– ¡Eso no es justo! La agencia de empleo quebró.

– También lo hicieron la tienda de regalos y la «punto com». ¿Nunca se te ha ocurrido pensar que hay algo más que coincidencias en el hecho de que todos los negocios en los que te involucras acaben yéndose a pique? Eso es porque vives en las nubes, no en la realidad. Como esa fantasía tuya de convertirte en actriz.

Annabelle se hundió en su asiento. Su carrera como actriz no había sido tan mala: había desempeñado sólidos papeles secundarios en un par de producciones de la universidad y dirigido algunas obras de teatro. Pero durante el tercer año universitario llegó a la conclusión de que el teatro no la apasionaba, sólo era una vía de escape hacia un mundo en el que no tuviera que ser la hermanita incompetente de Doug y Adam.

– Y fíjate en lo que ocurrió con Rob -continuó Kate-. De todos los… Bueno, dejémoslo. El hecho es que te has tragado ese disparate New Age según el cual todo lo que tienes que hacer es desear algo con todas tus fuerzas para conseguirlo. Pero la vida no funciona así. Hace falta algo más que deseos. Las personas de éxito son pragmáticas, hacen planes con los pies en el suelo.

– ¡¡¡No quiero ser contable!!!

Al estallido siguió un largo silencio de reproche. Annabelle sabía con exactitud qué estaba pensando su madre. Que Annabelle estaba siendo Annabelle otra vez: irritable, exagerada y carente de sentido práctico; el único fracaso de la familia. Pero nadie la podía alterar tanto como su madre.

Excepto su padre.

Y sus hermanos.

«Deja de arruinar tu vida y dedícate a algo práctico», le había escrito Adam, el gran médico, en su último mensaje de correo electrónico, con copias para el resto de la familia más dos tías y tres primos.

«Ya tienes treinta y uno», había anotado Doug, el gran contable, en una tarjeta, en ocasión de su reciente aniversario. «A los treinta y uno yo ganaba doscientos mil al año.»

Su padre, el ex gran cirujano, se lo decía de otro modo. «Ayer hice un birdie en el hoyo cuatro. Mi putt mejora día a día. Y, Annabelle… ya va siendo hora de que te encuentres a ti misma.»

Sólo Nana Myrna le había ofrecido su apoyo. «Te encontrarás a ti misma cuando llegue el momento, cariño.»

Annabelle echaba de menos a Nana Myrna. Ella también había sido un fracaso.

– La carrera de contabilidad tiene mucha demanda -dijo su madre-. Cada vez más.

– También mi negocio -replicó Annabelle en un demencial acto de autodestrucción-. He conseguido un cliente muy importante.

– ¿Quién?

– Sabes que no puedo decirte su nombre.

– ¿Tiene menos de setenta?

Annabelle se dijo a sí misma que no mordería el anzuelo, pero no en vano se había ganado la reputación de fracasada en la familia.

– Tiene treinta y cuatro y es un millonario importante.

– Si es así, ¿por qué habría de contratarte a ti?

Annabelle apretó los dientes.

– Porque soy la mejor. Por eso.

– Ya veremos. -El tono de su madre se suavizó, como si hubiese decidido darle una tregua-. Sé que te puedo llegar a exasperar, cariño, pero lo hago porque te quiero y deseo que desarrolles tu potencial.

Annabelle suspiró.

– Lo sé, mamá. Yo también te quiero.

Finalmente, la conversación llegó a su fin. Annabelle guardó el móvil, cerró la puerta e introdujo la llave en el contacto. Acaso las palabras de su madre le escocieran tanto porque había en ellas mucho fondo de verdad.

Mientras sacaba el coche del párking, miró el espejo retrovisor y pronunció la palabra favorita de Jamison. Dos veces.

2

Dean Robillard entró en el club como una jodida estrella de cine, con una chaqueta de lino deportiva colgada de los hombros, unos pendientes de diamante brillando en los lóbulos de sus orejas y unas gafas Oakley que velaban sus ojos azul Malibú. Con la piel bronceada por el sol, la barba de tres días y el rubio pelo de surfista, todo reluciente y lleno de gel, era un regalo de Los Angeles a la ciudad de Chicago. Heath agradeció la distracción con una sonrisa. El chico tenía estilo, y la Ciudad del Viento le había echado de menos.

