Pegó un grito al capullo que acababa de cortarle el paso y consideró un problema más serio. No podía desprenderse de la anticuada idea de que debía proponer matrimonio a Delaney antes de acostarse con ella. Era Delaney Lightfield, no una fan del equipo de fútbol. Cierto que sólo llevaban seis semanas saliendo juntos, pero era evidente para todo el mundo, menos Bodie, que estaban hechos el uno para el otro, así que ¿por qué esperar?

Pero ¿cómo iba a pedirle matrimonio sin un anillo?

Durante un breve instante, consideró la posibilidad de pedirle a Annabelle que eligiera ella uno, pero ni a él se le ocultaba que eso era mucho delegar. El tráfico se detuvo. Iba a llegar tarde a su cita de las once. Tamborileó con los dedos sobre el volante. Le vino a la mente la dificultad de intentar pedir en matrimonio a Delaney sin mencionar la palabra «amor», pero ya solucionaría eso más adelante. De momento, tenía que decidir qué hacer con lo del anillo. Ella debía de tener opiniones muy elaboradas sobre diamantes, y Heath sospechaba que su propia filosofía del «cuanto más grande, mejor» podía no estar en línea con su mentalidad aristocrática. Querría algo discreto con una talla impecable. Y luego estaban todas esas chorradas que la gente decía sobre los colores. Francamente, él no distinguía un diamante de otro.

El tráfico seguía en punto muerto. Heath lo reconsideró. Al infierno. Cogió su móvil y marcó el número.

Por una vez, fue Annabelle la que respondió, y no su contestador.

El fue directo al grano, pero la había pillado en uno de su momentos poco cooperativos, y le gritó de tal manera que, hasta con los coches dando bocinazos a su alrededor, tuvo que apartarse el teléfono de la oreja.

– ¿Que quieres que haga qué?


***

Annabelle iba por su casa hecha una furia, golpeando las puertas de los armarios, dando una patada a la papelera de su despacho. No podía creer que se hubiera permitido perder la cabeza por semejante perfecto y absoluto idiota. ¡Heath pretendía que fuera a mirar anillos de compromiso para Delaney! Vaya día asqueroso. Y con su fiesta de cumpleaños en familia a la vuelta de un par de semanas, el futuro no resultaba más alegre.

Agarró su chaqueta y salió a dar un paseo. Quizás aquella soleada tarde de octubre la animara un poco. En realidad, debería haberse sentido la reina del mundo. El señor Bronicki y la señora Valerio se iban a vivir juntos. «Nos gustaría casarnos -le habían explicado a Annabelle-, pero no podemos permitírnoslo, así que nos decantamos por la segunda mejor opción.» Y aún más emocionante: podía ser que Annabelle hubiera conseguido su primer emparejamiento permanente. Janine y Ray Fiedler parecían estar enamorándose.

No podía alegrarse más por su amiga, y sonrió por fin. Una vez que Ray se hubo desembarazado de su espantoso peinado, también mejoró su actitud, y había resultado ser un tipo bastante decente. Janine temía que le repugnara su mastectomía, pero él la encontró la mujer más bonita del mundo.

Annabelle tenía más razones para estar contenta. Parecía que la cosa iba en serio entre Ernie Marks, su tímido director de escuela, y Wendy, la vital arquitecta. Había convencido a Melanie de que John Nager no le convenía. Y gracias a la publicidad que había obtenido al emparejar a Heath con Delaney, su negocio crecía como la espuma. Por fin tenía suficiente dinero en el banco para ir pensando en comprarse un coche nuevo.

Pero prefirió pensar en Heath y Delaney. ¿Cómo podía estar él tan ciego? Pese a todo lo que ella misma había creído, Delaney no era la mujer adecuada para él. Era demasiado contenida, demasiado pulida. Demasiado perfecta.


***

Heath llevaba el anillo en el bolsillo, pero la lengua no dejaba de pegársele al paladar. Aquello era una estupidez. Él nunca dejaba que le afectara la presión, y sin embargo ahí estaba, chorreando sudor de pronto.

Esa tarde había enviado a su secretaria a recoger el anillo que había elegido nada más volver de Denver, dos semanas antes. Delaney y él acababan de dar cuenta de una cena de quinientos dólares en el Charlie Trotter's. Las luces estaban bajas, la música era suave el ambiente perfecto. Lo único que tenía que hacer era cogerle la mano y decir las palabras mágicas: «¿Me harías el honor de ser mi esposa?»

