Muy mal.
Por más vueltas que le diera, sólo se le ocurría una razón para que Annabelle hubiera montado aquella farsa con Dean. Porque estaba enamorada de Heath, y quería salvar su orgullo. La divertida, combativa, gloriosa Annabelle Granger le quería. Su sonrisa se ensanchó, y sintió ligero el corazón por primera vez en meses. Era asombroso lo que la lucidez podía hacer por la paz interior de un hombre.
Le despertó el teléfono. Alargó la mano más allá de la cama para cogerlo y masculló al auricular:
– Champion.
Siguió un prolongado silencio. Hundió más la cara en la almohada y se apartó.
– ¿Heath? -oyó al otro lado.
Él se frotó la boca con la mano.
– ¿Sí?
– ¿Heath?
– ¿Phoebe?
Oyó como una inspiración indignada y a continuación el chasquido de la comunicación cortada. Abrió los ojos de golpe. Pasaron unos segundos hasta que comprobó sus temores. No estaba en su habitación; el teléfono al que había respondido no era suyo, y aún no eran -echó un vistazo al reloj- las ocho de la mañana.
Fantástico. Ahora Phoebe sabía que había pasado la noche en casa de Annabelle. Estaba jodido. Jodido por partida doble, en cuanto Phoebe se enterara de que había roto con Delaney.
Ya completamente despierto, salió de la cama de Annabelle, en la que no se encontraba Annabelle, desafortunadamente. Pese a las implicaciones profesionales de lo que acababa de ocurrir, no dejaba de sentir el buen humor de la noche anterior. Bajó las escaleras del ático para darse una ducha, y luego se afeitó con la Daisy de Annabelle. No había traído una muda consigo, lo que le dejaba como opciones ponerse los boxers del día anterior o ir sin calzoncillos. Se decidió por esto último, y luego se vistió la camisa del día anterior, muy arrugada por los puños de Annabelle.
Al descender al piso de abajo, la encontró hecha un ovillo, aún encima del sofá, con la sábana arrebujada hasta la barbilla y un pie saliéndole por debajo. Nunca había sido un fetichista de los pies, pero había algo en ese arco encantador que le provocó deseos de hacer con él toda clase de cosas medio obscenas. Claro que casi todas las partes del cuerpo de Annabelle parecían producir ese efecto en él, cosa que debería haberle dado alguna pista. Apartó la vista de sus deditos y se encaminó a la cocina.
Dean y él no se habían lucido con la limpieza, y la luz de la mañana reveló restos de comida china pegada a las encimeras. Mientras hervía el agua del café, cogió unas cuantas servilletas de papel y quitó lo más gordo. Para cuando volvió a echar una ojeada al cuarto de al lado, Annabelle había conseguido sentarse. El pelo le ocultaba la mayor parte del rostro, salvo la punta de la nariz y un pómulo.
– ¿Dónde están mis vaqueros? -masculló ella-. Da igual. Hablaremos de eso después. -Se envolvió en la sábana y fue trastabilleando hacia las escaleras.
Heath volvió a la cocina y se sirvió café. Estaba a punto de darle un primer sorbo cuando reparó en que una maceta de violetas africanas había ido a parar debajo de la mesa. Él no sabía mucho de plantas, pero las hojas de aquélla parecían bastante ajadas. No podía probar en realidad que nadie se hubiera meado en ella, pero ¿por qué correr riesgos? La sacó al exterior y la escondió debajo de los escalones.
Acababa de terminar de leer los mensajes motivadores de la nevera de Annabelle cuando oyó un frufrú de ropas. Se volvió y pudo disfrutar de la vista de Annabelle arrastrando los pies al interior de la cocina. No había llegado al punto de ducharse, pero se había recogido el pelo y lavado la cara, dejándose las mejillas coloradas. Un pantalón corto de dormir de tela escocesa asomaba bajo una sudadera morada que le venía grande. Heath siguió con la vista la línea de sus piernas desnudas hasta sus pies, embutidos en unas zapatillas de deporte de un verde amarillento, hechas polvo. En conjunto, ofrecía un aspecto adormilado, arrugado y sexy.
Le tendió un tazón de café. Ella esperó a darle el primer trago antes de reconocer su presencia, con la voz todavía un poco áspera.
– ¿Puedo saber quién me quitó los pantalones?
Él se lo pensó un poco.
– Robillard. El tío es una sabandija.
Ella le miró con ceño.
– No estaba tan inconsciente. Noté que eras tú cuando me bajaste la cremallera.
Heath no habría podido mostrar arrepentimiento ni aunque lo hubiera intentado.
