– El Meandro era una hacienda, no sólo una casa -explicó Candace-. Aún no nos acabamos de creer que Chet convenciera a Kate para que vendieran la propiedad, aunque su casa de Naples es espectacular.
A Heath le dio otro ataque de risa.
– Qué pesado estás -dijo Annabelle.
Candace siguió describiendo la belleza del Meandro, lo que hizo que a Annabelle le entrara nostalgia, aunque a Candace se le olvidó mencionar las ventanas que dejaban pasar las corrientes de aire, las chimeneas humeantes y las frecuentes plagas de ratones. Al final, hasta Doug se hartó, y cambió de tema.
A Heath le encantaron los Granger, todos y cada uno, con la excepción de Candace, que era una petarda engreída, pero, claro la chica tenía que vivir a la sombra de Annabelle, de modo que estaba dispuesto a mostrarse tolerante. Mirando en torno a aquella mesa, vio a la familia, sólida como una roca, con la que había soñado de niño. Chet y Kate eran unos padres amantísimos que habían dedicado su vida a hacer de sus niños unos adultos bien situados. A Annabelle le sacaba de quicio la forma en que sus hermanos la pinchaban -le hacían de todo, menos collejas-, pero siendo la pequeña, y la única chica, estaba claro que era su mascota, y observar la no muy sutil competencia entre Adam y Doug por monopolizar su atención resultó uno de los atractivos de la velada. Las sutilezas de las relaciones entre madre e hija se le escapaban. Kate se ponía machacona criticándola, pero no dejaba de buscar excusas para tocar a Annabelle siempre que podía, y le sonreía cuando ella no miraba. En cuanto a Chet… su expresión afectuosa no dejaba lugar a dudas sobre quién era la niña de sus ojos.
Contemplándola al otro lado de la mesa, sintió que el orgullo le atenazaba la garganta. Nunca la había visto tan hermosa ni tan sexy, aunque era cierto que sus pensamientos parecían derivar siempre en esa dirección. Sus hombros desnudos relucían a la luz de las velas, y él sintió deseos de lamer el cúmulo de pecas de aquella graciosa naricilla. El remolino brillante de su pelo le recordaba a las hojas de los árboles en otoño, y ardía en deseos de despeinarlo con sus dedos. Si no hubiera estado tan obcecado con su desfasada idea de lo que era una esposa de exhibición, habría comprendido meses antes el lugar que ella ocupaba en su vida. Pero había sido necesaria la fiesta del fin de semana anterior para abrirle los ojos. Annabelle hacía feliz a todo el mundo, incluido él. Con Annabelle, recordaba que la vida consistía en vivir, no sólo en trabajar, y que la risa era un bien tan precioso como el dinero.
Había cancelado las citas de toda una mañana para elegir su anillo de compromiso, de sólo dos quilates y medio, porque ella tenía las manos pequeñas, y cargar todo el día con tres quilates podría dejarla demasiado cansada para desnudarse por la noche. Tenía exactamente planeado cómo la pediría en matrimonio, y aquella mañana puso en marcha la primera parte de su plan.
Había contratado a la banda de música de la Universidad del Noroeste.
Veía con claridad cómo debería desarrollarse todo. En aquel momento, ella estaba enfadada, de modo que tenía que hacerle olvidar que, hasta hacía pocas semanas, había estado decidido a casarse con Delaney Lightfield. Estaba bastante seguro de que Annabelle le amaba. La patraña de Dean Robillard lo demostraba, ¿no? Y si estaba equivocado, haría que le amara… empezando aquella misma noche.
La besaría hasta dejarla sin respiración, la subiría al dormitorio, pondría a Nana de cara a la pared, y haría el amor con ella hasta quedar inconscientes los dos. Después, seguiría con todo un cargamento de flores, unas cuantas citas súper-románticas, y una retahila de llamadas obscenas. Cuando estuviera absolutamente seguro de haber derribado la última de sus defensas, la invitaría a una cena especial en el restaurante exclusivo de Evanston. Después de haberla arrullado con la buena comida, el champán y la luz de las velas, le diría que quería ver los paraderos más frecuentados de su antigua universidad y propondría un paseo por el campus de la Noroeste. Por el camino, la arrastraría bajo uno de aquellos grandes soportales con arcadas, la besaría, y probablemente le metería mano un poco, porque, para qué engañarse, le era imposible besar a Annabelle sin tocarla además. Finalmente, llegarían al lugar en que el campus se abre al lago, y sería allí donde la banda de música del Noroeste les estaría esperando, tocando alguna balada clásica y romántica. Se postraría sobre una rodilla, sacaría el anillo y le pediría que se casara con él.
