– Eso crees tú. -Le miró con acritud-. Mientras no estés en mi piel, no juzgues.
– ¿Que no juzgue qué?
– No lo entenderías.
– Me paso todo el día entre futbolistas. Te sorprendería la cantidad de cosas raras que entiendo.
– No serán tan raras como ésta.
– Ponme a prueba.
El gesto resuelto de su mentón le decía que Heath no iba a dejarlo correr, y ella no tenía otra explicación que la verdad.
– No soporto ver… -Tragó saliva y se pasó la lengua por los labios-. Lo paso mal si veo… eh… lencería femenina demasiado cerca de la mano de un hombre. Es decir, cuando esa lencería no cubre de hecho un cuerpo femenino.
Heath soltó un gruñido y volvió a hundir la cabeza en la almohada.
– Señor, señor. No me digas.
– Me disgusta. -Y eso era expresarlo con suavidad.
Sabía que Heath se reiría, y así fue, con una sonora carcajada que rebotó por los peculiares ángulos del ático. Ella le miró fijamente hasta hacerle apartar la vista.
Heath bajó los pies de la cama.
– ¿Te da miedo que me dé a mí por travestirme?
Oírselo decir en voz alta arrancó de Annabelle una mueca de dolor. ¿Cómo había podido llegar a los treinta y uno sin que nadie la hiciera encerrar?
– Miedo exactamente, no. Pero… La cosa es… ¿por qué exponerte a la tentación?
Aquello a él le encantó.
Annabelle entendía que le divirtiera, le hubiera divertido a ella de estar en su lugar, pero fue incapaz de esbozar una sonrisa. Abatida se volvió hacia las escaleras. La risa de Heath se fue apagando, crujió otra tabla cuando salió tras ella. Le puso las manos en los hombros.
– Oye, sí que estás disgustada, ¿verdad?
Ella asintió.
– Lo siento. Paso demasiado tiempo en vestuarios. No me burlaré más de ti, te lo prometo.
Su simpatía era peor aún que sus burlas, pero se dio la vuelta igualmente y apoyó la cabeza en su pecho. Él le acarició el pelo Annabelle se dijo que debía apartarse, pero tenía la impresión de que estaba exactamente en su sitio tal como estaba. Y entonces tomó conciencia de la potente erección que presionaba su piel.
Lo mismo le ocurrió a él. Dio rápidamente un paso atrás, soltándola de golpe.
– Será mejor que vaya al piso de abajo para que recuperes tu cuarto -dijo.
Ella acertó a asentir trémulamente con la cabeza.
– Vale.
El recogió sus zapatos, pero no salió de inmediato. Primero se dirigió al escritorio y señaló con un gesto el montón de revistas que había encima.
– Me gusta leer antes de dormir. ¿No tendrás por ahí un ejemplar del Sports Illustrated?
– Me temo que no.
– Claro que no. ¿Por qué ibas a tenerlo? -Extendió una mano-. ¿Puedo llevarme esta otra, entonces?
Y se fue con su catálogo de juguetes eróticos.
Heath sonreía para sí bajando por las escaleras, pero su sonrisa se había esfumado cuando llegó al cuarto de Nana. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? Se quitó la camisa y la arrojó sobre una silla. No tenía planeado presentarse a la puerta de Annabelle, pero había pasado una semana brutal. Con la pretemporada a punto de comenzar, había estado volando por todo el país, tocando base con todos sus clientes. Había hecho de hermano mayor, de animadora, de abogado y de psiquiatra. Había soportado retrasos en los vuelos, confusiones con los coches de alquiler, mala comida, música a demasiado volumen, demasiada bebida y falta de sueño. Esa noche, al meterse en el taxi, la imagen de su casa desierta alzándose ante él había resultado demasiado, y se oyó a sí mismo dándole al conductor la dirección de Annabelle.