– ¿Conoces a Dean? -La rubia que intentaba cogerse del brazo derecho de Heath seguía con la mirada a Robillard, que regalaba su sonrisa a la muchedumbre como si avanzara por una alfombra roja. Tuvo que alzar la voz por encima de la música mala de la pista de baile del Waterworks, donde se celebraba la fiesta privada de aquella noche. Si bien los Sox estaban jugando en Cleveland y los Bulls aún no habían vuelto, los demás equipos de la ciudad estaban bien representados en la fiesta, principalmente los jugadores de los Stars y los Bears, pero también gran parte de los jugadores de los Cubs, un par de Blackhawks y un portero del Chicago Fire. A la mezcla también se sumaban un par de actores, una estrella del rock y mujeres, decenas de mujeres, a cuál más atractiva, el botín sexual de los ricos y famosos.

– Claro que conoce a Dean. -La morena que estaba a su lado izquierdo miró a la rubia con condescendencia-. Heath conoce a todos los jugadores de fútbol de la ciudad, ¿verdad, cariño? -Mientras hablaba, deslizó furtivamente una mano por la parte interior de su muslo, pero Heath procuró hacer caso omiso de su erección, del mismo modo que había estado haciendo caso omiso de sus erecciones desde que decidiera entrenarse para el matrimonio.

Entrenarse para el matrimonio era un verdadero infierno.

Se recordó a sí mismo que había llegado hasta donde estaba aferrándose a un plan, y que el siguiente paso era estar casado antes de cumplir los treinta y cinco. Su mujer sería el símbolo más importante de sus éxitos, la prueba definitiva de que había dejado atrás el párking de caravanas de Beau Vista para siempre.

– Lo conozco -dijo, sin añadir que esperaba conocerlo mucho mejor.

Cuando Robillard avanzó hacia el interior de la gran sala, la muchedumbre del Waterworks abrió paso al ex jugador del sur de California que había sido fichado por los Stars para ocupar el puesto de primer quarterback cuando Kevin Tucker colgara las botas al final de la próxima temporada. La historia familiar de Dean Robillard estaba envuelta en misterio, y cuando alguien husmeaba el jugador respondía con frases vagas. Tras hacer algunas averiguaciones por su cuenta, Heath había topado con algunos rumores interesantes que prefirió mantener en secreto. Los hermanos Zagorski, que hasta entonces habían estado intentando ligarse a un par de chicas morenas en el otro extremo del bar, cayeron en la cuenta de lo que estaba pasando. Unos segundos después, avanzaban a tropezones sobre sus mocasines Prada para ser los primeros en llegar hasta él.

Heath tomó otro sorbo de su cerveza y los dejó hacer. No le sorprendía el interés de los Zagorski en Robillard. El agente del quarterback había muerto en un accidente durante una escalada en roca cinco días atrás, dejándolo sin representante, algo que los hermanos Zagorski, y todos los demás agentes del país, esperaban remediar. Los Zagorski eran dueños de la empresa Z-Group, el único competidor serio de Heath en Chicago. Él los odiaba a muerte, principalmente por su falta de ética, pero también porque le habían robado un candidato a la primera ronda del draft cinco años atrás, cuando más lo necesitaba. Su venganza había consistido en quitarles a Rocco Jefferson, lo que no había resultado nada difícil. Los Zagorski eran buenos en hacer grandes promesas a sus clientes, pero no en cumplirlas.

Heath no se hacía ilusiones acerca de su oficio. En los últimos diez años, el negocio de representación de deportistas se había vuelto más corrupto que una pelea de gallos. En la mayoría de estados prácticamente se regalaban las licencias. Cualquier vulgar estafador podía mandar imprimir una tarjeta de visita con el título de representante y aprovecharse de deportistas universitarios crédulos, sobre todo de aquellos que habían crecido en la miseria. Estos embaucadores les pasaban dinero bajo la mesa, les prometían coches y joyas, contrataban a putas y pagaban «recompensas» a cualquiera que pudiera conseguirles la firma de un atleta importante en un contrato de representación. Algunos agentes serios habían abandonado el negocio porque consideraban que no se podía ser honesto y competitivo a la vez, pero Heath no estaba dispuesto a dejarse comer el terreno. A pesar de lo sórdido que era el negocio, le gustaba lo que hacía. Le encantaba la descarga de adrenalina que le producía asegurar un cliente, firmar un contrato. Le encantaba descubrir hasta dónde podía tensar la cuerda. Era lo que mejor sabía hacer. Llevaba las reglas al límite, pero no las rompía. Y jamás engañaba a un cliente.

