– Te voy a decir una cosa que he aprendido sobre las pitones madre: a veces es más importante prestar atención a lo que no dice que a lo que hacen.

Kate se puso en pie.

– Oye, estás demasiado enfadada para discutir esto ahora mismo. Heath es un hombre maravilloso. Mira si no cómo ha encajado enseguida. Espérate a mañana, cuando hayas tenido ocasión de enfriar un poco los ánimos, y entonces podéis hablar de esto los dos tranquilamente.

– Ahorra saliva -masculló Doug-. No hay más que verla para darse cuenta de que la va a fastidiar.

– Venga, Patatita -suplicó Adam-. Dile al hombre que te casarás con él. Por una vez en la vida, sé un poco lista.

Lo último que necesitaba Heath era la ayuda de sus hermanos. A aquellos tíos los quería a su lado en una trinchera, no alrededor de una mujer cabreada. Pedir su mano delante de su familia había sido la peor idea que hubiera tenido nunca, pero no era la primera vez que un acuerdo se le torcía, y aun así se las había arreglado para sacarlo adelante. Lo único que necesitaba era pillarla a solas… y evitar el único tema que ella se empeñaría en discutir.

22

Annabelle salió corriendo al pasillo desierto. De los altavoces salía música suave, y la iluminación, tenue y romántica, arrancaba un resplandor relajante de las paredes granates, pero ella no podía dejar de temblar. Creía que Rob le había partido el corazón, pero aquel dolor no había sido nada en comparación con lo que sentía ahora. Nada más pasar el comedor, se topó con un rincón amueblado con un confidente y un par de sillas Sheraton. Heath la seguía, pero ella insistió en darle la espalda, y él tuvo la lucidez de no tocarla.

– Antes de que digas nada que luego vayas a lamentar, Annabelle, déjame sugerirte que enciendas tu fax cuando llegues a casa. Voy a mandarte el recibo de un joyero por un anillo de tamaño considerable. Fíjate en cuándo lo encargué. El martes, hace cuatro días.

De modo que había dicho la verdad al contar que había decidido casarse con ella la noche de la fiesta. No le supuso consuelo alguno. A pesar de que sabía que Heath tenía ese agujero emocional en su interior, había pensado que ella podría guardarse de caer nunca en él.

– ¿Me estás escuchando? -dijo-. Ya había decidido casarme contigo antes de conocer a un solo miembro de tu familia. Siento haber tardado tanto en ver las cosas claras, pero, tal y como te ha faltado tiempo para señalar, soy un idiota, y lo único que he conseguido esta noche ha sido demostrar que tienes razón. Tendría que haber hablado contigo en privado, pero empecé a pensar en lo mucho que significaría para ellos ser parte de esto. Obviamente, se me fue la cabeza.

– Ni se te ocurrió que yo fuera a negarme, ¿no? -Tenía la mirada perdida en su reflejo desvaído en la ventana-. Tenías tan claro que yo estaba loca por ti que ni siquiera lo dudaste.

Él se le acercó por detrás, hasta el punto en que pudo sentir el calor de su cuerpo.

– ¿No lo estás?

Se había creído muy lista restregándole a Dean por las narices pero él había sabido interpretar su pantomima, y ahora la había despojado de los últimos restos de su amor propio, por añadidura a todo lo demás.

– Sí, bueno, ¿y qué? Me enamoro con facilidad. Por fortuna, lo supero con la misma facilidad.

– Menuda mentira.

– No digas eso.

Finalmente, se volvió para mirarle de frente.

– Te conozco mucho mejor de lo que piensas. Viste lo bien que me llevaba con los chicos en la fiesta, y fue entonces cuando te diste cuenta de que sería un activo para tus negocios, lo bastante importante para compensar que no soy una belleza despampanante.

– Deja de hacerte de menos. Eres la mujer más hermosa que he conocido jamás.

Podría haberse reído ante su desfachatez si no le doliera tanto.

– Para de decir mentiras. Soy una concesión, y ambos lo sabemos.

– Nunca hago concesiones -replicó él-. Y te juro que no las he hecho contigo. A veces dos personas encajan, y es lo que nos ha pasado a nosotros.

Era escurridizo como una anguila, y no podía permitir que la desarmara.

