La noticia le conmocionó. Él la quería quietecita y a resguardo en casa de su abuela. Esperándole.
La costura rosa de los labios de Portia se estrechó bajo sus mejillas azules y húmedas.
– Escúcheme, Heath. En cuanto la encuentre, llámeme. No trate de ocuparse usted mismo. Necesita ayuda. ¿Me ha entendido? Ésta es mi presentación.
En aquel preciso instante, lo único que él entendía era la enormidad de su propia estupidez. Amaba a Annabelle. Por supuesto que la amaba. Eso explicaba todos aquellos sentimientos a los que no había dado nombre porque estaba demasiado asustado.
Necesitaba quedarse solo para darle vueltas a aquello. Portia pareció comprenderlo, porque se abrochó el impermeable y abandonó la habitación. Heath se sentía como si le hubieran dado un golpe en la cabeza con una pelota de béisbol, de bolea. Se derrumbó en el asiento y hundió la cara entre las manos.
Los tacones de Portia repiquetearon en el suelo de mármol del recibidor. Oyó que abría la puerta de la calle y luego, inesperadamente, la voz de Bodie.
– ¡Joder!
23
Portia cayó en los brazos de Bodie. Cayó, sin más. Él no se lo esperaba, y reculó a trompicones. Sin que ella se despegara de él, envolviéndole en sus brazos, negándose a soltarle. Nunca más. Aquel hombre era sólido como una roca.
– ¿Portia? -La agarró por los hombros y la empujó, apartándola unos centímetros para poder examinarle la cara.
Ella miró directamente a sus horrorizados ojos.
– Todo lo que dijiste de mí era cierto.
– Eso ya lo sé, pero…-Le pasó el pulgar por su apergaminada mejilla azul-. ¿Es que has perdido una apuesta, o algo así?
Portia recostó la cabeza en su pecho.
– He pasado un par de meses realmente espantosos. ¿Te importa abrazarme, sin más?
– Puede que lo haga. -La estrechó contra sí, y así se quedaron un rato, rodeados por el charco de luz de los apliques en cobre del porche-. ¿Te fue mal en una batalla de bolas de pintura? -preguntó Bodie al fin.
Ella se abrazó a él más fuerte.
– Un tratamiento con ácido. No sabes cómo quemaba. Pensé que tal vez… pudiera pelarme mi viejo yo.
El le frotó la parte de atrás del cuello.
– Vamos a sentarnos allá y me lo cuentas todo.
Portia se acurrucó entre sus brazos.
– Vale. Pero no me sueltes.
– No lo haré. -Fiel a su palabra, siguió rodeándola con el brazo mientras la conducía, cruzando la calle, hasta el pequeño parque del barrio, que tenía un único banco de hierro, pintado de verde. Aun antes de llegar allí, ella empezó a hablar, y se lo contó todo mientras las hojas secas revoloteaban sobre sus zapatos: lo de los pollitos de malvavisco, lo de su exfoliación al ácido, lo de Heath y Annabelle. Le contó que la habían despedido como mentora y le habló de sus temores.
– Tengo miedo constantemente, Bodie. Constantemente.
Él le acarició el pelo apelmazado.
– Lo sé, nena. Lo sé.
– Te quiero. ¿También lo sabes?
– Eso no lo sabía. -La besó encima de la cabeza-. Pero me alegra oírlo.
La cola de su pañuelo le cruzó la mejilla, agitada por el aire.
– ¿Me quieres tú?
– Me temo que sí.
Ella sonrió.
– ¿Quieres casarte conmigo?
– Déjame ver primero si consigo pasar los próximos meses sin matarte.
– Vale. -Se acurrucó arrimándose aún más a él-. Puede que te hayas dado cuenta de que no soy la mejor influencia del mundo.
– A tu extraña manera, sí que lo eres. -Le apartó el pañuelo de la cara-. Todavía no puedo creerme que tuvieras el valor de salir a la calle con esta pinta.
– Tenía un trabajo que hacer.
– Me encantan las mujeres capaces de sacrificarse por el equipo.
Ella no apreció en su voz sino admiración reverencial, y eso hizo que le amara más aún.
– Tengo que unir a esta pareja, Bodie.
– ¿Todavía no has aprendido suficiente sobre los peligros de la ambición implacable?
– No es exactamente lo que estás pensando. La mejor parte de mí misma quiere hacer esto por Heath. Pero, además, es que quiero irme con todos los honores. Un último emparejamiento, éste, y después pienso vender mi negocio.
– ¿De verdad?
– Necesito nuevos desafíos.
– Ampáranos, Señor.