Fijó aquella imagen en su cabeza, la saboreó, y luego, con una punzada de pena, la dejó ir. No habría banda de música, ni proposición junto al lago, ni tan sólo un anillo para sellar el momento exacto en que la pidiera en matrimonio, dado que el que había elegido no estaría listo hasta la semana siguiente. Iba a renunciar a su plan perfecto porque, después de conocer a la familia Granger y ver lo mucho que significaban los unos para los otros -lo mucho que Annabelle significaba para ellos-, supo que tenían que formar parte de aquello.
El camarero desapareció, dejándoles con los cafés recién hechos y los postres. Al otro lado de la mesa, Annabelle increpaba al eminente cardiocirujano de San Luis, que le estaba retorciendo un rizo entre sus dedos y amenazaba con no soltarla hasta que le contara a todo el mundo lo de aquella vez que se había mojado las bragas en la fiesta de cumpleaños de Laurie no-sé-qué.
Heath se puso en pie. Adam soltó el pelo de Annabelle, y ella le dio una patada por debajo de la mesa.
– ¡Ay! -Adam se frotó la pierna-. ¡Me has hecho daño!
– Estupendo.
– Chicos…
Heath sonrió. Aquello le encantaba.
– Con vuestro permiso, tengo un par de cosas que anunciar. Primero, sois unas personas fantásticas. Gracias por permitirme tomar parte en esta velada.
Siguió un coro de «bravos», acompañado por el tintineo de las copas. Sólo Annabelle permanecía en silencio y recelosa, pero lo que estaba a punto de decir debería borrarle aquella expresión severa de la cara.
– Yo no tuve la suerte de crecer en una familia como la vuestra. Creo que todos sois conscientes de lo afortunados que sois de teneros los unos a los otros. -Miró a Annabelle, pero ella estaba buscando su servilleta, que Adam le había pasado a Doug por debajo de la mesa. Esperó a que volviera a asomar la cabeza.
– Hace casi cinco meses que irrumpiste en mi despacho con aquel espantoso vestido amarillo, Annabelle. Durante este tiempo, has puesto mi vida patas arriba.
Kate alzó una mano, sacudiendo sus pulseras con un ruido metálico.
– Si tienes un poco de paciencia, estoy segura de que hará todo lo posible por que todo se arregle. Annabelle es extremadamente trabajadora. Admito que sus métodos profesionales pueden no ser a lo que estás acostumbrado, pero tiene el corazón en su sitio.
Doug sacó una pluma del bolsillo.
– Estoy pensando en repasar sus archivos de cabo a rabo antes de irme. Con un poco de reorganización y una mano más firme en las riendas, su negocio debería estabilizarse en un tris.
Annabelle apoyó la barbilla en una mano y suspiró.
– No estoy hablando de Perfecta para Ti -dijo Heath.
Todos le miraron desconcertados.
– Cambió el nombre de la empresa -dijo él, pacientemente-. Ya no se llama Bodas Myrna. La ha llamado Perfecta para Ti.
Adam la miró asombrado.
– ¿Es verdad eso?
Candace se ajustó un pendiente.
– ¿No podías haber pensado en algo más pegadizo?
– No recuerdo haber oído nada de esto -dijo Doug.
– Yo tampoco. -Chet dejó su taza de café sobre la mesa-. Nadie me cuenta nunca nada.
– Yo te lo dije -replicó Kate en tono cortante-. Lamentablemente, no puse un anuncio en el canal de golf.
– ¿Qué clase de empresa es? -dijo Lucille.
Mientras Adam explicaba que su hermana era casamentera, Doug sacó su BlackBerry.
– Seguro que no se te ha ocurrido registrar el nombre para protegerlo legalmente.
Heath comprendió que estaba perdiendo su atención, y alzó la voz.
– El asunto es… Hasta que conocí a Annabelle, creía tener perfectamente planeada mi vida, pero a ella no le llevó mucho tiempo señalar que había cometido algunos errores muy serios en mis cálculos.
Kate puso una mueca de contrariedad.
– Ay, señor. Ya sé que no siempre demuestra mucho tacto, pero lo hace con buena intención.
Annabelle levantó la muñeca de Adam y miró su reloj. A Heath le habría gustado que demostrara un poco más de confianza.
