Llevaba una toalla morada, y una cara de pocos amigos que no se le fue cuando vio quién llamaba a su puerta a las siete menos veinte de la mañana. Se sacó el cepillo de dientes de la boca.

– No estoy.

– Vamos, vamos. -Le encasquetó el café en la mano libre-. Estoy montando una empresa nueva llamada Cafeína a gogó. Eres mi primer cliente. -Pasó a su lado entrando en el vestíbulo, donde una escalera en forma de S ascendía en curva hasta un segundo rellano. Observó el suelo de mármol veteado, la moderna araña de bronce, y lo único que amueblaba el vestíbulo en realidad, un par de zapatillas abandonadas.

– Caramba. Estoy absolutamente impresionada, aunque finja que no.

– Me alegro de que te guste -dijo él arrastrando las palabras-. Lamentablemente, hoy no hago la visita guiada.

Annabelle se resistió al impulso de pasarle el dedo por los restos de espuma de afeitar que le habían quedado en el lóbulo de la oreja.

– No pasa nada. Ya echo yo un vistazo mientras tú te acabas de vestir. -Le señaló la escalera-. Adelante. No quiero interrumpirte.

– Annabelle, ahora no tengo tiempo de hablar.

– Hazme un hueco -dijo ella, con la más cautivadora de sus sonrisas.

La pasta de dientes había empezado a asomarle en burbujas a Heath por la comisura de la boca. Se la limpió con el dorso de la mano. Su mirada se deslizó por los hombros desnudos de Annabelle hasta el ajustado corpiño de su vestido.

– No he estado evitándote. Te iba a devolver la llamada esta misma tarde.

– No, de verdad, tómate el tiempo que quieras. No tengo ninguna prisa. -Le hizo adiós con la mano y se dirigió al salón.

El masculló algo que sonó a blasfemia, y segundos más tarde Annabelle oyó el golpeteo de sus pies descalzos sobre el piso de arriba. Miró de soslayo por encima del hombro y vislumbró unos hombros gloriosos, una espalda desnuda y una toalla morada. Sólo cuando hubo desaparecido, volvió a centrar su atención en el salón.

La luz de la mañana entraba a raudales por la alta cuña de ventanas y veteaba el claro suelo de maderas nobles. Era un espacio precioso que pedía a gritos ser habitado, pero, salvo por los aparatos de gimnasio sobre alfombrillas de goma azul, estaba tan vacío como el vestíbulo. Nada de muebles, ni tan siquiera un póster de deportes en la pared. Mientras lo estudiaba, empezó a ver la habitación como debería ser: una mesa de café enorme, rematada en piedra, frente a un sofá grande y confortable; sillas tapizadas en colores vivos; lienzos ostentosos en las paredes; un equipo de música estilizado; libros y revistas desparramados. El juguete con ruedas de un niño. Un perro.

Con un suspiro, se recordó a sí misma que le había tendido una emboscada esa mañana para hacer que superaran su fin de semana en el lago. Le vino a la mente el viejo proverbio según el cual uno ha de tener cuidado con lo que desea. Ella había deseado que la gente se enterara de que Heath había firmado con Perfecta para Ti, y se había corrido la voz. Ahora, si le perdía como cliente, todo el mundo daría por hecho que ella no había sido lo bastante buena como para retenerle. Todo dependía de cómo se portara esa mañana.

Atravesó el comedor vacío para ir a la cocina. Las encimeras estaban despejadas, los electrodomésticos europeos de acero inoxidable parecían sin estrenar. Únicamente el vaso sucio del fregadero indicaba presencia humana. Le sorprendió la idea de que Heath tenía un sitio donde vivir, pero no un hogar.

Regresó al salón y contempló la calle por los ventanales. Una pieza del rompecabezas que era el hombre del que se había encaprichado encajaba ahora. Como le veía siempre de aquí para allá, se le había pasado por alto el hecho de que era básicamente un solitario. Aquella casa sin amueblar llamaba la atención sobre su aislamiento emocional.

Reapareció con unos pantalones anchos grises, una camisa azul oscura y una corbata estampada, todo tan bien combinado que se diría que salía de un anuncio de Barneys. Dejó la americana sobre el banco de pesas, dejó el café que le había traído y se abotonó los puños.

– No te estaba despachando. Necesitaba algo de tiempo para reevaluar la situación, y no es que esté pidiendo disculpas.