– Lo digo en serio, Bodie. Quiero volar libre. A mi antojo. Quiero ir donde la pasión me lleve. Quiero trabajar duro en algo que sólo la mujer más fuerte del mundo pueda hacer.
– Vale, ahora me estás asustando.
– Quiero comer. Comer de verdad. Y ser más bondadosa y generosa. Con generosidad de la buena, sin esperar nada a cambio. Quiero tener una piel estupenda a los ochenta años. Y no quiero que vuelva a preocuparme nunca más lo que pueda pensar nadie. Excepto tú.
– Ay, Dios. Estoy tan excitado ahora mismo que voy a explotar. -Bruscamente, se levantó del banco, tirando de ella-. Vámonos de vuelta a mi piso. Ya.
– Sólo si me prometes que no me vas a contar chistes verdes de esos que me sacan los colores.
– Con el color que tienes ahora mismo, la cosa no podría empeorar mucho.
Ella sonrió.
– Ya sabes que no tengo sentido del humor.
– Trabajaremos ese asunto. -Y entonces la besó, con labios azules y todo.
El lunes por la mañana, incluso antes de meterse en la ducha, Heath empezó a darle al teléfono. Estaba resacoso, asqueado, asustado y exultante. La terapia de choque de Portia le había hecho afrontar lo que su subconsciente hacía mucho tiempo que sabía, pero su miedo le impedía reconocer: que amaba a Annabelle con todo su corazón. Todo lo que Portia dijo había dado en el blanco. Su enemigo había sido el miedo, no el amor. De no haber estado tan ocupado midiendo su carácter con una regla torcida, puede que hubiera entendido lo que le faltaba en su interior. Se había enorgullecido de su rectitud profesional y su destreza intelectual, de su agudeza y su tolerancia al riesgo, pero se había negado a admitir que su miserable infancia le había convertido en un cobarde emocional. Como resultado, había vivido una vida a medias. Tal vez contar con Annabelle a su lado le permitiría por fin relajarse y convertirse en el hombre que nunca reunió el valor de ser. Pero para que eso fuera posible, tenía que encontrarla primero.
Ella no respondía ni a su teléfono fijo ni al móvil, y no tardó en descubrir que también sus amigas se negaban a hablar con él. Tras una ducha rápida, consiguió contactar con Kate. Primero le echó la bronca, luego admitió que Annabelle la había llamado el domingo por la mañana para hacerle saber que estaba bien, pero se negó a contarle a su madre dónde se encontraba.
– Personalmente, te echo a ti la culpa de todo esto -dijo Kate-. Annabelle es extremadamente sensible. Tendrías que haberte dado cuenta de eso.
– Sí, señora. Y en cuanto la encuentre, le prometo que lo arreglaré todo.
Aquello la ablandó lo suficiente como para que le revelara que los hermanos Granger se la tenían jurada, y que debía andarse con cuidado. Aquellos tíos le encantaban.
Salió hacia Wicker Park. De su despacho no paraban de llegarle mensajes, uno detrás de otro, pero los ignoró. Por primera vez en toda su carrera, no se había puesto en contacto con ninguno de sus clientes para comentar el partido del domingo. Ni tenía intención de hacerlo hasta que hubiera encontrado a Annabelle.
Soplaba el viento procedente del lago, y la nubosa mañana de octubre había amanecido con algo de rasca. Aparcó en el callejón detrás de la casa de Annabelle, y encontró allí el flamante deportivo plateado, un Audi TT Roadster, que había encargado para ella por su cumpleaños, pero no su Crown Vic. El señor Bronicki reparó en Heath de inmediato, y se acercó a ver qué buscaba, pero aparte de trasladarle la información de que Annabelle había salido conduciendo como una loca el sábado por la noche, no pudo decirle nada más. Se interesó no obstante por el Audi y, cuando supo que era un regalo de cumpleaños, advirtió a Heath que más valía que no esperara tener «relaciones» con ella en compensación por un coche de lujo.
– No crea que porque su abuelita no está aquí ya no va a haber gente que cuide de ella.
– Qué me va usted a contar -masculló Heath.
– ¿Cómo dice?
– Digo que estoy enamorado de ella. -Le gustó cómo sonaba aquello, y lo repitió-. Quiero a Annabelle, y tengo intención de casarme con ella. -Si es que la encontraba. Y si ella estaba dispuesta a aceptarle.
El señor Bronicki refunfuñó.
– Bueno, pero asegúrese de que no suba sus tarifas. Mucha gente ha de subsistir con unos ingresos fijos, ¿sabe?
– Haré lo que pueda.
