«Tienes un potencial tan grande, cariño…», había dicho Kate tomando el ponche de Nochebuena en la terraza de su casa de Naples. «Te queremos demasiado para mantenernos al margen mientras te vemos desperdiciarlo.»

«Está bien estar colgada con veintiún años -había añadido Doug-. Pero si no te has puesto en serio con una profesión a los treinta, empiezas a parecer una perdedora.»

«Doug tiene razón -dijo el doctor Adam-. Nosotros no podemos estar siempre pendientes de ti. Tienes que poner algo de tu parte.»

«Al menos, podías pensar en cómo afecta tu estilo de vida al resto de la familia.» Ése había sido el comentario de Candace, después de dar cuenta de su cuarto vaso de ponche.

Hasta su padre se había sumado al coro: «Da clases de golf. No hay lugar mejor para hacer los contactos adecuados.»

La «fiesta» de esa noche iba a celebrarse en el aburrido club Mayfair, donde Kate había reservado un salón privado. Annabelle había pretendido invitar al club de lectura en pleno para estar más protegida, pero Kate insistió en que fuera «sólo para la familia». La última novia de Adam y el misterioso acompañante de Annabelle eran las únicas excepciones.

Annabelle comprobó la temperatura exterior. Hacía fresco, Halloween estaba próximo, pero el frío no era tanto como para arruinar su atuendo con una de sus chaquetas gastadas. Volvió al interior de la casa y empezó a dar vueltas. Quince minutos aún para que Dean pasara a recogerla. Hoy su familia vería sin duda que no era una fracasada. Tenía buen aspecto, la acompañaría un novio de pega que era un bombón, y Perfecta para Ti empezaba a despegar. Si no fuera por Heath…

Había estado haciendo grandes esfuerzos por no darle vueltas a su infelicidad. No quiso hablar con él desde la fiesta del fin de semana anterior, y, hasta el momento, él acataba su petición de que la dejara en paz. Incluso resistió la tentación de llamarle para agradecerle las cajas de delicatessen y licores caros que le había hecho llegar para reabastecer su despensa. El motivo por el que había incluido una solitaria violeta africana seguía siendo un misterio.

Por doloroso que le resultara, sabía que Heath era una inversión emocional que no podía seguir permitiéndose. Durante meses trató de convencerse de que sus sentimientos hacia él tenían más que ver con la lujuria que con el amor, pero no era verdad. Le amaba de tantas maneras que había perdido la cuenta: porque básicamente era una buena persona; por su sentido del humor; por lo bien que la entendía… Pero sus desequilibrios emocionales tenían unas raíces kilométricas, hundidas en lo más profundo, y le habían causado daños irreparables. Era capaz de la lealtad más absoluta, de una dedicación completa, de ofrecer fuerza y consuelo, pero ella no creía ya que fuera capaz de amar. Tenía que erradicarle de su vida.

Sonó el teléfono. Como fuera Dean para decirle que no podía acudir, no se lo perdonaría nunca jamás. Fue corriendo al despacho y se apresuró a coger el auricular, antes de que el contestador saltara.

– ¿Hola?

– Escúchame: esto es por un asunto personal, no de negocios -dijo Heath-, así que no me cuelgues. Tenemos que hablar.

El simple sonido de su voz hizo que el corazón le diera un pequeño brinco.

– No sé de qué.

– Me despediste -dijo él con toda calma-. Te lo respeto. Ya no eres mi casamentera. Pero seguimos siendo amigos, y en interés de nuestra amistad tenemos que discutir la página trece.

– ¿La página trece?

– Me has acusado de ser arrogante. Yo siempre lo he visto más bien como confianza en mí mismo, pero estoy aquí para decirte que ya no. Después de examinar estas fotos… Cielo, si esto es lo que buscas en un hombre, creo que ninguno va a dar la talla.

Ella tenía la impresión creciente de que entendía exactamente lo que estaba diciéndole, y se sentó en la esquina del escritorio.

– No tengo ni idea de qué me estás contando.

– ¿Quién iba a decir que la silicona elástica viniera en tantos colores?

Su catálogo de juguetes sexuales. Se lo había llevado hacía meses. Esperaba que se hubiera olvidado de ello a esas alturas.

– La mayor parte de estos productos parecen ser hipoalergénicos -prosiguió Heath-. Eso está bien, supongo. Algunos van a pilas, otros no. Supongo que eso es cuestión de preferencias. Éste lleva un arnés. Bastante morboso. Y… ¡Qué hijos de puta! Aquí dice que éste puede meterse en el lavavajillas. Mira que me gusta… Pero lo siento mucho, hay algo en eso que le quita a uno las ganas.