Había decidido evitar lo de «te quiero» sin salirse de lo concreto. Le diría que adoraba su inteligencia; que amaba su forma de andar. Que le volvía loco jugar al golf con ella. Que amaba, sobre todo su refinamiento, la sensación de que ella acabaría de pulirle. Si ella le apretaba con lo del amor, siempre podía decirle que estaba bastante seguro de que acabaría amándola al cabo de un tiempo, cuando llevaran un tiempo casados y él estuviera seguro de que ella no le dejaría, pero en el fondo no creía que ella considerara esa declaración tan tranquilizadora como él la veía, así que era mejor desviar la cuestión.

Se preguntó si a ella se le llenarían los ojos de lágrimas cuando le diera el anillo. Probablemente no. No era muy emotiva, lo que también resultaba positivo. Después, irían a su casa y celebrarían su compromiso en la cama. Pondría mucha atención en ir despacio. En ningún caso iba a despacharla como había despachado a Annabelle la primera vez.

Diantre, aquello había sido divertido.

Divertido, pero no serio. Hacer el amor con Annabelle había sido excitante, una locura, tórrido sin duda, pero no había sido importante. La única razón por la que pensaba en ello tan a menudo era que no podía repetir la experiencia, lo que le confería el atractivo de lo prohibido.

Pasó el dedo por el estuche de joyero azul huevo de tordo dentro de su bolsillo. Le traía ligeramente sin cuidado el anillo que había elegido. Era de poco más de un quilate, porque a Delaney no le gustaban las cosas ostentosas. Pero a él un poco de ostentación le parecía bien, especialmente si se trataba del anillo que iba a poner en el dedo de su futura esposa. De todos modos, no era él quien había de lucir la puñetera nadería, así que se reservaría su opinión.

Vale… Hora de pasar a la acción. Dirigir la conversación con mucho tacto soslayando el tema del amor, darle el puto anillo y hacer la proposición. Después, llevársela a casa y cerrar el trato.

El móvil vibró dentro del bolsillo, junto al estuche del anillo. Annabelle le había dado órdenes estrictas de no atender el teléfono estando con Delaney, pero ¿acaso no tendría que acostumbrarse a aquello si iban a casarse?

– Champion. -Dirigió a su futura esposa una mirada de disculpa.

La voz de Annabelle bufó por el auricular como un radiador con una fuga.

– Ven aquí ahora mismo.

– Me pillas en medio de algo.

– Como si estás en la Antártida. Mueve tu triste culo y ven.

Heath oyó al fondo una voz masculina. O más bien voces masculinas. Se puso rígido en la silla.

– ¿Estás bien?

– ¿A ti qué te parece?

– Me parece que estás enfadada.

Pero ella ya había colgado.

Media hora más tarde, Delaney y él avanzaban a paso veloz por la acera que conducía al porche de entrada de Annabelle.

– No es propio de ella ponerse histérica -dijo Delaney por segunda vez-. Debe de haber ocurrido algo serio.

Él ya le había explicado que Annabelle parecía más furiosa que histérica, pero el concepto de furia parecía ajeno a Delaney, lo que resultaría algo inconveniente cuando él tuviera que ver a los Sox perder un partido por los pelos.

– Parece que haya una especie de fiesta. -Delaney tocó el timbre, pero nadie iba a oírlo con la música hip-hop retumbando en el interior, y Heath estiró el brazo para empujar la puerta, que estaba abierta.

Nada más entrar, vio a Sean Palmer y a media docena de sus compañeros de los Bears acomodados alrededor del recibidor de Annabelle, lo que no era muy alarmante en sí mismo, pero por la abertura de la puerta que conducía a la cocina divisó otro grupo de jugadores, todos de los Stars de Chicago. El despacho de Annabelle parecía ser territorio neutral, con cinco o seis jugadores, no exactamente mezclados, pero tanteándose desde esquinas opuestas, y ella plantada en mitad del arco de entrada. Heath entendía que estuviera nerviosa. Ninguno de los dos equipos había olvidado la polémica decisión arbitral que había dado a los Stars una estrecha y disputadísima victoria sobre sus rivales. No pudo evitar preguntarse qué parte del cerebro de Annabelle estaría de vacaciones para haber dejado entrar a todos esos tíos a la vez.

– Oíd todos, ha llegado Jerry Maguire.