– Se me escapó la mano.
Ella se dejó caer en una silla junto a la mesa de la cocina.
– ¿Me lo imaginé yo o estuvo Delaney aquí anoche?
– Estuvo.
– ¿Cómo es que no se quedó a echar una mano?
Ahora llegaban a la parte delicada. Heath hizo como que buscaba algo de comer revolviendo en los armarios, pese a que sabía que la habían dejado sin nada. Después de remover un par de latas de tomate frito, cerró las puertas.
– Toda la movida resultó un poco excesiva para ella.
Annabelle se enderezó en la silla.
– ¿Qué quieres decir?
Heath se dio cuenta, demasiado tarde, de que debía haber meditado la forma de exponer aquello en vez de dedicarse a esconder violetas africanas y leer citas inspiradoras de Ophra. Tal vez encogiéndose de hombros pudiera eludir el tema hasta que ella estuviera bien despierta. Lo intentó.
– No funcionó.
– No lo entiendo. -Annabelle desplegó la pierna que había doblado bajo su cadera y empezó a parecer preocupada-. Me dijo que le estaba cogiendo gusto al fútbol.
– Parece ser que no cuando lo ve de cerca y en su dimensión personal.
Las arrugas se ahondaron en la frente de Annabelle.
– Yo me encargaré de que le coja el tranquillo. Los chicos sólo asustan si dejas que se te suban a las barbas.
No hubiera debido sonreír, pero ¿no era precisamente por esto por lo que su nuevo plan iba a funcionar mucho mejor que el viejo? Desde el mismo principio, Annabelle le había hecho feliz, pero él estaba tan obcecado en seguir la dirección equivocada que no había comprendido lo que eso significaba. Annabelle no era la mujer de sus sueños. Ni mucho menos. Sus sueños habían sido el producto de la inseguridad, la inmadurez y la ambición mal orientada. No, Annabelle era la mujer de su futuro… La mujer de su felicidad.
Su nueva lucidez le decía que ella no iba a tomarse a bien sus noticias sobre Delaney, sobre todo porque él no estaba logrando reprimir del todo su sonrisa.
– La cosa es que… Delaney y yo hemos terminado.
Annabelle dejó el tazón de café en la mesa con un golpe, y se puso en pie súbitamente.
– No. No habéis terminado. Esto es sólo un bache en el camino.
– Me temo que no. Anoche tuvo ocasión de ver cómo es mi vida, y lo que vio no la hizo feliz.
– Yo lo arreglaré. Cuando haya entendido…
– No, Annabelle -dijo él, tajante-. Esto no tiene arreglo. No quiero casarme con ella.
Ella explotó.
– No quieres casarte con nadie.
– Eso no es… del todo cierto.
– Es cierto. Y estoy harta de ello. Estoy harta de ti. -Empezó a agitar los brazos-. Me estás volviendo loca, y no lo aguanto más. Estás despedido, señor Champion. Esta vez yo te despido a ti.
Era una exhibición de temperamento impresionante, así que Heath decidió obrar con cautela.
– Soy un cliente -observó-. No puedes despedirme.
Le traspasó con aquellos ojos color de miel.
– Acabo de hacerlo.
– Diré en mi defensa que mis intenciones eran realmente buenas. -Se llevó la mano al bolsillo y sacó el estuche de joyero-. Pensaba proponerle matrimonio anoche. Estábamos en el Charlie Trotter's. La comida era estupenda, el ambiente perfecto y tenía el anillo preparado. Pero justo cuando me preparaba para dárselo… llamaste tú.
Hizo una pausa para dejar que ella sacara sus propias conclusiones, cosa que, siendo mujer, no tardó en hacer.
– Ay, Dios mío. Fui yo. Ha sido culpa mía.
Un buen representante siempre desviaba las culpas, pero viéndola sumirse en la consternación, supo que tenía que aclararlo.
– Tu llamada no era el problema de fondo. Llevaba toda la noche intentando darle el anillo, pero algo parecía impedirme sacarlo del bolsillo. ¿Eso no te sugiere nada?
Poner las cosas en su sitio no hizo sino llevarla a enfadarse de nuevo.
– ¡Ninguna te vale! Te lo juro, le encontrarías pegas a la Virgen María. -Le arrebató el estuche, lo abrió y frunció los labios.
– ¿Esto es lo mejor que has encontrado? ¡Eres multimillonario!
– ¡Exacto! -Si necesitaba más pruebas de que Annabelle Granger era un mirlo blanco, ahí las tenía-. ¿No lo ves? A ella le gusta la sutileza en todo. Si hubiera elegido uno con un diamante más grande, le habría hecho sentirse violenta. Odio este anillo. Imagínate cómo reaccionarían los chicos si vieran esa piedrecilla miserable en el dedo de mi mujer.