– Disculpas aceptadas. -La forma en que él frunció la frente no auguraba nada bueno, y cambió rápidamente de enfoque-. Siento que no fueran mejor las cosas con Phoebe en el lago. A pesar de lo que puedas pensar, yo te apoyaba.

– Tuvimos una conversación medio decente. -Volvió a coger el café.

– ¿Qué pasó con la otra mitad?

– Dejé que me buscara las cosquillas.

Annabelle habría disfrutado escuchando los detalles, pero necesitaba avanzar antes de que él empezara a mirarse el reloj que asomaba bajo el puño de la camisa.

– Vale, te diré la razón por la que he venido en realidad, y si me hubieras devuelto las llamadas no habría tenido necesidad de molestarte: necesito saber si le has dicho algo a alguien sobre quien tú sabes. Si lo has hecho, te juro que no volveré a hablarte. Te lo conté de forma estrictamente confidencial. De verdad que me moriría de vergüenza.

– Dime que no te has presentado aquí intempestivamente para hablar del chico de tus sueños.

Ella fingió enredar con su anillo, uno con una turquesa que había comprado Nana en Santa Fe.

– Porque ¿tú crees que es posible que le guste a Dean?

– Diantre, no lo sé. ¿No puedes esperar a llegar a la sala de estuco y preguntar a tus amiguitas?

Intentó parecer ofendida.

– Buscaba el punto de vista masculino, eso es todo.

– Que te lo dé Raoul.

– Hemos terminado. Me ponía los cuernos.

– Eso ya lo sabía toda la ciudad, ¿no?

Muy bien, se habían divertido. Annabelle se sentó en una esquina del banco de pesas.

– Sé que piensas que Dean es demasiado joven para mí…

– Tu edad es sólo un punto de una larga enumeración de calamidades que sobrevendrán sin duda si no superas esto. Y no he visto a tu amorcito, de modo que tu secreto está a salvo. ¿Algo más?

– No lo sé. ¿Algo más? -Se levantó del banco-. La cosa es que… me temo que todavía estés lidiando con algunas implicaciones emocionales del retiro, lo que podría hacer que te portes un poco como una nena.

– ¿Nena? -Se le disparó hacia arriba una ceja oscura.

– Es sólo la opinión de una mujer.

– ¿Crees que estoy portándome como una nena? ¿Tú, la reina del instituto Annabelle?

– No has respondido a mis llamadas.

– Quería pensar en ello.

– Exacto. -Se aproximó a él, componiendo una actitud resuelta muy convincente-. Es obvio que todavía te supone un conflicto mi noche de liberación sexual, pero eres demasiado macho para admitirlo. Nunca debí aprovecharme de ti. Los dos lo sabemos, pero creí que no te importaba. Parece ser que no es así.

– Seguro que esto va a ser una desilusión para ti -dijo él secamente-, pero no me he quedado traumatizado por mi violación y pillaje.

– Respeto que te aferres a tu orgullo -dijo ella con cierto remilgo.

El frunció la frente.

– Déjate de tonterías. Fuiste meridianamente clara al hablar de mezclar el placer y los negocios, y tenías razón. Ambos lo sabemos. Pero Krystal dio su fiesta porno, a mí no me gusta que me digan que no, y el resto es historia. El que se aprovechó soy yo. La razón por la que no te he llamado es que todavía no he pensado en cómo compensarte.

Annabelle detestaba la idea de que la viera como a su víctima.

– No será echándote a correr, eso seguro. Apesta un poquito el jefe que se acuesta con su secretaria y luego la despide por ello.

Tuvo la satisfacción de verle crispar el gesto, herido.

– Yo nunca haría eso -dijo.

– Estupendo. Resérvame todas las noches a partir de mañana. Arrancaremos con una profesora de economía que es un cerebrito, recuerda un poco a Kate Hudson, encuentra a Adam Sandler como mínimo medianamente gracioso y sabe distinguir una copa de vino de una de agua. Si no te gusta, tengo seis más esperando. Así que ¿te reintegras al juego o te vas a rajar?

Se negó a morder el anzuelo. En vez de eso, se acercó a los ventanales, sorbiendo el café y tomándose su tiempo, pensando sin duda en lo complicado que se había vuelto todo aquello.

– ¿Estás segura de querer seguir adelante? -dijo al fin.

– Oye, no soy yo la que se agobió. Claro que estoy segura. -«Menuda mentira.»-. Tengo que llevar un negocio y, francamente, me lo estás poniendo difícil.

Él se pasó la mano por el pelo.

– De acuerdo. Organízalo.