Heath respondió al saludo de Sean Palmer con la mano. Delaney se arrimó a él un poco más.

– ¿Cómo es que no tienes todavía televisión por cable, Annabelle? -protestó Eddie Skinner por encima de la música-. ¿Arriba tienes?

– No -repuso Annabelle, abriéndose paso hasta el recibidor-.Y quita esos zapatones de culo gordo de encima de los cojines de mi sofá. -Giró el tronco ciento ochenta grados, apuntando con el dedo como una pistola a Tremaine Russell, el mejor running back que habían conocido los Bears en una década-. ¿Para qué crees que están los malditos posavasos, Tremaine?

Heath se mantuvo al margen, sonriendo. Annabelle parecía la atribulada monitora de un grupo de boy scouts, con los brazos en jarras, el rojo pelo suelto, echando chispas por los ojos.

Tremaine levantó el vaso y limpió la mesita auxiliar con la manga de su jersey de diseño.

– Perdona, Annabelle.

Ella advirtió la sonrisa de Heath y avanzó decidida a volcar su furia en él.

– Todo esto es culpa tuya. Aquí hay al menos cuatro clientes tuyos, a ninguno de los cuales conocía personalmente hace un año. De no ser por ti, sólo sería una hincha más viéndoles machacarse unos a otros desde una distancia prudencial.

Su acalorada pataleta estaba atrayendo la atención de todo el mundo y alguien bajó la música para no perderse detalle. Ella señaló a la cocina con un violento gesto de la cabeza.

– Se han bebido todo lo que había en la casa, incluida una jarra de fertilizante para las violetas africanas que acababa de mezclar y he tenido la ocurrencia de dejar en la encimera.

Tremaine le dio un puñetazo en el hombro a Eddie.

– Te dije que sabía raro.

Eddie se encogió de hombros.

– A mí me sabía bien.

– Además, han pedido comida china por valor de cientos de dólares, que no pienso ver esparcida por toda esta alfombra, así que todo el mundo se va a ir… a comer a la cocina.

– Y pizza. -Jasón Kent, un segundo stringer de los Stars, hablo a voces desde la zona de la nevera-. No olvides que también hemos pedido pizza.

– ¿En qué momento se convirtió mi casa en el principal punto de encuentro de futbolistas profesionales exorbitantemente bien pagados y totalmente malcriados sin remedio del norte de Illinois?

– Nos gusta esto -dijo Jason-. Nos recuerda a casa.

– Aparte de que no hay mujeres. -Leandro Collins, el tight end titular de los Bears, surgió del despacho comiendo patatas fritas de una bolsa-. Hay veces que uno necesita descansar un poco de las damas.

Annabelle soltó el brazo y le dio una colleja.

– No olvides con quién estás hablando.

Leandro tenía un mal pronto, y era sabido que se enganchaba de vez en cuando con los árbitros cuando no estaba de acuerdo con una decisión, pero el tight end se limitó a frotarse ligeramente el cogote y poner una mueca contrita.

– Igual que mi madre.

– Y que la mía -dijo Tremaine, asintiendo alegremente con la cabeza.

Annabelle se volvió hacia Heath.

– ¡Su madre! Tengo treinta y un años, y les recuerdo a sus madres.

– Haces lo mismo que mi madre -señaló Sean, imprudentemente según se vio, porque fue el siguiente en recibir un pescozón en el cogote.

Heath intercambió miradas comprensivas con los chicos antes de prestar toda su atención a Annabelle, hablándole en tono dulce y paciente.

– Cuéntame cómo has llegado a esto, cariño.

Annabelle lanzó las manos al cielo.

– No tengo ni idea. En verano era sólo Dean el que se dejaba caer por aquí. Luego empezó a traer a Jason y a Dewitt con él. Luego Arté me pidió que le echara un ojo a Sean, y le invité a venir (un día nada más, cuidado) y él se presentó con Leandro y Matt. Uno de los Stars por aquí, uno de los Bears por allá… Una cosa llevó a la otra. Y ahora tengo entre manos unos disturbios potencialmente mortales en mitad de mi sala de estar.

– Te dije que no te preocuparas por eso -dijo Jason-. Esto es terreno neutral.

– Sí, claro. -Echaba fuego por los ojos-. Terreno neutral, hasta que alguno se cabree, y entonces me vendréis todos: «Perdona, Annabelle, pero parece que te faltan las ventanas de la fachada y la mitad del piso de arriba.»