– ¿Ha sido dura la ruptura?

– No exactamente. Habíamos pasado tanto tiempo mareando la perdiz al teléfono que tuvimos que hacerlo por correo electrónico.

– No se han roto corazones, entonces.

Su mentón adquirió una actitud obcecada.

– Debíamos haber estado genial juntos.

– Ya conoces mi opinión al respecto.

– La teoría Fisher-Price. ¿Cómo iba a olvidarla?

Mientras cortaba los restos de su hamburguesa y la mezclaba con los espaguetis, Annabelle se preguntó por qué no la había llamado para darle la noticia en vez de presentarse en persona. Metió el plato en el microondas.

Él se acercó a inspeccionar el plan de dieta apuntado en un panel, amarillento ya, que había pegado ella en la puerta de la nevera nada más mudarse.

– No nos hemos acostado -dijo, sin apartar un milímetro los ojos de una cena baja en carbohidratos a base de pescado.

Ella reprimió su alegría.

– No es asunto mío.

– Desde luego que no, pero eres una cotilla.

– Oye, he estado demasiado ocupada construyendo mi imperio para obsesionarme por tu vida sexual. O por tu falta de ella. -Contuvo sus ganas de marcarse unos pasos de claqué mientras cogía una manopla, sacaba el plato y lo ponía encima de la mesa-. No eres mi único cliente, ¿sabes?

Heath encontró un tenedor en el cajón de la plata, se sentó y examinó su plato.

– ¿Es una patata frita esto que hay en mis espaguetis?

– Nouvelle cuisine. -Abrió el congelador para sacar el vaso de helado que no le había apetecido tocar en tres semanas.

– ¿Y cómo va el negocio? -preguntó él.

Abriendo la tapa, ella le contó lo de su fiesta y sus nuevos clientes. La sonrisa de Heath sugería que se alegraba sinceramente.

– Felicidades. Estás cosechando el fruto de tu esfuerzo.

– Eso parece.

– ¿Y cómo te van las cosas con tu amorcito?

Le costó un momento adivinar de quién estaba hablando. Hundió la cuchara en el helado.

– Cada día mejor.

– Tiene gracia. Le vi en el Waterworks hace un par de noches haciéndole el boca a boca a una clon de Britney Spears.

Ella excavó una viruta de chocolate.

– Forma parte del plan. No quiero que se sienta agobiado.

– Créeme. No lo está.

– ¿Lo ves? Funciona.

El enarcó una ceja.

– Es sólo la opinión de un hombre, pero creo que estabas mejor con Raoul.

Ella sonrió, volvió a tapar el helado y a dejar el vaso en el congelador. Mientras él comía, fregó una sartén que había dejado a remojo en el fregadero y respondió a sus preguntas sobre la fiesta teniendo en cuenta lo cansado que estaba, apreció su interés.

Cuando acabó de comer, Heath le acercó su plato. Lo había devorado entero, hasta la patata frita.

– Gracias. Es la mejor comida que he tomado en varios días.

– Caramba, sí que has estado ocupado.

Heath recuperó lo que quedaba del helado del congelador

– Estoy demasiado cansado para irme a casa. ¿Tienes una cama de invitados en que me pueda tirar?

Ella se golpeó la espinilla con la puerta del fregadero.

– ¡Ay! ¿Quieres quedarte aquí esta noche?

Él levantó la vista del vaso de helado con expresión de gran desconcierto, como si no entendiera la pregunta.

– Hace dos días que no duermo. ¿Te supone un problema? Te prometo que estoy demasiado cansado para asaltarte, si es eso lo que te preocupa.

– Qué me va a preocupar. -Se distrajo sacando el cubo de la basura de debajo del fregadero-. Supongo que no pasa nada. Pero el antiguo dormitorio de Nana da al callejón, y mañana es el día que pasa el camión de la basura.

– Sobreviviré.

Viendo lo cansado que estaba, ella no entendía por qué no había esperado al día siguiente para llamar y darle la noticia de lo de Keri. Salvo que no quisiera estar solo esa noche. Tal vez sus sentimientos hacia Keri fueran más profundos de lo que quería dar a entender. De la burbuja de felicidad de Annabelle escapó un poco de aire.

– Ya saco yo eso. -Heath volvió a meter el helado en el congelador y se llevó la bolsa de basura que ella acababa de atar.

Resultaba todo demasiado íntimo. Las altas horas, la acogedora cocina, las tareas compartidas. Ella en pijama y sin sujetador. La montaña rusa en que viajaba su estado de ánimo desde hacía semanas enfiló otra cuesta abajo.

