– Se supone que los futbolistas no conocen palabras como «nefando».

– La oí en un anuncio de cerveza.

Ella sonrió y se ajustó las gafas de sol.

– Sólo voy a decirte esto: me he metido en un pequeño lío, y no, no te voy a contar con quién. La forma más fácil de escabullirme era fingir que estoy loca por ti. Y lo estoy, por supuesto.

– Mentirosa. Me tratas como a un niño.

– Sólo para protegerme de tu esplendor.

El resopló.

– Además, que me vean contigo eleva enormemente el perfil de mi empresa. -Apoyó la mejilla en el brazo-. Conseguiré que la gente hable de Perfecta para Ti, y la única publicidad que puedo permitirme en este preciso momento es la gratuita. Te lo pagaré. Te lo prometo. -Extendió el brazo y le dio una pequeña palmada en uno de sus bíceps durísimos y calentados por el sol-. De aquí a unos diez años, cuando estemos seguros de que has superado la pubertad, pienso encontrarte una mujer estupenda.

– ¿Diez años?

– Tienes razón. Pongamos quince, sólo por asegurarnos.


***

Annabelle durmió de pena aquella noche. Estaba aterrorizada ante el comienzo de la maratón de citas de Heath, pero ya era hora de hacer de tripas corazón y echarle el resto.

Llegó al Sienna's la primera. Cuando entró él, el corazón le di un brinquito en el pecho antes de caérsele a los pies. Había sido su amante, y ahora tenía que presentárselo a otra mujer.

El parecía tan amargado como ella.

– Me han dicho que ayer hiciste novillos -dijo al sentarse

Ella contaba con que su escapada con Dean hubiera llegado a sus oídos, y se animó un poco.

– No. No voy a decir ni una palabra. -Hizo el gesto de cerrar sus labios como una cremallera, echó el candado y tiró la llave.

La irritación de Heath se ahondó.

– ¿Sabes lo pueril que es eso?

– Eres tú el que ha preguntado.

– Sólo he dicho que te habías tomado el día libre. Estaba dando conversación.

– Se me permite tomarme un día libre de vez en cuando. Y el lago Wind no cuenta porque tuve que estar pendiente de un cliente. Concretamente, de ti.

Entornó los párpados en esa expresión suya tan sexy que anunciaba que estaba a punto de decir algo picante. Pero luego pareció pensárselo dos veces.

– ¿Y qué tal progresa el curso del amor verdadero?

– Creo que le atraigo. Tal vez sea porque no soy pegajosa. Podría ponerme pegajosa, pero me estoy obligando a darle todo el cuartel. ¿No estás de acuerdo en que es lo más inteligente que puedo hacer?

– No vas a arrastrarme a esta discusión.

– Ya sé que le vienen admiradoras despampanantes como moscas, pero creo que podría estar superando esa etapa de su vida. Tengo la sensación de que está madurando.

– Espérate sentada.

– Crees que me comporto como una estúpida, ¿verdad?

– Campanilla, has dado un nuevo significado a la estupidez. Para ser una mujer supuestamente con la cabeza sobre los hombros…

– Chissst… Aquí llega Celeste.

Heath y Celeste tuvieron una conversación muy aburrida sobre economía, un tema que siempre desanimaba a Annabelle. Si la economía iba bien, sentía que no sabía cómo sacarle partido, y si la economía iba mal, no veía cómo iba a conseguir ella salir adelante. Dejó que la conversación se estirara veinte minutos antes de ponerle fin.

Después de irse Celeste, Heath dijo:

– No me importaría contratar sus servicios, pero no quiero casarme con ella.

Annabelle no creía que a Celeste le hubiera gustado Heath demasiado tampoco, y su humor mejoró. Sólo transitoriamente, por desgracia, ya que su siguiente candidata, una ejecutiva de relaciones públicas, se presentó puntual.

Heath estuvo encantador, como de costumbre: respetuoso, mostrando interés por todo lo que ella decía, pero reacio a ir más allá.

– Se viste con mucho gusto, pero la pongo nerviosa.

A lo largo de la semana, Annabelle tiró de todos sus recursos, y le presentó a una directora de cine, a la propietaria de una floristería, a una ejecutiva de seguros y a la editora de Janine. Todas le gustaron, pero no mostró interés en salir con ninguna.

