– ¡La quiero! -No era su intención gritar, pero no pudo reprimirse, y la mujer que acababa de salir de su casa al otro lado de la calle volvió a meterse en ella a toda prisa-. La quiero -repitió en un tono sólo ligeramente más bajo-, y necesito decírselo. Pero tengo que encontrarla primero.
– Dudo que me llame. A menos que esa prueba de embarazo…
– Te lo advierto, Robillard, como me entere de que sabes dónde ha ido y no me lo dices voy a romperte hasta el último puto hueso de ese hombro tuyo que vale un millón de dólares.
– Está el tío hablando de pegarse, y no es ni la hora de comer. Sí que estás lanzado. Bueno, vamos al asunto, Heathcliff, al motivo por el que te he estado llamando. Un par de capitostes de la Pepsi-cola se han puesto en contacto conmigo, y…
Heath le colgó el teléfono al regalo de Dios a la Liga Nacional de Fútbol, le dio al botón del seguro de su coche para desbloquearlo, y salió hacia el centro para dirigirse a Birdcage Press. La reunión del club de lectura no estaba programada hasta la una, lo que le daba tiempo de tocar otra tecla más.
– He hablado con Molly esta mañana. -El antiguo prometido de Annabelle observó el mentón sin afeitar y el atuendo desaliñado de Heath desde detrás de su escritorio en el departamento de márketing de la editorial de Molly-. Ya le hice yo bastante daño a Annabelle. ¿Tenía usted que machacarla también?
Rosemary no era la mujer más atractiva que hubiera visto Heath, pero iba bien vestida y tenía un aspecto muy digno. Demasiado digno. No era en absoluto la persona adecuada para Annabelle. ¿En qué estaría ella pensando?
– No era mi intención machacarla.
– Seguro que creyó que le estaba haciendo un favor enorme al pedir su mano -dijo Rosemary arrastrando las palabras. A continuación, procedió a castigar a Heath con un sermón que se pasaba de perspicaz sobre la insensibilidad masculina, justo lo que menos necesitaba oír en aquel momento. Se escapó de allí lo más rápidamente que pudo.
Volviendo a su coche, vio que había recibido media docena de llamadas más, ninguna de ellas de la persona con quien quería hablar. Rompió el ticket de aparcamiento del parabrisas y se encaminó a la vía Eisenhower. Para cuando llegó, tenía el estómago hecho un revoltijo de nudos. Se dijo a sí mismo que ella volvería a su casa tarde o temprano, que aquello no era una emergencia. Pero nada podía aplacar su urgente necesidad. Ella estaba sufriendo por su culpa, víctima de su estupidez, y eso le resultaba intolerable.
Pilló una retención de tráfico en la autopista de peaje East West y no llegó a casa de los Calebow hasta la una y cuarto. Repasó rápidamente la fila de coches aparcados en el camino de entrada buscando un Crown Victoria verde y feo, pero el coche de Annabelle estaba desaparecido en combate. A lo mejor la había llevado alguien. Pero, mientras llamaba al timbre, no podía sacudirse de encima una sensación de oscuro presentimiento.
Se abrió la puerta, y se encontró con Pippi Tucker a sus pies. Sendas coletitas rubias se le disparaban a ambos lados de la cabeza, y sostenía una colección de animales de peluche contra su pequeño pecho.
– ¡Puíncepe! Hoy no he ido al cole porque en mi escuela se han doto las tubedías.
– Ah, ¿sí? Eh… ¿Está aquí Annabelle?
– Estoy jugando con los animales disecados de Hannah. Hannah está en el cole. Ella no tiene las tubedías dotas. ¿Me enseñas tu teléfono?
– ¿Pip? -Phoebe apareció en el recibidor. Llevaba unos pantalones de calle negros y un bonito jersey de cuello de cisne morado, adornado con un collar de flores de papel azules y amarillas. Observó el aspecto desaseado de Heath a través de un par de gafas sin montura-. Espero que la policía haya cogido a quienquiera que te haya atracado.
Pippi daba botes en el sitio.
– ¡Ha venido el Puíncepe!
– Ya lo veo. -Phoebe puso la mano en el hombro de la niña sin quitarle a Heath los ojos de encima-. ¿Has venido hasta aquí sólo para pavonearte? Me encantaría ser lo bastante madura para felicitarte por tu nuevo cliente, pero no lo soy.
Él se abrió paso al interior del vestíbulo.
– ¿Está aquí Annabelle?
Ella se quitó las gafas.
– Adelante, cuéntame las mil maneras que se te han ocurrido para llevarme a la bancarrota.
