada de engaños. Quería hacer el amor con alguien con quien no tuviera secretos, alguien con quien pudiera construirse un futuro. ¿Y no estaba todo dicho con eso? Todo era cuestión de química. No tenía nada que ver con una reunión eterna de almas gemelas.
16
Portia apretó la tecla Entrar de su ordenador del despacho para reagrupar la base de datos. Esta vez había efectuado la búsqueda por el color de pelo, lo que era bastante estúpido, puesto que el color del pelo podía cambiar de una semana para otra, pero tenía que haber alguien en su base de datos que se le hubiese pasado por alto, una que fuera perfecta para Heath, y ella seguía imaginándose una rubia. Torció el gesto ante la agresiva estridencia de una sierra eléctrica que quebró la apacible tarde de domingo. Unos trabajadores no sindicados estaban reformando la oficina del piso de arriba, y su intrusión acabó de desquiciarle los nervios.
Heath se había ido a pasar el fin de semana con Annabelle Granger. Portia se enteró por su recepcionista, una mujer con la que había hecho amistad unos meses antes, con asientos de primera fila para un concierto de Shania Twain. Portia no acababa aún de creérselo. Era ella la que se iba de fin de semana con clientes importantes: de excursión a Las Vegas, a esquiar a Wisconsin, a pasar lánguidas tardes a esta o aquella playa. Había asistido a despedidas de soltera y celebraciones de nacimiento, a bar mitzvahs y fiestas de cumpleaños, incluso a funerales. Su lista de felicitaciones navideñas incluía más de quinientos nombres. Y, sin embargo, era Annabelle Granger la que había pasado el fin de semana con Heath Champion.
La sierra eléctrica emitió otro chirrido estruendoso. Ella no solía acudir al despacho los domingos por la tarde, pero hoy se encontraba más inquieta de lo habitual. Había empezado el día yendo a misa en Winnetka. De pequeña, odiaba asistir a la iglesia, y a los veinte años dejó de hacerlo por completo. Pero había empezado a ir otra vez unos cinco años atrás. Al principio se trataba de una táctica de negocios, otra manera de establecer contactos convenientes. Se fijó como objetivos cuatro iglesias católicas de clase alta y las visitaba por turno: dos en la Costa Norte, una en Lincoln Park y otra cerca de la Costa Dorada. Sin embargo, al cabo del tiempo empezó esperar con impaciencia los oficios por motivos que no tenían nada que ver con el negocio, y todo que ver, en cambio, con la forma en que se deshacían los nudos en su interior a medida que se sumergía en las familiares palabras de la liturgia. Seguía alternando entre iglesias -¿no dicen que Dios ayuda al que se ayuda? -, pero ahora dedicaba sus domingos no tanto a los negocios como a la búsqueda de la paz. Hoy no había podido ser, sin embargo. Hoy, la serenidad que tan desesperadamente necesitaba la había eludido.
Después de misa había quedado para tomar café con unos conocidos, amigos de prominente posición social de su breve matrimonio. ¿Cómo reaccionarían si les presentara a Bodie? Sólo de pensarlo, se le agravaba el dolor de cabeza. Bodie ocupaba un compartimento secreto en su vida, una cámara sórdida y perversa en la que no podía dejar que nadie metiera la nariz. Aquella semana le había dejado dos mensajes en el contestador, pero ella no había respondido a ninguno, no hasta ese mismo día. Hacía una hora que había sucumbido a la tentación y marcado su número, pero colgó antes de que él respondiese. Si pudiera dormir una noche de un tirón, dejaría de estar obsesionada con él. Puede que fuera capaz incluso de dejar de preocuparse tanto por Heath y torturarse con la idea de que su negocio se venía abajo.
Volvió a zumbar la sierra eléctrica, taladrándole las sienes. Antes de su matrimonio, había tenido sus líos. Más de uno le deparó infelicidad, pero ninguno la condujo a degradarse. Que era lo que le había hecho Bodie la semana pasada. La había degradado. Y ella se lo había permitido.
Porque no había sentido que estuviera degradándose, eso era lo que no conseguía entender. Por eso su insomnio se estaba haciendo incontrolable, por eso había sido incapaz de abstraerse durante la misa, y por eso se había olvidado de pasar el condenado peso la semana pasada. Porque lo que él le hizo le pareció casi tierno.
Ante sus ojos bailaban las columnas en la pantalla del ordenador, y un estrépito de martillazos sustituyó el sonido de la sierra eléctrica. Tenía que salir de allí. Si todavía ejerciera de madrina, podría haberse reunido con alguna de las mujeres. Tal vez hiciera una parada en el club de salud, o llamara a Betsy Waits a ver si le apetecía quedar para cenar. Pero no hizo lo uno ni lo otro, sino que fue a concentrarse en los datos del monitor. Tenía que demostrarse a sí misma que todavía era la mejor, y la única forma de hacerlo era encontrarle pareja a Heath.
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