La sensación de estar arrastrándose amenazaba su salud mental. Había firmado con Portia en mayo, y con Annabelle a principios de junio. Estaban ya a mediados de agosto, pero seguía tan lejos de alcanzar sus objetivos como al principio. Mientras se bajaba la cremallera, comprendió que su frustrante ruptura con Keri demostraba una cosa: no podía continuar así, no con la temporada de fútbol en marcha, no si pretendía tener la cabeza despejada. Había llegado el momento de introducir algunos cambios…
Portia observó cómo aquellos senos de mujer goteaban dentro de la bandeja de ostras crudas, con un repiqueteo rítmico y regular. Una escultura de hielo de una clásica figura femenina habría tenido sentido en abstracto, pero la subasta silenciosa y el cóctel de esa noche se celebraban en beneficio de una casa de acogida para mujeres maltratadas, y ver a una mujer fundiéndose sobre los entremeses enviaba un mensaje equivocado. O la estatua de hielo o la concurrencia eran más de lo que el aire acondicionado podía enfriar, y Portia tenía calor incluso con su vestido sin tirantes. Se había comprado aquel modelito rojo y muy corto aquella misma tarde, en la esperanza de que algo nuevo y extravagante le levantaría el ánimo, como si un vestido nuevo pudiera arreglar cuanto le pasaba. Había sido muy optimista respecto a Heath y Keri, regodeándose con la publicidad que despertaban. Debió reparar en que eran demasiado parecidos, pero había perdido su instinto junto con su pasión por fabricar finales felices para los demás.
Se sentía aislada y deprimida, harta de Parejas Power, harta de sí misma y de todo aquello que tan orgullosa la había hecho sentirse en el pasado. Se alejó de la mesa del bufé y de la mujer evanescente. Necesitaba recobrar su entereza antes de la reunión concertada con Heath para la mañana siguiente. ¿Para qué la había convocado? Probablemente, no para cantar sus alabanzas. Pues bien: se negaba a perder aquello. Bodie decía que estaba obsesionada. «Dile a Heath que se vaya al infierno, y ya está.» Ella trataba de explicarle que el fracaso llama al fracaso, pero Bodie había crecido en un camping de caravanas, de modo que algunas cosas no contaban para él.
Había intentado, con escaso éxito, no pensar en Bodie. Se habían convertido en criaturas de la oscuridad. Llevaban un mes viéndose varias veces a la semana, siempre en casa de Portia, siempre de noche, como un par de vampiros enloquecidos con el sexo. Cada vez que Bodie sugería que salieran a cenar o al cine, ella ponía una excusa. No podía explicar a sus amigos lo de Bodie y sus tatuajes, como tampoco la extraña necesidad que sentía a veces de exhibirlo ante todo el mundo. Tenía que acabar. Cualquier día de aquellos, le plantaría.
Toni Duchette apareció a su lado, con mechas rubias nuevas en su corto pelo castaño y su figura de boca de riego embutida en un modelo negro de lentejuelas.
– ¿Has pujado por algo?
– Por la acuarela. -Portia señaló con un gesto vago un falso Berthe Morisot que había sobre la mesa más cercana-. Es perfecta para colgarla sobre mi cómoda.
Recordó la expresión atónita que puso Bodie la primera vez que vio su dormitorio, extravagantemente femenino. Su virilidad exuberante habría quedado ridicula sobre la recargada cama blanca de princesa de cuento de hadas, pero ver aquellos músculos nervudos recortados sobre sus sedosas sábanas color crudo, su cabeza afeitada arrugando las almohadas de satén, un fleco de encaje velando los tatuajes que rodeaban su brazo, no había hecho más que avivar su deseo.
Mientras Toni seguía hablando de las donaciones recibidas, Portia exploraba automáticamente la habitación en busca de perspectivas interesantes, pero ése era un público anciano, y apoyar la casa de acogida nunca había sido para ella una cuestión de negocios. No imaginaba nada peor que estar sometida al poder de un maltratador, y había donado a la casa miles de dólares a lo largo de los años.
– El comité ha hecho un trabajo magnífico -dijo Toni, estudiando la multitud-. Ha venido hasta Colleen Corbett, que ya no asiste casi nunca a estas cosas. -Colleen Corbett era un bastión de la alta sociedad del viejo Chicago, de setenta años de edad e íntima, en un tiempo, tanto de Eppie Lederer, también conocida como Ann Landers, como de la difunta Sis Daley, esposa del jefe Daley y madre del alcalde actual. Portia llevaba años intentando sin éxito congraciarse con ella.
Cuando Toni se alejó por fin, Portia decidió volver a intentar vencer la reserva de Colleen Corbett. Aquella noche, Colleen lucía uno de sus trajes originales de Chanel, el de color melocotón con remates en beige. Su peinado de laca y permanente no había cambiado desde sus fotos de los años sesenta, excepto en el color, que era ahora un gris acero lustroso.
– Colleen, qué placer volver a verla. -Portia le brindó la más obsequiosa de sus sonrisas-. Portia Powers. Estuvimos charlando en la fiesta del Sidney's la primavera pasada.