– No veo su coche.
Phoebe entrecerró sus ojos de gata.
– Has hablado con Dean, ¿no?
– Sí, pero no sabía dónde está Annabelle. -Interrogar a Phoebe era una pérdida de tiempo, y se dirigió al salón, que era espacioso y rústico, con vigas vistas y un altillo. El club de lectura se hallaba reunido en un rincón debajo de este último; todas menos Annabelle. Incluso vestidas de manera informal y envueltas en collares de flores de papel, eran un puñado de mujeres que imponía, y mientras cruzaba la habitación sintió que sus miradas se clavaban en él como agujas hipodérmicas.
– ¿Dónde está? Y no me digáis que no lo sabéis.
Molly descruzó las piernas y se puso en pie.
– Lo sabemos, y tenemos órdenes de mantener la boca cerrada. Annabelle necesita tiempo para reflexionar.
– Eso es sólo lo que ella cree. Tengo que hablar con ella.
Gwen le miró por encima de su enorme barriga como un Buda hostil.
– ¿Tienes pensado darle más razones por las que debería casarse con un hombre que no la quiere?
– Eso no es así. -Apretó los dientes-. Sí que la quiero. La quiero con todo mi puto corazón, pero no puedo convencerla de eso si nadie me dice adónde ha ido.
No pretendía sonar tan cabreado, pero Charmaine se ofendió.
– ¿Y cuándo has caído tan milagrosamente en la cuenta?
– Anoche. Me abrieron los ojos una mujer azul y una botella de whisky. Así que ¿dónde está?
– No te lo vamos a decir-dijo Krystal.
Janine le dirigió una mirada furiosa.
– Si llama, le transmitiremos tu mensaje. Y también le diremos que no nos gusta tu actitud.
– Le transmitiré mi jodido mensaje yo mismo -replicó él.
– En este caso, ni siquiera el gran Heath Champion puede allanar el camino con su apisonadora. -La tranquila firmeza de Molly hizo que un escalofrío le recorriera la espina dorsal-. Annabelle se pondrá en contacto contigo cuando y como decida. O tal vez no. Depende de ella. Sé que va en contra de tu naturaleza, pero tendrás que tener paciencia. Ahora tiene ella la sartén por el mango.
– Tampoco es que tú no vayas a estar ocupado -dijo la Dama malvada a sus espaldas, arrastrando las palabras-. Ahora que Dean ha desatendido los buenos deseos de la mujer que detenta su contrato…
Él giró sobre sus talones para plantarle cara.
– Dean me importa un bledo ahora mismo, Phoebe, y tengo una noticia de última hora que darte. En la vida hay cosas más importantes que el fútbol.
Ella arqueó las cejas, casi imperceptiblemente. Heath se volvió hacia el resto de mujeres, dispuesto a sonsacarles la información aunque para ello tuviera que estrangularlas, pero descubrió de pronto que su ira se había agotado. Elevó las manos al cielo, comprobando con horror que le temblaban, aunque no tanto como le temblaba la voz.
– Annabelle está… Te-tengo que enmendar esto. No soporto saber que está… Que la he hecho sufrir. Por favor…
Pero no tenían corazón, y, una por una, desviaron la vista.
Él salió de la casa desolado. Se había levantado viento, y una ráfaga helada penetró en su sudadera. De forma mecánica, sacó su teléfono, en la vana esperanza de que ella le hubiera llamado, sabiendo que no lo habría hecho.
Los Chiefs estaban intentando contactar con él. Al igual que Bodie y Phil Tyree. Apoyó las manos en la capota de su coche e inclinó la cabeza. Él merecía sufrir. Ella no.
– ¿Estás triste, puíncepe?
Volvió la vista hacia la casa y vio a Pippi de pie en el escalón superior del porche, con un mono debajo de un brazo y un oso bajo el otro. Combatió un impulso poderoso de levantarla en brazos y pasearla un rato, de frotarle la cabeza con su barbilla y abrazarla fuerte, como a uno de sus peluches. Tomó un poco de aire.
– Sí, Pip. Estoy un poco triste.
– ¿Vas a llorar?
Respondió sobreponiéndose al nudo de su garganta.
– No, los chicos no lloran.
La puerta se abrió tras la niña, y apareció Phoebe, rubia, poderosa y despiadada. No le prestó a él ninguna atención. Simplemente se agachó junto a Pippi y le arregló una de sus coletitas, mientras le hablaba en voz baja. Heath se llevó la mano al bolsillo para buscar sus llaves.
