– ¿Quiere que me quede?
– Veinte minutos exactamente. Luego llévesela con usted.
– ¿Veinte minutos? ¿No cree que lo puede encontrar un poco… ofensivo?
– No si es la mujer adecuada. -Le dedicó su sonrisa de chico de pueblo-. ¿Y sabe por qué, señorita Granger? Porque la chica adecuada es demasiado dulce para sentirse ofendida. Ahora márchese de aquí antes de que me arrepienta.
Lo hizo.
Cuando entró en el lavabo del McDonald's, Annabelle ya había dejado de temblar. Se puso unos pantalones capri, una camiseta sin mangas y unas sandalias. La experiencia vivida no había hecho sino reforzar su fobia a las serpientes. Pero otras mujeres no se llevarían la misma impresión de Heath Champion. Era rico, tenía éxito y estaba como la gloria, lo que lo convertía en el partido de ensueño, siempre y cuando no diese un susto de muerte a las mujeres con las que se citara, lo que constituía una posibilidad nada desdeñable. Lo único que tenía que hacer era encontrar a la mujer adecuada.
Se recogió el pelo que caía desordenado sobre la cara con un par de pasadores. Prefería llevar el pelo corto para mantenerlo bajo control, pero sus mechones rizados le daban un aspecto de estudiante de primer año de universidad antes que de profesional seria, de modo que había decidido hacer de tripas corazón y dejárselo crecer. No era la primera vez que deseaba tener ahorrados quinientos dólares para que se los alisara un profesional, pero ni siquiera podía pagar los gastos de casa.
Guardó los pendientes de perlas de Nana en una cajita Altoids y tomó un trago de agua tibia de uno de los botellines que había desenterrado del asiento trasero de Sherman. Solía tener el coche bien abastecido: snacks y botellas de agua; compresas y artículos de tocador; sus nuevos folletos y tarjetas de visita; unas mancuernas por si le entraban ganas de hacer ejercicio, lo que rara vez ocurría, y, desde hacía poco, una caja de preservativos en caso de que alguno de sus clientes sintiera de pronto una necesidad imperiosa, si bien Ernie Marks y John Nager no eran, precisamente, hombres impulsivos. Ernie era el director de una escuela de enseñanza primaria, cariñoso con los niños pero inseguro con las mujeres, y John el hipocondríaco era incapaz de echar un polvo sin hacer que su pareja se sometiese a todas las pruebas pertinentes en la Clínica Mayo.
De una cosa estaba segura: nunca se vería en la tesitura de tener que darle condones de emergencia a Heath Champion. Un hombre como él iba siempre preparado.
Frunció la nariz. Había llegado la hora de sobreponerse a sus antipatías. Deba igual que fuera prepotente y autoritario, además de demasiado rico y exitoso para su propio bien. Era la clave de su futuro económico. Si quería que Perfecta para Ti saliese adelante como un servicio matrimonial especializado de alta categoría, tenía que conseguirle una esposa. Si se la conseguía, la noticia se propagaría y Perfecta para Ti se convertiría en la empresa matrimonial de moda en Chicago. Algo de lo que distaba mucho de ser en la actualidad, porque heredar el negocio de su abuela también había supuesto heredar los clientes que le quedaban. Aunque Annabelle hacía lo posible por honrar la memoria de Nana, había llegado la hora de dar el salto.
Se echó un chorro de jabón líquido en las manos y consideró su lugar en el mundo empresarial. Había agencias matrimoniales para todos los gustos, y el auge de los servicios de contactos por Internet había obligado a muchas empresas tradicionales como la suya a cerrar mientras otras se mataban por encontrar su lugar. Ofrecían encuentros grupales, veladas nocturnas y excursiones de aventura. Algunas organizaban cenas para solteros, mientras que otras se especializaban en licenciados de universidades prestigiosas o en miembros de determinadas confesiones religiosas. Unas pocas, como Parejas Power, se mantenían a flote como «servicios para ricos» y sólo aceptaban clientes varones a los que cobraban pasmosas sumas por presentarles mujeres hermosas.