– Sí. Me alegro de verla. -Tenía una voz levemente nasal, y sus modales eran cordiales, pero Portia se dio cuenta de que no la recordaba. Transcurrieron unos instantes de silencio, que Colleen no trató de rellenar.
– Hay algunas piezas interesantes a subasta. -Portia combatió el impulso de atrapar un gin-tonic al paso de un camarero.
– Sí, muy interesantes -replicó Colleen.
– Hace un poco de calor aquí esta noche. Me parece que la escultura de hielo está librando una batalla perdida.
– Ah, ¿sí? No me había fijado.
No había nada que hacer. Portia detestaba parecer una aduladora, y acababa de decidirse a limitar los daños cuando percibió un cambio sutil en el ambiente de la sala. El nivel de ruido descendió; algunas cabezas se volvían aquí y allá. Ella se volvió para ver qué había causado esa ola de interés.
Y sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
Bodie se hallaba en mitad de la entrada, enfundado el corpachón en un traje de verano beige claro de corte impecable y una camisa color chocolate, con una corbata discretamente estampada. Parecía un matón de la mafia extremadamente caro y letal. La invadieron deseos de lanzarse a sus brazos. Al mismo tiempo, sintió el impulso urgente de correr a esconderse bajo la mesa del bufé. Los chismosos más notables de Chicago se encontraban allí esa noche. Toni Duchette radiaba ella sola más chismes que la WGN.
Sintió que le flaqueaban las rodillas, que se le dormían las puntas de los dedos. ¿Qué estaba haciendo él allí? Sus pensamientos se sucedieron vertiginosamente hasta fijar en su cabeza la imagen de Bodie desnudo ante la pequeña consola de su salón donde guardaba su correo personal. Se había apartado al acercársele ella, pero debió de ver el fajo de invitaciones que Portia nunca le mencionaba a la fiesta en la piscina de los Morrison, a la inauguración de la nueva galería River North, a aquella misma subasta benéfica. Se habría dado perfecta cuenta de por qué no le había invitado a acompañarla. Ahora, pretendía hacérselo pagar.
El empalagoso perfume del Shalimar de Colleen le revolvió el estómago. La sonrisa de gángster de Bodie al dirigirse derecho hacia ella no inspiraba tranquilidad en absoluto. Un reguerillo de sudor se deslizó entre sus pechos. Ése no era un hombre que encajara bien un desaire.
Colleen estaba de espaldas a él. Portia no sabía cómo hacer frente a un desastre de tal magnitud. Bodie se detuvo justo detrás de Colleen. Si la anciana miraba a su alrededor le iba a dar un infarto. La expresión burlona de los ojos azules de Bodie les daba un tono gris pizarra. Levantó un brazo y apoyó la mano en el hombro de Colleen.
– Hola, cariño.
A Portia se le cortó la respiración. ¿Acababa Bodie de llamar «cariño» a Colleen Corbett?
La anciana ladeó la cabeza.
– ¿Bodie? ¿Qué diantre estás haciendo aquí?
A Portia le daba vueltas la cabeza.
– Me enteré de que daban copas gratis -dijo él. Y luego estampó un beso en la mejilla apergaminada de Colleen.
Colleen deslizó la mano en su enorme zarpa y dijo muy indignada:
– Ya recibí esa espantosa postal de felicitación tuya por mi cumpleaños, y no tenía ni pizca de gracia.
– A mí me hizo reír.
– Tendrías que haber mandado flores, como todo el mundo.
– Aquella postal te gustó mucho más que un puñado de rosas. Admítelo.
Colleen frunció los labios.
– No pienso admitir nada. A diferencia de tu madre, me niego a alentar tu comportamiento.
Bodie desvió la mirada hacia Portia, recordándole a Colleen que debía cumplir con los formalismos.
– Ah, Paula… Éste es Bodie Gray.
– Se llama Portia -dijo él-. Y ya nos conocemos.
– ¿Portia? -Su frente se llenó de arrugas-. ¿Estás seguro?
– Estoy seguro, tía Cee.
«¿Tía Cee?»
– ¿Portia? Qué shakesperiano. -Colleen dio unas palmaditas en el brazo a Bodie y sonrió a Portia-. Mi sobrino es relativamente inofensivo, pese a su aspecto aterrador.
Portia se tambaleó ligeramente sobre sus tacones de aguja.
– ¿Su sobrino?
Bodie extendió una mano para estabilizarla. Al tocarle el brazo, su voz suave y amenazadora se derramó sobre ella como seda negra.
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