Tendría que colgarle, pero le había echado tanto de menos…

– Sean Palmer, ¿eres tú? Si no dejas de decir guarradas voy a contárselo a tu madre.

No picó.

– En la página catorce, arriba del todo… Este modelo viene con una especie de bomba de mano. Has doblado la esquina, así que debes estar interesada.

Estaba casi segura de no haber doblado la esquina de ninguna página, pero a saber…

– ¿Y qué hay de éste de la ventosa? La cuestión es: ¿dónde hay que pegarlo, concretamente? Una pequeña advertencia, corazón, si pegas algo así en la ventana de tu habitación o, demonios, en el salpicadero de tu coche… conseguirás atraer la clase de atención que no te conviene.

Ella sonrió.

– Dime sólo una cosa, Annabelle, que tengo que irme ya. -Su voz bajó a un tono intimista y cálido que la hizo estremecerse-. ¿Por qué va a interesarle a una mujer uno artificial, cuando uno de verdad funciona mucho mejor?

Mientras ella buscaba la réplica justa, él colgó. Annabelle hizo unas cuantas inspiraciones profundas, pero no consiguió serenarse. Por más que intentara protegerse, él siempre le llegaba adentro, lo cual era la principal razón por la que no podía permitirse conversaciones como aquélla.

Sonó el timbre. Gracias a Dios, Dean llegaba antes de hora. Saltó del escritorio y se presionó las mejillas con las manos para enfriarlas un poco. Adoptando una sonrisa forzada, abrió la puerta de la calle.

Heath estaba plantado al otro lado.

– Feliz cumpleaños. -Guardó su móvil en el bolsillo, bajó el catálogo y le rozó los labios con un beso rápido y leve, que a duras penas pudo ella refrenarse de devolver.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Estás preciosa. Preciosa es poco. Desgraciadamente, tu regalo no lo traen hasta mañana, pero no quiero que pienses que se me ha olvidado.

– ¿Qué regalo? Da igual. -Se forzó a bloquear la entrada en vez de abrirle los brazos-. Dean va a pasar a recogerme en diez minutos. No puedo hablar contigo ahora.

Él la hizo a un lado para poder entrar.

– Me temo que Dean está indispuesto. He venido a sustituirle. Me gusta tu vestido.

– ¿De qué estás hablando? He hablado con él hace tres horas y se encontraba bien.

– Estos virus estomacales son fulminantes.

– Es una bola. ¿Qué le has hecho?

– No he sido yo. Ha sido Kevin. No sé por qué se empeñó anoche en repasar vídeos de partidos con él. No le cuentes que lo he dicho, pero tu amigo Kevin puede ser un verdadero gilipollas cuando quiere. -Le acarició el cuello con la nariz, justo detrás de un pendiente-. Diantre, qué bien hueles.

A Annabelle le costó unos instantes más de la cuenta apartarse.

– ¿Está Molly al tanto de esto?

– No exactamente. Por desgracia, Molly se ha pasado al lado oscuro junto a su hermana. Esas dos mujeres se pasan varios pueblos en su afán por protegerte. Es por mí por quien deberían preocuparse. No sé cómo no han entendido aún que puedes cuidar de ti misma.

A ella le complació saber que él sí lo comprendía, pero siguió resistiéndose a ceder a su encanto de representante adulador.

– No quiero ir a mi fiesta de cumpleaños contigo. Mi familia no sabe que ya no eres cliente mío, así que les parecería un poco raro. Además, quiero ir con Dean. Con alguien que les impresione.

– ¿Y crees que yo no lo haré?

Ella pasó revista a su traje gris oscuro -probablemente de Armani-, su corbata de marca, y el reloj que llevaba esa noche, un Patek Philippe increíble, de oro blanco. Su familia se tumbaría de espaldas y le pedirían que les rascase las barrigas.

Él sabía que se la iba a camelar. Annabelle lo vio en su sonrisa ladina.

– Bueno, vale -dijo, gruñona-. Pero te lo advierto desde ahora: mis hermanos son los tíos más ignorantes, repelentes y dogmáticos que te puedas echar a la cara. -Alzó los brazos al cielo-. ¿Por qué gasto saliva? Te van a encantar.