Annabelle estaba dispuesta a hacer de Perfecta para Ti una empresa distinta de todas las demás. Quería que su nombre fuera el primero en venir a la mente de los solteros, tanto hombres como mujeres, de clase alta de Chicago, dispuestos a dar el paso del compromiso y conscientes de que la mejor manera de hacerlo es a través de un servicio personalizado tradicional. Ya tenía algunos clientes de los cuales Ernie y John eran los más recientes-, pero no los suficientes para que la empresa fuera rentable. Y hasta que no se hiciera un nombre, no podría elevar las tarifas. Encontrar pareja a Heath Champion le permitiría conseguir esos clientes selectos y aumentar sus tarifas. Pero seguía sin entender por qué él no había sido capaz de encontrar esposa.
Tendría que dejar sus especulaciones para más tarde, porque era hora de ponerse a trabajar. Se había propuesto pasar la tarde visitando los cafés del centro, terreno fértil para buscar tanto futuros clientes como posibles parejas para los que ya tenía, pero eso fue antes de saber que no disponía de mucho tiempo para encontrar una candidata que dejase sin habla a Heath Champion.
Sintió el calor que desprendía el asfalto mientras atravesaba el párking en dirección a su coche. Había un olor a frituras y gases de tubo de escape en el aire. Junio estaba empezando y Chicago ya había declarado el primer día de Protección de la Capa de Ozono del verano. Tiró el traje amarillo completamente ajado en un cubo de basura para no tener que volver a verlo.
Su móvil sonó mientras se montaba en el sofocante coche. Abrió la puerta para poder respirar.
– Annabelle.
– Annabelle, tengo una gran noticia.
Suspiró y apoyó la frente sobre el volante caliente. Justo cuando creía que lo peor ya había pasado.
– Hola, mamá.
– Tu padre ha hablado con Doug hace una hora. Tu hermano es oficialmente vicepresidente. Lo anunciaron esta mañana.
– ¡Es fantástico!
Y aunque Annabelle no cabía en sí de alegría y entusiasmo, la percepción extrasensorial de su madre no se hizo esperar:
– Por supuesto que es fantástico -dijo bruscamente-. De verdad, Annabelle, no sé por qué tienes que ser tan envidiosa. Doug ha trabajado duro para llegar a donde está. Nadie le dio nada.
Excepto unos padres amantísimos, una educación universitaria de primer orden y un generoso regalo de graduación en metálico para ayudarle a empezar.
Las mismas cosas que había recibido Annabelle.
– Sólo tiene treinta y cinco años -prosiguió Kate Granger- y ya es vicepresidente de una de las empresas de contabilidad más importantes del sur de California.
– Es un crack. -Annabelle levantó la frente del abrasador volante antes de que la marcase con el estigma de Caín.
– Candace va a ofrecer una fiesta en la piscina, el próximo fin de semana, para celebrar el ascenso de Doug. Han invitado a Johnny Depp.
Por alguna razón, Annabelle no podía imaginarse a Johnny Depp en una de las fiestas en la piscina de su cuñada, pero no era tan estúpida como para expresar su escepticismo.
– ¡Vaya! ¡Es increíble!
– Candace no se decide entre una fiesta del Pacífico Sur y algo más propio del Oeste.
– Es una gran anfitriona; estoy segura de que, haga lo que haga, será un éxito.
Las habilidades psíquicas de Kate Granger estaban a la altura de su propia línea 800.
– Annabelle, tienes que esforzarte más por superar tu hostilidad hacia Candace. No hay nada más importante que la familia. Doug la adora. Y es una madre maravillosa.
La frente estaba empezando a llenársele de gotitas de sudor.
– ¿Cómo le va a Jamison con el entrenamiento para dejar los pañales?
Nada de Jimmy, ni Jamie, ni Jim, ni ninguna de las variaciones comunes. Sencillamente, Jamison.
– Es tan listo… Sólo es cuestión de tiempo. Tengo que admitir que era algo escéptica acerca de todas esas cintas de aprendizaje, pero no hay más que ver, sólo tiene tres años de edad y fíjate qué vocabulario maneja.
– ¿Sigue diciendo «gilipollas»?
– Eso no tiene ninguna gracia.
En los viejos tiempos, cuando su madre tenía sentido del humor, habría sido gracioso, pero, a los sesenta y dos años de edad, Kate Granger no conseguía habituarse a su nueva vida de jubilada. Si bien los padres de Annabelle se habían comprado una espectacular casa en la playa, en Naples, Florida, Kate echaba de menos San Luis. De naturaleza inquieta, dirigía toda la energía, que en el pasado había volcado en una carrera bancaria de éxito, hacia sus tres hijos adultos. Especialmente hacia Annabelle, su único fracaso.
– ¿Cómo está papá? -preguntó Annabelle, con la esperanza de posponer lo inevitable.