Después de que el señor Bronicki aparcase el Audi en su garaje para mayor seguridad, Heath rodeó la casa y llamó a la puerta principal, pero estaba cerrada a cal y canto. Sacó su móvil y probó a llamar a Gwen de nuevo, aunque fue su marido quien se puso al aparato.
– No, Annabelle no ha pasado la noche aquí-dijo Ian-. Tío más vale que te guardes las espaldas. Ayer habló con alguna de las del club de lectura, y las mujeres están muy cabreadas. Acéptame un consejo, colega. Es difícil encontrar a una mujer que se muera de ganas de casarse con un tío que no está enamorado de ella, por muy forrado que tenga el riñón.
– ¡Estoy enamorado de ella!
– Díselo a ella, no a mí.
– Maldita sea, es lo que intento. Y no sé cómo expresarte lo cómodo que me siento de saber que en esta ciudad todo el mundo está al tanto de mis asuntos privados.
– Tú te lo has buscado. Es el precio de la estupidez.
Heath colgó y trató de pensar, pero hasta que consiguiera que alguien hablara con él, lo tenía fatal. De pie en el porche de Annabelle, pasó revista rápida a sus mensajes. Ninguno era de ella. ¿Por qué demonios no le dejaba todo el mundo en paz? Se frotó la mandíbula y reparó en que había olvidado afeitarse por segundo día consecutivo, y tal y como iba vestido tendría suerte si no le arrestaban por mendicidad, pero se había puesto lo primero que había encontrado: unos pantalones de calle azul marino de marca, una camiseta rajada naranja y negra de los Bengals y una sudadera roja de los Cardinals manchada de pintura que Bodie había sacado de a saber dónde y olvidado en su armario.
Finalmente, consiguió hablar con Kevin.
– Soy Heath. ¿Has…?
– Sólo te digo una cosa… Para ser un tío supuestamente brillante, la has…
– Ya lo sé, ya lo sé. ¿Ha pasado Annabelle la noche en vuestra casa?
– No, y tampoco creo que estuviera con ninguna de las demás mujeres.
Heath se sentó en el peldaño de la entrada de su casa.
– Tienes que averiguar adonde ha ido.
– ¿Crees que me lo van a decir? Las chicas han pegado un cartel enorme de un extremo a otro de la casita rosa de su club social que reza: PROHIBIDA LA ENTRADA A LOS CHICOS.
– Eres mi mejor baza. Vamos, Kev.
– Todo lo que sé es que el club de lectura se reúne hoy a la una. Phoebe libra los lunes durante la temporada, y la reunión es en su casa. Molly ha estado haciendo collares de flores, así que la cosa debe de ir de algún rollo hawaiano.
A Annabelle le encantaba el club de lectura. Seguro que estaría allí. Habría salido corriendo a buscar consuelo y apoyo en esas mujeres tan rápido como pudieran llevarla sus piececitos. Ellas le darían lo que no estaba obteniendo de él.
– Una cosa más -dijo Kevin-. Robillard ha estado llamando a todo el mundo, tratando de ponerse en contacto contigo.
– Puede esperar.
– ¿He oído bien? -dijo Kevin-. Es de Dean Robillard de quien estamos hablando. Aparentemente, después de meses de tontear con unos y otros, ha descubierto que necesita urgentemente un representante.
– Le llamaré más adelante. -Heath se dirigió a la calzada, hacia su coche.
– ¿Será más o menos cuando te decidas a felicitarme por el partido de ayer, que se puede considerar el mejor de mi carrera?
– Sí, felicidades. Eres el mejor. Tengo que dejarte.
– Vale, sabandija, no sé quién eres ni qué pretendes, pero haz que se ponga otra vez al teléfono mi representante ahora mismo.
Heath colgó. Y entonces cayó en la cuenta. Había visto el número de Dean en su registro de llamadas perdidas, pero las había estado ignorando. ¿Y si Annabelle no hubiera pasado las dos últimas noches con sus amigas? ¿Y si hubiera ido corriendo con su quarterback mascota?
Dean cogió el teléfono al segundo timbre.
– Palacio del Porno de Dan el Pirado, dígame.
– ¿Está Annabelle contigo?
– ¿Heathcliff? Joder, tío, sí que la has dejado hecha polvo.
– Lo sé, pero ¿cómo es que lo sabes tú?
– Por la secretaria de Phoebe.
– ¿Seguro que no es Annabelle quien te lo ha dicho? ¿Ha estado contigo?
– Ni la he visto ni he hablado con ella, pero, si lo hago, pienso aconsejarle muy decididamente que te diga que…
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