– Sé que todos los presentes reconocéis lo especial que es Annabelle -dijo-, pero yo no la conozco hace tanto tiempo, y he tardado un poco en darme cuenta.
Annabelle se puso a frotar una mancha de salsa del mantel.
– Que me haya costado comprenderlo -prosiguió Heath- no quiere decir que sea estúpido. Reconozco la calidad cuando la veo y Annabelle es una mujer asombrosa. -Ahora sí que disfrutaba de toda su atención, y sintió esa familiar subida de adrenalina que anunciaba los momentos finales previos al cierre de un acuerdo-. Sé que hoy es tu cumpleaños, cariño, lo que significa que deberías ser tú la que reciba regalos, y no yo, pero me siento codicioso. -Se volvió primero hacia un extremo de la mesa, luego al otro-. Chet, Kate, quisiera pediros permiso para casarme con vuestra hija.
Un silencio atónito se adueñó de la sala. Chisporroteó la luz de una vela. Una cuchara cayó con estrépito sobre un plato. Annabelle se había quedado helada en su silla, en tanto que su familia volvía poco a poco a la vida.
– ¿Por qué ibas a querer casarte con Annabelle? -aulló Candace.
– Pero creía que estabas…
– Oh, cariño…
– ¿Casarte con ella?
– ¿Con nuestra Annabelle?
– Ella no nos había dicho nada de…
Kate hurgó en su bolso en busca de sus pañuelos.
– Éste es el momento más feliz de mi vida.
– Permiso concedido, Champion.
Doug, sonriendo, estiró el brazo para pellizcar a su madre.
– Que se casen por Navidad, antes de que se dé cuenta del lío en que se mete y cambie de idea.
Heath no había apartado los ojos de Annabelle, dándole tiempo para hacerse a la idea. Sus labios formaban un óvalo torcido; sus ojos se habían vuelto charcos de miel derramada… Y de pronto, sus cejas se juntaron en el centro de su ceño.
– Pero ¿qué dices?
El se esperaba como mínimo un grito ahogado de alegría.
– Quiero casarme contigo -repitió.
Su expresión presagiaba lo peor, y Heath recordó de pronto que Annabelle muy rara vez hacía lo que él se esperaba, algo que posiblemente habría debido tener en cuenta antes de ponerse en pie.
– ¿Y cuándo has tenido esta mágica revelación? -preguntó ella-. No, déjame adivinar. Esta noche, después de conocer a mi familia.
– Pues no. -En esto, al menos, pisaba terreno firme.
– ¿Cuándo, entonces?
– El fin de semana pasado, en la fiesta.
En sus ojos brillaba la incredulidad.
– ¿Por qué no lo dijiste sobre la marcha?
Demasiado tarde, comprendió que habría debido atenerse a su plan original, pero se negó a dejarse llevar por el pánico. Opón siempre la fuerza a la fuerza.
– Hacía apenas unas horas que había roto con Delaney. Me pareció un poco prematuro.
– Todo esto parece un poco prematuro.
Kate agarró el mantel con la mano.
– Annabelle, estás siendo muy desagradable.
– Pues eso no es nada comparado con cómo me siento yo. -Heath crispó el gesto al verla levantarse como movida por un resorte-. ¿Alguien le ha oído pronunciar esa palabra que empieza con Q? Porque, desde luego, yo no.
Así, sin más ni más, le puso contra las cuerdas. ¿Había creído realmente que no se iba a dar cuenta? ¿Era por eso por lo que había decidido hacer aquello delante de su familia? Empezó a sudar. Si no manejaba la situación con mucho cuidado, todo el invento se vendría abajo en torno a él. Sabía lo que debía hacer, pero en el preciso instante en que debía conservar la calma, la perdió.
– ¡Había contratado a la banda de música de la Universidad del Noroeste!
Aquella revelación fue recibida con un silencio de perplejidad.
Había conseguido quedar como un asno. Annabelle meneó la cabeza con una dignidad y una calma que le ponían nervioso.
– Has perdido la cabeza. Si por lo menos lo hubieras hecho en privado…
– ¡Annabelle! -A Kate se le estaba poniendo rojo el cuello-. Sólo porque Heath no quiera airear sus más íntimos sentimientos delante de gente que apenas conoce no tienes que pensar que no está enamorado de ti. ¿Cómo va a no quererte nadie?
Annabelle mantuvo su mirada clavada en la de Heath.
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