– ¿Cómo crees que está? Juega dieciocho hoyos por la mañana y se pasa toda la tarde viendo el canal de golf. Lleva meses sin abrir una revista médica. Lo normal sería que, después de cuarenta años como cirujano, sintiese alguna curiosidad, pero las únicas ocasiones en que muestra algún interés por la medicina es cuando habla con tu hermano.
Segundo capítulo de la sorprendente saga de Los asombrosos mellizos Granger, dedicado a la extraordinaria vida del doctor Adam Granger, el reconocido cardiocirujano de St. Louis. Annabelle cogió su botellín de agua y lamentó no haber tenido la previsión de llenarla con vodka con sabor a melocotón.
– Estoy metida en un atasco, mamá. Voy a tener que cortar muy pronto.
– Tu padre está tan orgulloso de Adam… Le acaban de publicar otro artículo en el Diario de cirugía torácica y cardiovascular. Ayer, cuando nos reunimos con los Anderson para la Noche Caribeña en el club, tuve que darle una patada bajo la mesa para que dejara de hablar de él. Los hijos de los Anderson son una verdadera decepción.
Como Annabelle.
Su madre descendió en picado sobre su presa.
– ¿Has recibido los formularios para la solicitud?
Puesto que Kate había enviado la documentación por FedEx y sin lugar a dudas, había hecho el seguimiento de la entrega por Internet, la pregunta era retórica.
– Mamá…
– No puedes seguir dando palos de ciego… en el trabajo, en tus relaciones. Ni siquiera te voy a mencionar ese horrible negocio con Rob. Tendríamos que haber dejado de financiarte los estudios cuando insististe en licenciarte en teatro. Una mina de oro de oportunidades laborales, ¿verdad? Tienes treinta y un años. Y eres una Granger. Hace mucho que deberías haber sentado la cabeza y dedicado tus esfuerzos a algo productivo.
Annabelle se había prometido a sí misma no morder el anzuelo, por mucho que la provocara, pero entre Ratón, Heath Champion, la mención de Rob y el temor a que su madre tuviera razón, estalló:
– En la familia Granger, dedicar todos los esfuerzos a algo productivo sólo quiere decir dos cosas, ¿verdad? Medicina o finanzas.
– No empieces. Sabes exactamente lo que quiero decir. Esa horrible agencia matrimonial no ha dado beneficios en años. Mamá la abrió exclusivamente para meter las narices en la vida de los demás. El tiempo no pasa en balde, Annabelle, y no pienso quedarme cruzada de brazos mientras sigues desperdiciando tu vida en lugar de volver a la universidad y prepararte para el futuro.
– No quiero…
– Siempre has sido buena para los números. Serías una magnífica contable. Y te he dicho que estamos dispuestos a pagarte los estudios…
– ¡No quiero ser contable! Y no necesito vuestra ayuda económica.
– Y vivir en casa de Nana no es una ayuda, ¿verdad?
Fue como una puñalada trapera. Se le encendieron las mejillas. Su madre había heredado la casa de Nana en Wicker Park. Ahora la ocupaba ella, so pretexto de evitar que la saquearan, pero en realidad porque Kate no quería que su hija viviera en algún «barrio peligroso». Annabelle respondió ofendida:
– ¡Muy bien! ¿Quieres que me vaya? ¿Es eso lo que quieres?
Oh Dios, sonó como si volviera a tener quince años. ¿Por qué dejaba siempre que Kate le hiciera eso? Antes de que se pudiera atrincherar, Kate prosiguió, hablándole en el mismo tono paciente y maternal que utilizó cuando Annabelle tenía ocho años de edad y amenazó con marcharse de casa si sus hermanos no dejaban de llamarla «Patatita».
– Lo que quiero que hagas es que vuelvas a la universidad y saques tu título de contable. Sabes que Doug te ayudará a obtener un trabajo.
– ¡No pienso ser contable!
– Entonces, ¿qué piensas ser, Annabelle? Dímelo. ¿Crees que disfruto volviendo una y otra vez sobre lo mismo? Si al menos me lo explicaras…
– Quiero dirigir mi propio negocio -respondió Annabelle, sin poder evitar un tono quejumbroso.
– Ya lo intentaste, ¿recuerdas? La tienda de regalos. Luego esa horrible «punto com». Doug y yo te lo advertimos. Y después esa horrible agencia de empleo. Nada te dura.
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