– Perfecto. -Le dedicó una sonrisa tan amplia que le dolieron las mejillas-. Entonces, vamos a concretar…

Hicieron sus arreglos, fijando días y horas, y Annabelle se largó en cuanto terminaron. Conduciendo de vuelta a casa, se hizo a sí misma una promesa: en lo sucesivo encerraría sus emociones allí donde debía guardarlas. En una bolsa interior Ziploc, extrarresistente.


***

La noche del día siguiente, Heath seguía a Kevin entre las mesas del salón de baile de un hotel mientras el quarterback estrechaba manos, palmeaba espaldas y se trabajaba a los numerosos hombres de negocios que se habían reunido a comer y escuchar su discurso de motivación titulado «Los balones largos de la vida». Heath Permaneció detrás de él, listo para echarle un capote si alguien intentaba acercarse mucho o tomarse demasiadas familiaridades, pero Kevin logró llegar a la mesa presidencial sin incidentes.

Heath había escuchado su discurso una docena de veces, y en cuanto Kevin tomó asiento volvió al fondo del salón de baile. Dieron comienzo las presentaciones, y los pensamientos de Heath retrocedieron a la emboscada de Annabelle la mañana del día anterior Había irrumpido en su casa, invadiéndolo todo con su descaro, y en contra lo que pudiera indicar su forma de hablarle, se había alegrado de verla. De todas formas, no le mintió al decirle que necesitaba tiempo para pensar las cosas, incluyendo cómo podía torpedear aquel capricho infantil que le había dado por Dean Robillard. Si no volvía pronto a sus cabales, Heath iba a perder todo su respeto por ella. ¿Por qué las mujeres dejaban el cerebro a un lado cuando se trataba de Dean?

Heath apartó el recuerdo incómodo de una antigua novia que decía de él exactamente lo mismo. Había decidido mantener una conversación franca con Dean para asegurarse de que al chico de oro le quedaba claro que Annabelle no era otra tontita más que pudiera incorporar a su vitrina de trofeos. Sólo que se suponía que quería camelarse a Dean, no enfrentarse con él. Una vez más, su casamentera le había puesto en un conflicto imposible.

Kevin hizo un chiste riéndose de sí mismo, y la multitud se lo celebró. Les tenía donde quería, y Heath se escabulló al pasillo para comprobar sus mensajes. Cuando vio el número de Bodie, le llamó a él en primer lugar.

– ¿Qué pasa?

– Un amigo mío acaba de telefonearme desde la playa de Oak Street -dijo Bodie-. Tony Coffield, ¿te acuerdas de él? Su viejo tiene un par de bares en Andersonville.

– ¿Sí? -Tony era uno de los componentes de una red de tipos que suministraban información a Bodie.

– Pues adivina quién más ha aparecido para pillar un poco de sol. Nada menos que nuestro buen amigo Robillard. Y parece que no está solo. Tony dice que comparte manta con una pelirroja. Mona, pero no su tipo habitual.

Heath apoyó la espalda contra la pared y apretó los dientes.

Bodie se reía.

– Tu pequeña casamentera no pierde el tiempo, desde luego.


***

Annabelle levantó la cabeza de la manta llena de arena y contempló a Dean. Estaba tumbado de espaldas, con los músculos bronceados y aceitados, el pelo rubio reluciente y los ojos ocultos por unas gafas de sol futuristas con cristales azul claro. Un par de mujeres en bikini pasaron por delante por cuarta vez, y en esta ocasión parecieron reunir el valor para abordarle. Annabelle interceptó su mirada, se llevó el índice a los labios indicándoles que estaba dormido y sacudió la cabeza. Las mujeres, decepcionadas, pasaron de largo.

– Gracias -dijo Dean, sin mover los labios.

– ¿No se cobra por este trabajo?

– Te he comprado un perrito caliente, ¿no?

Ella apoyó la barbilla en sus nudillos y hundió más en la arena los dedos de los pies. Dean la había llamado el día anterior, unas horas después de salir de casa de Heath. Le preguntó si se apuntaba a una excursión a la playa antes de que empezaran la concentración y los entrenamientos.

Ella tenía un millón de cosas que hacer para preparar la maratón de citas que había planeado, pero no podía dejar pasar la oportunidad de cebar el cuento de su encaprichamiento, por si Heath albergaba dudas todavía.

– Explícamelo otra vez, pues -dijo Dean, con los ojos aún cerrados-. Lo de que me estás utilizando descaradamente para tus propios propósitos nefandos.