Vio cómo Robillard agachaba la cabeza para oír lo que le decían los Zagorski. Heath no estaba preocupado. Robillard podía ser un guaperas de Los Angeles, pero no era un estúpido. Sabía que todos los agentes del país se interesaban en él, y no iba a tomar una decisión de la noche a la mañana.

Una gatita sexual con la que Heath se había acostado un par de veces en los días anteriores a la concentración lo abordó meneando la melena, los pezones fruncidos como dos cerezas en sazón bajo un top ceñido y provocador.

– Estoy haciendo una encuesta. Si sólo pudieras disfrutar de un tipo de sexo el resto de tu vida, ¿con cuál te quedarías? Hasta ahora, la votación está tres a uno a favor del sexo oral.

– ¿Te vale si lo dejo en sexo heterosexual?

Las tres mujeres se desternillaron de risa, como si nunca hubiesen oído algo más gracioso. Al parecer, era el rey de los monólogos de humor.

La fiesta empezó a animarse, y algunas de las mujeres en la pista de baile empezaron a desfilar bajo los chorros de agua que daban su nombre a Waterworks. Sus ropas se pegaban a sus cuerpos, destacando cada curva y cada cavidad. Recién llegado a la ciudad se había dejado seducir por el club, la música y la bebida, las hermosas mujeres y el sexo libre, pero para cuando cumplió los treinta años de edad ya estaba hastiado. Aun así, dejarse ver, fuera o no un coñazo, era parte importante de su negocio, y no conseguía recordar la última vez que se había ido a dormir solo a una hora decente.

– Heath, mi hombre.

Recibió a Sean Palmer con una sonrisa. El novato de los Chicago Bears era un chico bien parecido, alto y musculoso, de barbilla cuadrada y picaros ojos marrones. Ambos escenificaron una decena de complicados apretones de mano que Heath había llegado a dominar con los años.

– ¿Cómo le va a la Pitón esta noche? -preguntó Sean.

– No me puedo quejar. -Heath había trabajado duro para reclutar al fullback de Ohio, y cuando Sean fue elegido en noveno lugar para los Bears en la primera ronda del draft, fue uno de aquellos momentos perfectos que le compensaban de toda la mierda que tenía que tragar. Sean era un trabajador incansable proveniente de una gran familia. Heath estaba dispuesto a hacer todo lo posible por mantenerlo alejado de los problemas.

Hizo un gesto a las mujeres para que los dejaran solos, y Sean pareció momentáneamente decepcionado al verlas alejarse. Como todos en el club, quería hablar acerca de Robillard.

– ¿Por qué no estás allí, besando el flacucho culito blanco de Dean como todos los demás?

– Los besos los dejo para el ámbito privado.

– Robillard es un tío listo. Se va a tomar su tiempo antes de elegir un nuevo agente.

– No lo puedo culpar por ello. Tiene un gran futuro.

– ¿Quieres que hable con él?

– Por qué no. -Heath esbozó una sonrisa. Robillard no iba a dar un duro por las recomendaciones de un novato. La única opinión que le podía merecer respeto era la de Kevin Tucker, y ni de eso estaba seguro. Dean se debatía entre idolatrar a Kevin y guardarle rencor porque no había sufrido ninguna lesión durante la última temporada, lo que le había obligado a quedarse un año más en el banquillo.

– ¿Y qué hay de eso que cuentan por ahí de que últimamente pasas de las mujeres? Hoy todas las chicas están hablando de ti. Se sienten abandonadas, ¿sabes?

No tenía sentido explicarle a un muchacho de veintidós años con fajos de billetes de cien dólares en cada bolsillo que ese juego ya le estaba cansando.

– He estado ocupado.

– ¿Demasiado ocupado para los coñitos?

Sean parecía tan genuinamente atónito que Heath no tuvo más remedio que reírse. Y, a decir verdad, al chico no le faltaba razón. Dondequiera que mirara veía pechos turgentes apenas disimulados por escotes profundos y faldas cortas marcando las curvas de extraordinarios traseros. Pero quería algo más que sexo. Quería el premio gordo. Una mujer refinada, hermosa y dulce. Se imaginó a su esposa de noble cuna, esbelta y hermosa, la calma en medio de su tormenta. Siempre estaría allí para él y limaría sus asperezas. Una mujer que le hiciera sentir que había conseguido todo lo que siempre soñó. Excepto jugar para los Dallas Cowboys.