Cuando él regresó de sus labores de basurero, echó el pestillo a la puerta detrás de él y señaló al patio trasero con la cabeza.

– Ese coche… Déjame adivinar. ¿De Nana?

– Sherman tiene más personalidad que un coche.

– ¿De verdad conduces ese trasto por donde la gente puede verte?

– Algunos no podemos permitirnos un BMW.

Él sacudió la cabeza.

– Supongo que si este montaje de la agencia de contactos no sale adelante, siempre puedes pintarlo de amarillo y meter un taxímetro en el salpicadero.

– Estás disfrutando, ¿no?

Él sonrió y se dirigió a la parte delantera de la casa.

– ¿Qué tal si me enseñas mi habitación, Campanilla?

Esto se salía de lo normal. Apagó la luz, decidida a mantener una actitud despreocupada.

– Si por casualidad eres una de esas personas a las que no les gustan los ratones, mete la cabeza debajo de la sábana. Eso suele mantenerlos a raya.

– Me disculpo por haberme reído de tu coche.

– Disculpas aceptadas.

Heath cogió su maleta y subió por las escaleras al pequeño distribuidor cuadrado del piso de arriba, que estaba jalonado por una serie de puertas.

– Puedes quedarte en la antigua habitación de Nana -dijo ella-. El cuarto de baño está justo al lado. Eso es el cuarto de estar. Era la habitación de mi madre de pequeña. Yo duermo en el tercer piso.

Él dejó la maleta en el suelo y fue hasta el umbral del cuarto de estar. La anticuada decoración en gris y malva tenía un aire irremediablemente ruinoso. Un trozo del periódico del día anterior había caído a la rugosa moqueta de tweed, y el libro que había estado leyendo Annabelle yacía abierto sobre el sofá gris. Un curtido aparador de roble sobre el que descansaba un televisor ocupaba el espacio entre dos ventanas de guillotina, que estaban rematadas por ampulosos bastidores a rayas grises y malvas descoloridas. Delante de las ventanas, un juego de dos bases blancas de metal de patas torcidas sostenían más ejemplares de la colección de violetas africanas de Nana.

– Esto es agradable -dijo-. Me gusta tu casa.

Al principio, ella creyó que le tomaba el pelo, pero luego comprendió que era sincero.

– Te la cambio -dijo.

Él miró a la puerta abierta del distribuidor.

– ¿Tú duermes en el ático?

– Es donde dormía de pequeña, y terminé cogiéndole gusto.

– La guarida de Campanilla. Eso tengo que verlo. -Se encaminó a las estrechas escaleras del ático.

– ¿No estabas tan cansado? -exclamó ella.

– Lo que hace de ésta la ocasión perfecta para ver tu dormitorio. Soy inofensivo.

Ella no le creyó ni por un momento.

El ático, con sus dos buhardillas y sus techos inclinados, se había convertido en el almacén de todas las antigüedades desechada de Nana: una cama de cerezo con postes de baldaquín, un escritorio de roble, un tocador con un espejo con dorados, hasta un viejo maniquí de sastre de los tiempos en que Nana se mantenía ocupada cosiendo en vez de ejerciendo de casamentera. Una de las buhardillas acogía un confortable sillón y una otomana, la otra un escritorio pequeño de nogal y un aparato de aire acondicionado, feo pero eficiente. Annabelle había añadido poco antes cortinas de tela ligera azul y blanca a las ventanas de las buhardillas, una colcha de la misma tela y algunas reproducciones de arte para compensar la miscelánea de paisajes que habían ido a parar allí arriba.

Annabelle se alegró de haber hecho limpieza un rato antes, aunque deseó no haber pasado por alto el sostén rosa que yacía sobre la cama. Los ojos de Heath se posaron en él, y luego se desviaron al maniquí, que en ese momento vestía un viejo mantel de encaje y un sombrero de los Cubs.

– ¿Nana?

– Era muy hincha.

– Ya lo veo. -Alzó la vista al techo inclinado-. Con un par de tragaluces estaría perfecto.

– Tal vez deberías concentrarte en decorar tu propia casa.

– Supongo que sí.

– En serio, Heath, si yo tuviera esa casa magnífica y tanto dinero como tú, la convertiría en una atracción turística.

– ¿Qué quieres decir?

– Grandes muebles, mesas de piedra, una iluminación cuidadosa, arte contemporáneo colgado en las paredes… lienzos enormes. ¿Cómo puedes aguantar vivir en una casa tan fabulosa sin hacer nada con ella?