Ella cerró con un chasquido el estuche y se lo encasquetó de nuevo en la mano.
– Sigues despedido.
– Comprendo. -Se lo guardó en el bolsillo, dio un último sorbo al café y se dirigió a la puerta.
– Creo que será mejor para ambos que lo dejemos estar aquí mismo.
Él anheló que el ligero temblor que apreció en su voz no fuera sólo fruto de su imaginación.
– ¿Eso crees? -El impulso de aplacar su indignación a besos casi fue superior a él. Pero por tentadora que fuera la gratificación inmediata, necesitaba concentrarse en el largo plazo, de modo que se limitó a sonreír y dejarla sola.
Fuera, el aire de la mañana tenía el olor vivificante y ahumado del otoño. Respiró hondo y, a paso ligero, echó a andar calle abajo hacia su coche. Verla aquella noche con los muchachos le había abierto los ojos a algo que debía haber comprendido semanas antes. Annabelle Granger era su pareja ideal.
21
Desde el día en que había entrado en el despacho de Heath la vida de Annabelle se había convertido en una noria girando a triple velocidad. Ascendía hasta la cumbre, permanecía allí durante unos segundos de inmensa felicidad, y a continuación se precipitaba a lo más bajo en un descenso que le revolvía las tripas. Mientras se preparaba para su fiesta de cumpleaños, se congratuló por haber despedido a Heath. Estaba loco. Y, lo que era peor, la había vuelto loca a ella. Aquella noche, al menos, no iba a tener tiempo de pensar en él. Dedicaría sus esfuerzos a asegurarse de que su familia la veía como lo que era, no ya una fracasada, sino una empresaria a las puertas del éxito con treinta y dos años recién cumplidos, que no necesitaba la compasión ni el consejo de nadie. Puede que Perfecta para Ti no fuese candidata a figurar en la lista de las quinientas mayores fortunas, pero como mínimo empezaba a generar beneficios.
Volvió a ponerle la tapa al tubo de brillo labial, salió del baño y cruzó el distribuidor para ir ante el espejo de cuerpo entero del dormitorio de Nana. Le gustó lo que vio. Su vestido de cóctel, de línea trapecio con manga larga, había sido un derroche, pero no lamentaba haberse dejado el dinero. El favorecedor escote, por debajo de los hombros, confería longitud y gracia a su cuello, además de un efecto dramático a su cara y su pelo. Podía haber elegido el vestido en negro, apostando sobre seguro con un criterio más conservador, pero se había decidido por un color melocotón. Le encantaba la dramática yuxtaposición del suave tono pastel con su pelo rojo, que, para variar, no le estaba dando ningún problema y flotaba en torno a su rostro, bellamente alborotado, dejando ver a intervalos un delicado par de pendientes de oro como de encaje. Sus zapatos de tacón alto color crema le aportaban unos centímetros de más, pero no la estatura que le daría el hombre de cuyo brazo iría.
– ¿Vas a venir con un novio? -El asombro de Kate por la mañana, cuando desayunaron con sus padres en su hotel, aún chirriaba pero Annabelle se había mordido la lengua. Aunque la relativa juventud de Dean pudiera pesar en contra de ella, los Granger eran fanáticos del fútbol americano. Toda la familia, a excepción de Candace, seguía a los Stars desde hacía años, y ella confiaba en que el estatus de Dean compensaría su juventud y sus pendientes de diamante.
Echó un último vistazo a su reflejo. Candace llevaría un vestido de Max Mara, pero ¿qué más daba? Su cuñada era una trepa insegura y antipática. Annabelle hubiera preferido que Doug trajera a Jamison, pero habían dejado a su sobrino en casa, en California, con una niñera. Annabelle echó una ojeada a su reloj de pulsera. Faltaban aún veinte minutos para que su acompañante de lujo pasara a recogerla. Para que Dean se prestara a aquello, había tenido que prometerle que quedaría permanentemente a su disposición durante el resto de su vida, pero valdría la pena.
De camino al piso de abajo, tomó conciencia, con cierto disgusto, de que había algo patético en que una mujer de treinta y dos años estuviera todavía tratando de ganarse la aprobación de su familia. Tal vez hubiera superado aquello para cuando cumpliera los cuarenta. O tal vez no. Pero debía afrontar la verdad: tenía buenas razones para inquietarse. La última vez que había estado con su familia, le habían escenificado una intervención en toda regla.
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