Pisó el freno en cuanto sus faros alumbraron lo que hacía diez horas que rezaba por ver: el coche de Annabelle, aparcado frente a Lirios del campo. Notó la cabeza embriagada de alivio. Mientras detenía el coche detrás del Crown Vic, contempló a través de la lluvia la cabaña oscurecida, y combatió el impulso de despertar a Annabelle y aclarar las cosas. No estaría en condiciones de negociar su futuro hasta que hubiera dormido unas horas. El bed & breakfast estaba cerrado de noche, y no podía quedarse en el pueblo, puesto que ella podría decidir marcharse antes de que él volviera. Sólo podía hacer una cosa…

Dio marcha atrás al Audi hasta bloquear el camino. Cuando tuvo la tranquilidad de que ella no podría salir, apagó el motor, apartó al pato Donald de en medio y reclinó el asiento a tope. Pero a pesar de que estaba bastante exhausto, no concilio el sueño de inmediato. Demasiadas voces del pasado. Demasiados recordatorios de las mil maneras en que el amor le había pateado en los dientes… una y otra vez.


***

El frío despertó a Annabelle antes incluso que su despertador, que había puesto a las seis. La temperatura había descendido en picado durante la noche, y la manta con que se había arropado no la protegía del rigor de la madrugada. Molly le había dicho que se quedara en las habitaciones privadas de los Tucker en el bed & breakfast, en vez de en una cabaña sin calefacción, pero Annabelle había buscado la soledad de Lirios del campo. Ahora lo lamentaba.

Hacía una semana que el agua caliente estaba cortada, y se salpicó la cara con la fría. Después de ayudar a servir el desayuno a los huéspedes, se regalaría con un largo remojón en la bañera de Molly. El día anterior se había prestado a echar una mano con el desayuno porque la chica que trabajaba normalmente en el turno de mañana había caído enferma. Una pequeña distracción que le vino muy bien.

Contempló el rostro de ojos cavernosos del espejo. Daba pena. Pero cada lágrima que había vertido aquí en el campamento era una lágrima que no tendría que verter cuando estuviera de vuelta en la ciudad. Aquél era su momento de duelo. No pretendía convertirse en una profesional de la infelicidad, pero tampoco iba a castigarse por haberse escondido. Se había enamorado de un hombre que era incapaz de corresponderla. Si una mujer no podía llorar por eso es que no tenía corazón.

Se dio la vuelta recogiéndose el pelo en una coleta, luego se puso los vaqueros y unas zapatillas, además de un jersey muy abrigado que había tomado prestado del armario de Molly. Salió de la cabaña por la puerta de atrás. El viento se había llevado la tormenta por fin, y su aliento formaba nubecitas heladas en el aire límpido y frío mientras caminaba por el sendero que llevaba al lago. La alfombra de hojas empapadas se hundía bajo sus zapatillas, y de las ramas de los árboles le caían gotas en la cabeza, pero ver el lago de madrugada la animó, y no le importó mojarse.

Subir hasta allí había sido una buena elección. Heath era un vendedor consumado, y veía cualquier obstáculo como un desafío. Andaría buscándola cuando regresara, para intentar convencerla de que debería contentarse con la posición a la que él pretendía relegarla en su vida: por detrás de sus clientes y sus reuniones, sus llamadas telefónicas y su ambición desmedida. No podía regresar hasta que hubiera afirmado bien sus defensas.

Del lago emanaban columnas de neblina, y un par de garcetas blancas como la nieve picoteaban junto a la orilla. Bajo el peso de su tristeza, se debatía por hallar unos contados momentos de paz. Cinco meses antes, puede que se hubiera conformado con las migajas emocionales que Heath le arrojaba, pero ya no. Ahora sabía que merecía más. Por primera vez en su vida, tenía una visión clara de quién era y qué quería de la vida. Estaba orgullosa de todo lo que había conseguido con Perfecta para Ti, orgullosa de haber levantado algo bueno. Pero estaba aún más orgullosa de sí misma por haberse negado a ser para Heath plato de segunda mesa. Se merecía poder amar abierta y gozosamente -sin barreras-, y ser amada de la misma forma en correspondencia. Con Heath eso no iba a ser posible. Volviendo del lago supo que había hecho lo correcto. Por el momento, aquél era su único consuelo.