El bombardeo de citas llegó a oídos de Portia, que envió a dos aspirantes más. Una le babeaba encima, cosa que le molestó a él pero hizo las delicias de Annabelle. A la otra le disgustó la falta de pedigrí de Heath, cosa que enfureció a Annabelle. A continuación, Portia insistió en organizar una cita en el Drake para el café de la mañana. Heath accedió finalmente, así que Annabelle aprovechó para encajar a esas horas una cita con una antigua compañera de la universidad que por las noches daba clases a adultos.

La candidata de Annabelle fue un fiasco. La de Portia, no. Portia había insistido tanto en la cita matinal, según descubrió Annabelle, porque había reclutado a la más reciente presentadora de las noticias de la noche de la WGN-TV, Keri Winters. Keri era despampanante, brillante y refinada; demasiado refinada. Era el equivalente femenino de Heath, y entre los dos resultaban lo bastante resbaladizos como para flotar un petrolero.

Annabelle intentó poner fin a la agonía al cabo de veinte minutos, pero Heath le dirigió una mirada asesina, y Keri se quedó media hora más. Cuando se quedaron a solas por fin, Annabelle elevó los ojos al cielo.

– Esto ha sido una pérdida de tiempo.

– Pero ¿qué dices? Es exactamente lo que ando buscando voy a pedirle que salgamos.

– Es tan de plástico como tú. Te lo advierto, no es una buena idea. Si alguna vez tenéis hijos, saldrán del conducto uterino con «Fisher-Price» estampado en el trasero.

Heath no quiso hacerle caso, y al día siguiente llamó a doña Noticias de las nueve para quedar con ella a cenar.

18

Pasaron dos semanas. Entre hacer los preparativos de su fiesta de vino y queso y preocuparse por Heath y Keri Winters, Annabelle perdió el peso suficiente para poder abrocharse la minifalda azul hierba doncella que no había conseguido ponerse en todo el verano.

– Vaya a ponerse algo encima -le había gruñido el señor Bronicki la noche de la fiesta al bajar ella por las escaleras con la mini puesta, además de un ceñido top color marfil.

– A usted le pago por ayudar -replicó ella-. No le está permitido criticar.

– Exhibiéndose como una buscona… Irene, venga aquí y eche un vistazo a esto.

La señora Valerio asomó la cabeza por la puerta de la cocina.

– Está muy guapa, Annabelle. Howard, venga a ayudarme a abrir este bote de olivas. -La señora Valerio, desde que empezó a verse con el señor Bronicki, se había teñido el pelo del mismo rojo que el Pájaro Loco, que combinaba con las zapatillas carmín que llevaba esta noche con su mejor vestido negro de los domingos.

El señor Bronicki, como un pincel con su camisa blanca de manga larga, la siguió a la cocina. Annabelle se fue a su despacho, donde había convertido el escritorio en una mesa de bufé con el Mantel de cuadros amarillo y azul de Nana y un magnífico centro de flores de jardín que había donado la señora McClure. Pusieron el queso y la fruta en los encantadores platos de cerámica de los sesenta de Nana. El señor Bronicki se ofreció a atender a la puerta y servir el vino mientras la señora Valerio se encargaba de rellenar los platos. Fijándose en lo que compraba y recurriendo a la ayuda de sus jubilados, Annabelle se las había arreglado para ajustar la velada a un presupuesto. Y lo que era mejor aún, había reclutado dos clientes varones más a través de su nueva página web.

Concentrarse en el trabajo no la había ayudado mucho a borrar las imágenes de Heath en la cama con Keri, pero hizo lo que pudo. La noticia de que la presentadora de la WGN y el más destacado representante deportivo de la ciudad se dejaban ver juntos había llegado últimamente a las tertulias radiofónicas, incluyendo el programa de máxima audiencia de la mañana, cuyos disc jockeys Eric y Kathy habían lanzado ya un concurso «para poner nombre al extraño hijo que tendrán».

Sonó el timbre de la puerta.

– Ya lo he oído -gruñó el señor Bronicki desde la cocina-. No estoy sordo.

– Recuerde lo que le he dicho de sonreír -le dijo Annabelle cuando pasó a su lado arrastrando los pies.

– No he podido volver a sonreír desde que perdí los dientes.

– Tiene usted la misma gracia que una caja de lavativas.

– Un respeto, señorita.

Annabelle había estado muy preocupada con que la gente no se mezclara, y había pedido a Janine que le echara una mano. Su amiga fue la primera en llegar, seguida de Ernie Marks y Melanie Richter.