Phoebe se dio la vuelta para volver a la casa. Pippi dejó caer sus animales de peluche y bajó trotando las escaleras.
– ¡Puíncepe! Tengo que decirte una cosa. -Corrió hacia él, volando sobre sus zapatillas rosas. Al llegar a su lado, inclinó la cabeza hacia atrás para mirarle-. Tengo un secreto.
Él se agachó junto a ella. Olía a inocencia. Como los lápices de colores y el zumo de frutas.
– ¿Sí?
– Dice tía Phoebe que no se lo diga a nadie más que a ti, ni siquiera a mamá.
Heath miró al porche de reojo, pero Phoebe había desaparecido.
– ¿Decirme qué?
– ¡Belle! -Pippi sonreía-. ¡Ha ido a nuestro campamento!
Una descarga de adrenalina le recorrió las venas. La cabeza empezó a darle vueltas. Levantó a Pippi en el aire, la atrajo hacia sí y la besó en las mejillas hasta hartarse.
– Gracias, cariño. Gracias por decírmelo.
Ella le puso la manita en el mentón y le apartó la cabeza con ceño.
– Rasca.
Heath se rió, le dio otro beso para cerrar la cuenta y la posó de nuevo en el suelo. Se le había olvidado apagar el móvil, que empezó a sonar. A la niña se le agrandaron los ojos. Él lo sacó con gesto automático.
– Champion.
– Heathcliff, tío, necesito un representante -exclamó Dean-, y te juro por Dios que como vuelvas a colgarme…
Heath le endosó el móvil a Pippi.
– Habla con este señor tan simpático, cariño. Cuéntale que tu papi es el mejor quarterback que ha dado o dará jamás el fútbol.
Al salir camino abajo, vio a Pippi dirigirse de nuevo al porche, con el móvil pegado a la oreja y las coletas bailando mientras hablaba por los codos.
Dentro de la casa, se movieron las cortinas de la entrada, y a través de la ventana vio asomar el rostro de la mujer más poderosa de la Liga Nacional de Fútbol. Puede que fuera cosa de su imaginación, pero le pareció que sonreía.
24
Heath llegó al campamento de Wind Lake poco antes de medianoche. En la oscuridad barrida por la lluvia, sólo brillaban el resplandor acuoso de las farolas victorianas de la zona comunitaria y la solitaria luz del porche del bed & breakfast. Sus limpiaparabrisas batían la luna frontal del Audi. Las cabañas se alzaban, sin calefacción, vacías y con los postigos echados para el resto de la temporada. Habían apagado hasta las amarillas lámparas portuarias enrejadas, a lo lejos. En un principio, pensó en coger un avión, pero con aquel tiempo de perros habían cerrado el pequeño aeropuerto, y Heath no tuvo paciencia para esperar a que se reanudaran los vuelos. Hubiera debido hacerlo, porque la tormenta había alargado el viaje, que duraba ocho horas, a diez.
Había salido de Chicago con retraso. Le molestaba no llevar el anillo de compromiso de Annabelle en el bolsillo -quería darle algo tangible-, así que había vuelto con su coche a Wicker Park para recoger el Audi nuevo. Tal vez no pudiera ponérselo en el dedo, pero al menos le demostraría que iba en serio. Desgraciadamente, el deportivo no estaba pensado para alguien de uno ochenta, y al cabo de diez horas Heath tenía las piernas contraídas, un calambre en el cuello y un dolor de cabeza mortal, que él había alimentado a base de café negro. En el asiento de atrás iban bailando diez globos de Disney. Los había visto atados juntos en la gasolinera donde paró a repostar, y los había comprado en un impulso. Dumbo y Cruella de Vil llevaban los últimos cien kilómetros golpeándole en la nuca.
A través del parabrisas anegado por la lluvia, distinguió una fila de mecedoras balanceándose en el porche de entrada. Aunque estuvieran cerradas las cabañas, Kevin le había explicado que el bed & breakfast hacía negocio en esa temporada con los turistas que subían en busca del follaje de otoño, y los faros del Roadster descubrieron media docena de coches aparcados a un lado. Pero el Crown Vic de Annabelle no se contaba entre ellos.
El Audi dio una sacudida al pasar por un bache lleno de lluvia cuando Heath giró por la calzada que corría paralela al oscuro lago. Se le pasó por la cabeza, y no era la primera vez, que viajar hasta los bosques del norte basándose en información facilitada a una niña de tres años por una mujer que le tenía una ojeriza descomunal podía no ser su jugada más inteligente, pero el caso era que lo había hecho.
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