Él la miro de forma tan extraña que empezó a sentirse incómoda y le dio la espalda.

– La habitación de Nana tiene una persiana un poco caprichosa Voy a echártela y a llevarte unas toallas.

Corrió al piso de abajo. El tenue olor del perfume A una rosa silvestre, de Avon, impregnaba todavía el cuarto de Nana. Encendió la pequeña lámpara de tocador de porcelana, retiró la sábana de más que había dejado a los pies de la cama y arregló la persiana. En el cuarto de baño escondió la caja de Tampax de la semana anterior y colgó un juego de toallas limpias del viejo toallero cromado.

Heath seguía sin bajar. Se preguntó si habría descubierto su vieja muñeca Tippy Tumbles, que estaba apoyada en el escritorio. O peor aún, el catálogo de juguetes eróticos que nunca había llegado a tirar. Subió las escaleras a la carrera.

Le encontró tumbado en su cama, completamente vestido excepto por los zapatos, y dormido como un tronco.

Tenía los labios ligeramente separados, y los tobillos enfundados en sencillos calcetines negros, cruzados. Una de sus manos reposaba sobre el pecho. La otra, a un lado del cuerpo, junto a un extremo del sujetador rosa que sobresalía bajo sus caderas. Estaba pegado a las yemas de sus dedos, sin llegar a tocarlas, pero lo bastante cerca como para provocarle a Annabelle un hormigueo en el estómago. Estaría loca, pero no soportaba ver lencería abandonada cerca de él.

Una de las tablas del suelo crujió al acercarse de puntillas a la cama. Muy despacio, con cuidado, enganchó la tira del sostén y tiró de ella.

El sostén no se movió.

El soltó un ligero resoplido. Era una locura. Annabelle se sentía ya suficientemente vulnerable con la situación en general. Debela marcharse y dejarle dormir. Pero dio otro tirón.

El se volvió sobre un costado, hacia ella, acabando de atrapar todo el sujetador, salvo una vueltecita de la tira de encaje, bajo su cadera.

Annabelle empezó a sudar. Sabía que era una locura, pero no podía decidirse a marcharse. Crujió otra tabla en el suelo cuando se arrodilló a un lado de la cama, la misma tabla que crujía cada vez que la pisaba, de modo que podía haber tenido más cuidado. El corazón le latía con fuerza. Se apoyó con una mano en el colchón y deslizó el dedo a través de la tira enroscada que asomaba bajo cadera de Heath. Tiró fuerte.

Heath levantó pesadamente un párpado, y su voz amodorrada la sobresaltó.

– Una de dos: o te metes aquí conmigo o te largas.

– Esta es -tiró un poco más fuerte- mi cama.

– Ya lo sé. Estoy descansando un momento.

No daba la impresión de estar descansando un momento. Daba la impresión de que se había instalado para toda la noche. Junto con su lencería. Que se negaba a moverse.

– Si me dejas…

– Estoy muerto del todo. -Cerró los ojos-. Te devolveré tu cama por la mañana. Te lo prometo. -Su voz fue haciéndose un murmullo confuso.

– Vale, pero…

– Vete -masculló él.

– Ya voy. Pero antes, ¿te importaría…?

Heath volvió a tumbarse de espaldas, lo que habría debido liberar el sujetador, pero no fue así: se quedó pillado entre su cadera y su mano.

– Yo, eh, tengo que coger una cosita. Y ya no te molestaré más.

Los dedos de Heath le apresaron la muñeca, y esta vez, al abrir se sus párpados, tenía los ojos bien despiertos.

– ¿Qué quieres?

– Recuperar mi sujetador.

Él levantó la cabeza y se miró el costado, sin soltarle la muñeca.

– ¿Porqué?

– Soy una maniática del orden. Las habitaciones desordenadas me sacan de quicio. -Dio un fuerte tirón y liberó el brazo.

Heath contempló el sujetador que colgaba ahora de su mano.

– ¿Vas a salir esta noche?

– No, voy a… -Estaba claro que había despertado al león durmiente, e hizo un ovillo en la mano con el sostén, tratando de hacer lo invisible-. Vuelve a dormirte. Ya me acuesto yo en la cama de Nana.

– Ahora ya estoy despierto. -Se incorporó sobre los codos-. Normalmente, te veo venir de lejos con tus chifladuras, pero tengo que admitir que esta vez me has dejado perplejo.

– Bah, olvídalo.

– Lo que tengo claro -señaló su mano con la cabeza- es que la cosa no va de un sujetador.