Los martillazos dieron paso a una serie de golpes, pero no fue hasta que se hicieron más fuertes e insistentes que se dio cuenta de que no procedían del piso de arriba. Dejó su escritorio y acudió al recibidor. Aún llevaba la chaquetilla color blanco roto de Burberry's y los pantalones Bottega Véneta que se puso para ir a misa, pero se había quitado los zapatos mientras trabajaba, y cruzó la moqueta sin hacer ruido. A través del cristal esmerilado, distinguió la silueta de un hombre de anchas espaldas.

– ¿Quién es?

Una voz dura y rotunda replicó:

– El hombre de tus sueños.

Cerró los ojos con fuerza y se dijo a sí misma que no abriera la puerta. Esto no era bueno para ella. Él no era bueno para ella. Pero un coro oscuro, discordante, se impuso a su voluntad. Descorrió el pestillo.

– Estoy trabajando.

– Yo te miro.

– Te vas a morir de aburrimiento. -Se hizo a un lado para dejarle entrar.

Los hombres muy musculosos tenían habitualmente mejor aspecto vestidos con ropa de trabajo que en ropa de calle, pero no era el caso de Bodie Gray. Sus chinos y la camisa francesa azul, hecha a medida, se ajustaban a su cuerpo a la perfección. Echó un vistazo al área de recepción, evaluando las paredes de un verde frío y la decoración zen, pero sin decir palabra. Ella se negó a dejarle jugar a los silencios otra vez.

– ¿Cómo has sabido que estaría aquí?

– Registro de llamadas perdidas.

Nunca debió haberle llamado. Ladeó la cabeza.

– Tengo entendido que tu amo y señor se ha ido de fin de semana con mi rival.

– Las noticias vuelan. Es agradable, este sitio.

La parte más necesitada de ella se regocijó con sus tibias palabras de alabanza, pero Portia permaneció impasible de puertas afuera.

– Lo sé.

Él contempló el escritorio de la recepción.

– Nadie te ha regalado nada, ¿eh?

– No me asusta el trabajo duro. Las mujeres que han de competir en los negocios tienen que ser duras si quieren sobrevivir.

– No sé por qué, no me imagino a nadie creándote demasiados problemas.

– Ni te lo imaginas. Las mujeres que triunfan son juzgadas con diferente baremo que los hombres.

– Es por tus pechos.

Nunca le habían hecho gracia los chistes sexistas, y se horrorizó al notar que estaba sonriendo, pero era difícil resistirse a su machismo chulesco y desacomplejado.

– Enséñame el despacho -dijo él.

Ella así lo hizo. Bodie asomó la cabeza por las mamparas de pergamino, estudió los gráficos de cuotas que tenía pegados en una pared del cuarto de recesos, hizo preguntas. Ella oyó un diálogo distante en español que indicaba que los trabajadores habían decidido dejar de torturarla por ese día; se marcharon por la escalera de servicio. Necesitaba saber más del fin de semana fuera de la ciudad de Heath, pero esperó a haber conducido a Bodie a su despacho particular para abordar el tema.

– Me sorprende que Heath no te hiciera acompañarle este fin de semana -dijo él-. Parece ser que no eres tan imprescindible como te gusta creer.

– Dispongo de unos días libres de vez en cuando. Hoy he venido aquí por él. -Señaló su ordenador con un gesto de la mano-. La pequeña señorita Granger puede llevárselo a cenar y a beber cuanto le plazca, pero seré yo quien le encuentre una esposa.

– Probablemente.

Ella se sentó en el borde de su escritorio.

– Háblame de las mujeres con las que ha salido en el pasado. Él no ayuda mucho.

– No quiero hablar de Heath. -Fue hasta la ventana, miró a la calle y luego tiró de la cuerda de las cortinas, que se cerraron con un susurro suave. Volvió donde se encontraba ella, y sus ojos, tan pálidos y distantes que podrían congelarla, fueron como un cálido bálsamo para su alma marchita.

– Desnúdate -le susurró.