– Empieza a tener sentido. Tú no eres partidario de incumplir los plazos. Se avecina tu treinta y cinco cumpleaños. Es hora de tomar iniciativas, ¿verdad? En la fiesta, viste que yo podía ser un activo para tus negocios. Te gusta estar conmigo. Luego, esta noche, descubres que pertenezco al tipo de familia rica y distinguida que andabas buscando. Supongo que eso ha acabado de decidirte. Pero se te ha olvidado algo, ¿no crees? -Se forzó a mirarle a los ojos-. ¿Qué hay del amor? ¿Qué pasa con eso?

Respondió sin vacilar un instante.

– ¿Que qué pasa? Pon atención, porque voy a empezar por el principio. Eres preciosa, toda tú. Amo tu pelo, el aspecto que tiene, su tacto. Adoro tocarlo, olerlo. Amo la forma en que arrugas la nariz cuando te ríes. Me hace reír, además; no falla. Y adoro verte comer. A veces parece imposible que te puedas meter la comida en la boca a esa velocidad, pero cuando una conversación te interesa se te olvida que la tienes delante. Sabe Dios que adoro hacer el amor contigo. Ni siquiera puedo hablar de eso sin desearte. Adoro tu patética fidelidad a tus jubilados. Adoro lo duro que trabajas… -Y así continuó un rato, dando vueltas por un mínimo sector de la alfombra y catalogando sus virtudes.

Empezó a describir su futuro, pintando un cuadro de color de rosa de su vida en común, instalados en su casa; de las fiestas que darían, de las vacaciones que se tomarían. Hasta incurrió en la temeridad de hablar de hijos, lo que le hizo a ella volver a pisar con los pies en el suelo.

– ¡Basta! ¡Déjalo ya! -Cerró las manos en puño-. Lo has dicho todo excepto lo que necesito oír. Quiero que me quieras a mí, Heath, no que te guste mi espantoso pelo, ni lo bien que me llevo con tus clientes, ni el hecho de que tengo la familia con que siempre has soñado. Quiero que me quieras a mí, y eso no sabes cómo se hace, ¿verdad?

Él ni siquiera pestañeó.

– ¿Has escuchado algo de lo que he dicho?

– Hasta la última palabra.

La atravesó con su mirada, tratando de ahogarla en su letal seguridad.

– ¿Cómo no iba a quererte, entonces?

Si no hubiera estado tan dolorosamente acostumbrada a sus trucos, podía haber mordido el anzuelo, pero sus palabras cayeron en saco roto.

– No lo sé -dijo sin inmutarse-. Dímelo tú.

Él alzó una mano al cielo, pero Annabelle notó que actuaba a la desesperada.

– Tu familia tiene razón. Eres un desastre de persona. ¿Qué es lo que quieres? Sólo dime lo que quieres.

– Quiero tu mejor oferta.

Se la quedó mirando con una mirada intensa, intimidante, sobrecogedora. Y entonces hizo lo inimaginable. Desvió la vista. Descorazonada, ella le vio meterse las manos en los bolsillos, y cómo sus hombros caían de modo casi imperceptible.

– Ya te la he hecho.

Annabelle se mordió el labio y asintió.

– Eso me parecía. -Y dicho esto, se alejó andando.

No llevaba dinero encima, pero se subió a un taxi igualmente y luego hizo esperar al taxista a la puerta de su casa mientras ella entraba a coger efectivo para pagarle. Su familia se presentaría en cualquier momento. Agarró una maleta antes de que eso sucediera y empezó a llenarla con cualquier cosa con que toparan sus dedos, sin permitirse sentir ni pensar. Al cabo de quince minutos, estaba en su coche.


***

Poco antes de medianoche, Portia recibió la noticia de la proposición matrimonial de Heath por una llamada de Baxter Benton, que atendía las mesas del club Mayfair desde hacía mil años y había estado escuchando a escondidas durante la fiesta de la familia Granger. La pilló acurrucada en el sofá, envuelta en una vieja toalla de playa y unos pantalones de chándal -ya no le cabían los vaqueros-, rodeada de un mar de envoltorios de caramelo y pañuelos de papel arrugados, como si estuviera encerrada por una alambrada. En cuanto colgó el teléfono se puso en pie, animada por primera vez en varias semanas. No había perdido su instinto después de todo. Por eso no había podido dar con la mujer ideal para esa última presentación. La química que percibió entre Heath y Annabelle aquel día en su despacho no era fruto de su imaginación.