Al cabo de una hora, las pequeñas habitaciones del piso de abajo de Annabelle estaban a reventar. Celeste, la economista de la Universidad de Chicago, pasó mucho tiempo hablando con Jerry, el ahijado de Shirley Miller. Ernie Marks, el tranquilo director de escuela primaria, y Wendy, la vivaz arquitecta de Roscoe Village, parecía que congeniaban. Sus dos clientes más recientes, encontrados a través de la página web, se arremolinaban en torno a la elegante Melanie. Desafortunadamente, Melanie parecía más interesada en John Nager. Considerando que Melanie había estado casada con un hombre obsesionado con desinfectar los pomos de las puertas, Annabelle no creía que John el Hipocondríaco fuera su mejor opción. Lo más interesante que deparó la noche, no obstante, resultó algo inesperado. Para sorpresa de Annabelle, Ray Fiedler se pegó a Janine nada más entrar, y Janine no hizo el menor esfuerzo por quitárselo de encima. Annabelle tenía que admitir que el nuevo corte de pelo de Ray había obrado maravillas en él.

Para cuando se fue el último invitado, estaba exhausta pero satisfecha, sobre todo porque todo el mundo quiso saber la fecha de su siguiente fiesta, y había desaparecido un buen puñado de sus folletos. En resumen, Perfecta para Ti había disfrutado de una noche bastante triunfal.


***

Al entrar el cortejo de Heath y Keri en su tercera semana, Annabelle dejó de escuchar los chismorreos de la radio. En lugar de eso, se dedicó a hacer el seguimiento de los contactos que sus clientes habían establecido en la fiesta, intentó disuadir a Melanie de verse con John y firmó con otro cliente. Nunca había estado más ocupada. Sólo le faltaba ser más feliz.

Un martes por la noche, poco antes de las once, sonó el timbre de la puerta. Puso a un lado el libro que estaba leyendo, bajó y se encontró a Heath plantado en su porche, con la ropa arrugada y el aspecto cansado de quien vuelve de viaje. Aunque habían hablado por teléfono, era la primera vez que le veía desde la noche en que conoció a Keri.

El repasó su camiseta ancha, sin mangas, de algodón blanco -no llevaba sujetador- y sus pantalones de pijama azules estampados con copas rosas de martini que contenían pequeñas olivas verdes.

– ¿Estabas durmiendo?

– Leyendo. ¿Ocurre algo?

– No. -Tras él, un taxi se alejaba del bordillo. Tenía enrojecido el contorno de los ojos, y una sombra de barba asomaba en su mentón de tipo duro, lo cual, a los ojos trastornados de Annabelle, no le hacía sino más toscamente atractivo.

– ¿Tienes algo de comer? En el avión no daban más que pretzels, incluso en primera clase. -Ya había entrado. Dejó en el suelo su maleta de ruedas y el portátil-. Tenía pensado llamar antes, pero me he quedado dormido en el taxi.

Las emociones de Annabelle estaban demasiado a flor de piel para hacer frente a esto.

– Sobras de espaguetis nada más.

– Suena estupendamente.

Reparando en las líneas de fatiga de su cara, ella no tuvo corazón para echarle, y se encaminó a la cocina.

– Tenías razón sobre Keri y yo -dijo él, a su espalda. Ella se dio con el marco de la puerta.

– ¿Qué?

Él miró a la nevera, más allá de ella.

– No me vendría mal una Coca-Cola, si tienes.

Ella sentía deseos de agarrarle del cuello de su camisa blanca y sacudirle hasta que le dijera exactamente qué había querido decir pero se contuvo.

– Claro que tenía razón sobre Keri y tú. Soy una profesional experimentada.

Él se aflojó el nudo de la corbata y se desabotonó el cuello.

– Refréscame la memoria. ¿ Qué clase de experiencia has tenido, concretamente?

– Mi abuela era una superestrella. Lo llevo en la sangre. -Iba a ponerse a chillar si él no le decía lo que ocurría. Sacó una Coca-Cola de la nevera y se la pasó.

– Keri y yo nos parecíamos demasiado. -Apoyó un hombro contra la pared y dio un sorbo a su refresco-. Tuvimos que llamarnos media docena de veces sólo para poder quedar a comer.

La nube negra que llevaba siguiéndola tres semanas se la llevó el viento a arruinar la vida de alguna otra persona. Extrajo de la nevera un vetusto Tupperware azul pastel, junto con los restos del whopper que no había tenido ganas de acabarse al mediodía.