***

Y él les encantó a ellos. Sus expresiones atónitas al entrar ella en el comedor privado revestido de nogal del club Mayfair, con Heath a su vera, colmaron todas sus fantasías. Primero comprobaron que no llevaba alzas en los zapatos, luego tasaron mentalmente su atuendo. Antes incluso de proceder a las presentaciones, le habían admitido como a uno de los suyos, un miembro más del club de los grandes triunfadores.

– Mamá, papá, éste es Heath Champion, y ya sé lo que estáis pensando. A mí también me sonó a falso. Pero su apellido era originalmente Campione, y habréis de admitir que Champion es un buen nombre desde el punto de vista del márketing.

– Muy bueno, para el márketing -dijo Kate, en tono aprobatorio. Su pulsera favorita, una de oro con dibujos grabados, tintineo contra otra de Nana, antigua, con mucho encanto. Al mismo tiempo, dirigió a Annabelle una mirada inquisitiva, que ella fingió no ver, ya que no había pensado aún en cómo explicar que el hombre que conocían como su cliente más importante se presentase como su acompañante.

Kate lucía esta noche uno de sus trajes de punto de St. John de un color champán que entonaba a la perfección con su pelo rubio ceniza, que llevaba con un corte a lo paje como Gena Rowlands a la altura de la mandíbula, desde que Annabelle tenía memoria. Su padre vestía su blazier azul marino favorito, camisa blanca y una corbata del mismo gris que los vestigios de su pelo rizado. En tiempos había sido de color caoba, como el de su hija. Una insignia con la bandera americana adornaba su solapa, y, al abrazarle, Annabelle aspiró su familiar perfume a papá: espuma de afeitar brut, loción limpiadora seca y piel de cirujano, frotada a conciencia.

Heath empezó a estrechar manos.

– Kate, Chet, es un placer.

Aunque Annabelle había visto ya a sus padres en el desayuno, sus hermanos habían llegado en avión sólo unas horas antes, e intercambió abrazos con ellos. Doug y Adam habían heredado de Kate su agraciado aspecto -rubios, de ojos azules-, pero no así su tendencia a cargar con algún kilo de más en torno a la cintura. Estaban especialmente guapos esa noche, triunfadores con cuerpos endurecidos.

– Doug, tú eres el contable, ¿no es así? -Los ojos de Heath despedían un brillo de respeto-. Tengo entendido que te han hecho vicepresidente de Reynolds y Peate. Impresionante. Y Adam, el mejor cardiocirujano de San Luis. Es un honor.

Los hermanos Granger se sintieron igualmente honrados, y los tres se dieron amistosas palmaditas en los hombros.

– He leído sobre ti en los periódicos…

– Te has hecho toda una reputación…

– … tu nómina de clientes es asombrosa…

La cuñada de Annabelle se aplicaba el perfume como si fuera repelente para insectos, así que la abrazó en último lugar. Excesivarnente bronceada, con un maquillaje agresivo e infralimentada, Candace llevaba un vestido negro corto y sin tirantes para exhibir el color de sus brazos y sus impecables pantorrillas. Los diamantes de sus pendientes eran casi tan grandes como los de Sean Palmer, pero Annabelle seguía pensando que parecía un caballo.

Heath brindó a Candace su combinado especial: sonrisa sexy y mirada directa, rebosante de sinceridad.

– Vaya, Doug, ¿cómo es que un tío tan feo como tú ha conquistado a semejante belleza?

Doug, que sabía perfectamente lo guapo que era, se rió. Candace agitó coquetamente las extensiones caoba de su pelo.

– La pregunta es… ¿cómo es que una chica como Annabelle ha persuadido a alguien como tú de que se uniera a nuestra pequeña fiesta familiar?

Annabelle sonrió con dulzura.

– Le he prometido que después le dejaría atarme y azotarme.

El comentario divirtió a Heath, pero su madre soltó un bufido.

– Annabelle, no todos los presentes están familiarizados con tu sentido del humor.

Annabelle dirigió su atención a la única persona en la sala que no conocía, la última conquista de Adam. Al igual que las previas, incluida su ex mujer, era una chica bien trajeada, atractiva, de facciones cuadradas, llevaba una coleta castaña oscura cortada de un tajo, y carecía por completo de encanto. La simple visión de aquellos labios finos y serios anunciaba que su hermano había vuelto a elegir a una hembra emocionalmente robótica.

– Ésta es la doctora Lucille Menger. -Deslizó un brazo protector por sus hombros-. Nuestra muy talentosa nueva patóloga.