17

La semana que siguió al desastroso retiro en el lago Wind, Annabelle se refugió en el trabajo para evitar obsesionarse con lo que había ocurrido. La página web de Perfecta para Ti estaba ya en funcionamiento, y recibió su primera consulta por correo electrónico. Se reunió por separado con Ray Fidler y Carole, que no estaban destinados a enamorarse, pero habían aprendido algo el uno del otro. Melanie Richter, la candidata de Parejas Power que Heath había rechazado, aceptó reunirse a tomar café con el ahijado de Shirley Miller. Desgraciadamente, Jerry se sintió intimidado con su vestuario de Neiman y se negó a quedar con ella de nuevo. A su puerta llegaron algunos jubilados que la tuvieron ocupada más tiempo de lo debido, pero ella sabía lo que era la soledad, y fue incapaz de rechazarlos. Al mismo tiempo, sabía que le hacía falta pensar a lo grande si pretendía ganarse así la vida. Examinó el balance de su cuenta bancaria y decidió que sólo le daba para ofrecer una fiesta con vino y queso a sus clientes más jóvenes. Se pasó la semana esperando que llamara Heath. Que no lo hizo.

El domingo, después de comer, estaba escuchando en la radio temas clásicos de Prince mientras sacaba algunas compras de la bolsa cuando sonó el teléfono.

– Hola, patatita. ¿Cómo va todo?

Con sólo oír la voz de su hermano Doug, se sintió una inepta. Le visualizó igual que le había visto por última vez: rubio y guapo, Una versión masculina de su madre. Metió una bolsa de zanahorias baby en la nevera y apagó la radio.

– A pedir de boca. ¿Qué tal las cosas por Lalalandia?

– La casa de al lado acaba de venderse por un millón doscientos mil. Ha estado en el mercado menos de veinticuatro horas. ¿Cuándo nos vas a hacer otra visita? Jamison te echa de menos.

– Y yo a él. -No del todo cierto, ya que Annabelle no conocía apenas a su sobrino. Su cuñada tenía al pobre crío tan abrumado con compañeros de juego y clases de refuerzo para niños pequeños que la última vez que había ido a verles le había visto dormido en su sillita la mayor parte del tiempo. Mientras Doug continuaba perorando sobre su fabuloso barrio, Annabelle se imaginó a Jamison apareciendo en su puerta como un fugitivo de trece años neurótico y lleno de tics, huido de su casa. Ella velaría por devolverle la salud mental enseñándole sus mejores trucos para vagos, y cuando él creciera hablaría a sus hijos de su amada y excéntrica tía Annabelle que había preservado su cordura y le había enseñado a apreciar la vida.

– Y escucha esto -dijo Doug-: la semana pasada sorprendí a Candace regalándole un Mercedes nuevo. Ojalá hubieras visto la cara que puso.

Annabelle miró por la ventana de la cocina al callejón en el que Sherman se freía al sol como una enorme rana verde.

– Apuesto a que le encantó.

– Y que lo digas. -Doug siguió hablando del Mercedes: el interior, el exterior, GPS, como ella quería. En cierto momento la dejó en espera para atender otra llamada: otro parecido con Heath. Por fin, fue al grano, y entonces ella recordó la razón principal por la que solía llamar Doug: para echarle un sermón-. Tenemos que hablar de mamá. He estado discutiendo el problema con Adam.

– ¿Mamá es un problema? -Abrió un bote de dulce de malvavisco y le metió mano.

– Bueno, patatita, no se está haciendo más joven, pero tú no pareces reconocer ese hecho.

– No tiene más que sesenta y dos años -dijo, con la boca llena de dulce-. Un poco pronto para llevarla a una residencia.

– ¿Te acuerdas del susto que tuvo el mes pasado?

– ¡Si fue una sinusitis!

– Puedes quitarle importancia si quieres, pero le van pesando los años.

– Se acaba de apuntar a clases de windsurf.

– Sólo te cuenta lo que quiere que oigas. No le gusta dar la lata.

– Podíais haberme engañado. -Tiró la cucharilla sucia al fregadero con más fuerza de la necesaria.

– Adam y yo estamos de acuerdo en esto, y Candace también. Todo lo que se preocupa Kate por ti y tu… digámoslo sin rodeos.

«Eso, digámoslo.» Annabelle enroscó la tapa y metió el bote en la alacena.

– Esta angustia por tu estilo de vida, básicamente sin objetivos, le crea una tensión que no le viene nada bien.

Annabelle se obligó a pasar por alto la pulla. Esta vez no iba a dejar que sus palabras llegaran a afectarla.

– Preocuparse por mí es lo que mejor le sienta a mamá -dijo casi con calma-. Estando jubilada se aburre, e intentar dirigirme la vida le da algo que hacer.

– No es así como lo vemos los demás. Siempre está estresada.

– Estar estresada es su forma de pasar el rato. Y tú lo sabes.