Echó a andar, pisando la toalla que había dejado caer al suelo, y agarró un ejemplar del Tribune, que no había abierto siquiera, para comprobar la fecha. Su contrato con Heath expiraba el martes: disponía aún de tres días. Dejó el periódico a un lado y empezó a caminar muy inquieta. Si era capaz de arreglar aquello, quizás, sólo quizás, pudiera dejar atrás Parejas Power sin sentirse una perfecta fracasada.

Era medianoche, y no podía hacer nada hasta la mañana. Contempló la porquería acumulada a su alrededor. La mujer de la limpieza se había despedido un par de semanas antes, y no la había reemplazado. Una película de polvo lo cubría todo, el cubo de la basura rebosaba y había que pasar la aspiradora por las alfombras. El día anterior ni siquiera había ido a trabajar. ¿Para qué? Estaba sin ayudantes, sólo quedaban Inez y el informático que se ocupaba de su página web, la parte del negocio que menos le interesaba.

Se tocó la cara. Aquella mañana había ido al dermatólogo, demostrando una organización de su tiempo catastrófica, pero, después de todo, también lo era su vida. No obstante, por primera vez en varias semanas, sintió un hálito de esperanza.


***

Heath se emborrachó el sábado por la noche, igual que solía hacerlo su viejo. Sólo le hacía falta tener a mano una mujer a la que pegar, y sería de tal palo tal astilla. Pensándolo bien, el viejo estaría orgulloso de él, porque hacía un par de horas que había vapuleado a una a base de bien; tal vez no físicamente, pero en el plano emocional le había dado una paliza de muerte. Y ella le había devuelto los golpes. Le había dado donde más le dolía. Cuando se desplomó en la cama, hacia la madrugada, deseó haberle dicho que la amaba, haber pronunciado las palabras que ella necesitaba oír. Pero a Annabelle no podía ofrecerle sino la verdad. Ella significaba demasiado para él.

Cuando por fin despertó, era domingo por la tarde. Fue trastabillando hasta la ducha y metió su cabeza dolorida debajo del agua. Debería estar en Soldier Field en aquel momento, con la familia de Sean, pero al salir de la ducha lo que hizo fue ponerse un albornoz, entrar en la cocina y coger la cafetera. No había llamado a un solo cliente para desearle suerte, y ni siquiera le importaba.

Sacó un tazón del armario y trató de incubar un poco más de su indignación con Annabelle. Le había desbaratado la vida, y no le hacía ninguna gracia. Tenía un plan, uno magnífico, para ambos. ¿Por qué no podía haber confiado en él? ¿Por qué necesitaba oír un montón de chorradas sin sentido? Los actos eran más elocuentes que las palabras y, una vez casados, él le habría demostrado lo mucho que le importaba de todas las maneras que sabía.

Cogió unas aspirinas, bajó al piso inferior y se dirigió a la sala de audiovisuales, para poder seguir algún partido. No se había vestido ni afeitado ni había comido, y le importaba un carajo. Mientras zapeaba por los canales deportivos, pensó en cómo la había tomado con él la familia de Annabelle después de que ella abandonara la reunión. Como un banco de pirañas.

«¿A qué juegas, Champion?»

«¿La quieres o no?»

«Nadie hace daño a Annabelle y se va de rositas.»

Hasta Candace había intervenido: «Estoy convencida de que la has hecho llorar, y no soporta que se le corra el maquillaje.»

Para rematar la faena, Chet lo había dicho todo:

«Ahora será mejor que te vayas.»

Heath pasó el resto de la tarde del domingo, hasta entrada la noche, cambiando de un partido a otro sin enterarse de ninguno. Había ignorado el teléfono todo el día, pero no quería que nadie llamara a la policía, así que reunió los ánimos para fingir una coartada, alegando una gripe en una conversación con Bodie. Luego subió al piso de arriba y cogió una bolsa de patatas fritas. Le supieron a pelusa de secadora. Vestido aún con su albornoz de algodón blanco, se sentó en el solitario sofá del salón con una botella de whisky llena.

Su plan perfecto yacía a su alrededor hecho trizas. En una sola y desastrosa noche, había perdido una esposa, una amante y una amiga, y todas eran la misma persona. La larga y desolada sombra del camping de caravanas Beau Vista se cernía sobre él.


***

Portia se pasó el domingo encerrada en su apartamento, con un teléfono enganchado en el hombro, intentando localizar a Heath. Al final consiguió ponerse en contacto con su recepcionista, a la que prometió un fin de semana en un balneario si podía averiguar dónde se encontraba. La mujer no la llamó hasta las once de la noche.