– Estás muy equivocada. ¿Cuándo te vas a dar cuenta de que aferrarse a esa casa le supone un dolor de cabeza que maldita falta le hace?

La casa. Otro punto vulnerable. Pese a que pagaba su alquiler todos los meses, Annabelle no podía sustraerse al hecho de que vivía en casa de mamá.

– Tienes que mudarte de allí para que pueda ponerla a la venta.

A ella se le cayó el alma a los pies.

– ¿Quiere vender la casa? -Contemplando la vetusta cocina, podía ver a su abuela de pie junto al fregadero cuando lavaban juntas los platos. A Nana no le gustaba estropearse la manicura, de modo que Annabelle siempre lavaba, mientras que ella secaba. Solían chismorrear sobre los chicos que le gustaban a Annabelle, o sobre algún nuevo cliente que acabara de firmar con Nana, sobre todo y sobre nada en particular.

– Creo que lo que quiere ella está bastante claro -dijo Doug-. Quiere que su hija siente la cabeza y viva de manera responsable. En vez de vivir de gorra, que es lo que estás haciendo.

¿Así consideraban el dinero del alquiler que a duras penas conseguía arañar cada mes? Pero, ¿a quién quería engañar, de todas formas? Su madre ganaría una fortuna si consiguiera vender aquella casa a un constructor. Annabelle no pudo soportarlo más.

– Si mamá quiere vender la casa, puede hablar conmigo del asunto, así que tú no te metas.

– Siempre haces lo mismo. ¿No puedes discutir un problema racionalmente, por una vez?

– Si quieres racionalidad, habla con Adam. O con Candace. O con Jamison, por el amor de Dios, pero déjame a mí en paz.

Le colgó como la mujer madura de treinta y uno que no era y rompió a llorar al instante. Durante unos segundos, intentó contener las lágrimas, pero enseguida cogió una toalla de papel, se sentó a la mesa de la cocina y se abandonó a su infelicidad. Estaba harta de ser la oveja negra de la familia, harta de no llegar a fin de mes. Y tenía miedo… porque, por mucho que se resistiera, se estaba enamorando de un hombre que era igualito que ellos.


***

El lunes por la mañana, Heath aún no se había puesto en contacto con ella. Tenía un negocio que llevar, y por más que le apeteciera, no podía seguir mirando hacia otro lado y haciendo como si nada, así que le dejó un mensaje. El martes por la tarde, aún no le había respondido. Estaba bastante segura de que su interpretación merecedora de un Oscar le había dejado convencido, en aquel momento, de que sólo había sido su terapeuta sexual, pero ya hacía más de una semana de aquello, y parecía que pudiera estar cuestionándoselo. Evitar la confrontación no estaba en la naturaleza de Heath, y se pondría en contacto con ella antes o después, pero querría que su duelo se produjera en sus términos, que la pondrían a ella en desventaja.

Todavía conservaba el número de móvil de Bodie, del día que había pasado con Arté Palmer, y aquella noche lo utilizó.

Un corredor muy madrugador pasó zumbando mientras encajaba a Sherman en un sitio milagrosamente libre a escasos portales de la dirección de Lincoln Park que Bodie le había dado la noche anterior. Se había puesto el despertador a las cinco y media de la mañana, una hora muy adecuada para el señor Bronicki y sus colegas, pero una pesadilla para ella. Tras una ducha rápida, se enfundó un vestido de verano amarillo ácido con un corpiño con estructura de corsé que le hacía sentir como si tuviera busto, se puso un poco de gel moldeador en el pelo lavado el día antes, se dio unos toques de maquillaje en los ojos y de brillo en los labios, y salió de casa.

El café que había pillado en un Caribú de Halsted le calentaba la mano mientras comprobaba la dirección. La casa de Heath la dejó boquiabierta. La estructura de formas libres de cristal y ladrillo con su dramática cuña de dos alturas apuntando a la calle umbría, conseguía de alguna manera armonizar con las casas vecinas, tanto las señoriales del siglo XIX exquisitamente rehabilitadas como los más recientes hogares de lujo construidos en solares estrechos y carísimos. Fue caminando por la acera hasta girar por un caminito de ladrillo que conducía, haciendo una curva, a una puerta principal de caoba labrada, y llamó al timbre. Mientras esperaba, trató de afinar su estrategia, pero antes de que llegara a nada, oyó el clic de la cerradura y la puerta se abrió.