Cuando llegó al bed & breakfast, se puso a ayudar. Conforme los huéspedes empezaban a llenar el comedor, ella sirvió café, fue a por cestas llenas de bollos calientes, rellenó las fuentes del autoservicio y hasta se animó a hacer algún chiste. A las nueve el comedor se había quedado vacío, y ella se dirigió de vuelta a la cabaña. Antes de darse el baño, haría sus llamadas telefónicas de negocios. Un maestro de ejecutivos le había enseñado el valor del contacto personal, y tenía clientes que dependían de ella.

Era irónico lo mucho que había aprendido de Heath, incluida la importancia de seguir su propia opinión en vez de la de otros. Perfecta para Ti jamás la haría rica, pero unir a las personas era aquello para lo que había nacido. Toda clase de personas. No sólo las guapas y triunfadoras, también las raras e inseguras, las desventuradas y obtusas. Y no sólo las jóvenes. Fuera o no rentable, nunca podría abandonar a sus jubilados. Ser casamentera era un follón, impredecible y exigente, pero le encantaba.

Llegó a la playa desierta y se detuvo un instante. Se arrebujó el jersey y fue paseando hasta el muelle. El lago estaba tranquilo sin veraneantes, y le sobrevino el recuerdo de la noche en que Heath y ella habían bailado sobre la arena. Se sentó al final del muelle y se llevó las rodillas al pecho. Se había colado dos veces por hombres traumatizados. Pero nunca más.

Oyó pisadas sobre el muelle, detrás de ella. Alguno de los huéspedes. Se restregó la mejilla húmeda contra la rodilla para enjugar las lágrimas.

– Hola, cariño.

Levantó la cabeza, y el corazón le dio un brinco. La había encontrado. Debería haber sabido que lo haría.

– He usado tu cepillo de dientes -dijo él a su espalda-. Iba a usar tu cuchilla de afeitar, hasta que me he dado cuenta de que no había agua caliente. -Su voz sonaba áspera, como si no hubiera hablado en mucho rato.

Annabelle se dio la vuelta muy despacio. Abrió los ojos de asombro. Iba vestido de cualquier manera, desaseado y sin afeitar. Bajo una sudadera roja gastada, llevaba una camiseta naranja descolorida y unos pantalones de calle azul marino con pinta de haber dormido con ellos puestos. Sostenía en la mano un montón de globos de Disney. Goofy se había desinflado y colgaba junto a su pierna, pero él no parecía haberse dado cuenta. Entre los globos y su pelo alborotado, tendría que haberle parecido ridículo. Pero, desprovisto del barniz de refinamiento que tanto esfuerzo le había costado obtener, le hizo sentirse incluso más amenazada.

– No deberías haber venido aquí -se oyó decir a sí misma-. Esto es perder el tiempo.

Él ladeó la cabeza y le brindó su sonrisa de charlatán.

– Oye, se supone que esto ha de ser como Jerry Maguire. ¿Te acuerdas? «Me conquistaste en cuanto dijiste hola.»

– Las mujeres flacuchas son unas incautas.

Su engañoso encanto se evaporó como el helio del globo de Goofy. Se encogió de hombros y dio un paso más hacia ella.

– Mi verdadero nombre es Harley. Harley D. Campione. Adivina de qué es la D. -Se hubiera lanzado sobre ella, pero no dejaba de balancearse.

– ¿De desgraciado?

– De Davidson. Harley Davidson Campione. ¿Qué te parece? A mi viejo le encantaban las bromas, siempre que no se las gastaran a él.

Annabelle no iba a permitirle que jugara a hacerse el simpático.

– Vete, Harley. Los dos hemos dicho todo lo que teníamos que decir.

Él se metió la mano libre en el bolsillo de la sudadera.

– Solía enamorarme de sus novias. Era un tío guapo, y sabía poner en acción su encanto cuando le daba la gana, así que las hubo a carretadas. Cada vez que traía a casa una nueva, yo me convencía a mí mismo de que iba a ser la que se quedaría, de que él por fin se asentaría y se portaría como un padre. Hubo esta mujer… Carol. Hacía fideos caseros. Aplanaba la masa con una botella y me dejaba a mí cortarla en tiritas. Lo mejor que he probado en mi vida. Otra, que se llamaba Erin, me llevaba en coche adonde yo quisiera. Falsificó la firma de mi padre en una autorización para que yo pudiera jugar al fútbol escolar con la Pop Warner. Cuando se fue, me quedé sin transporte y tenía que caminar seis o siete kilómetros para ir a entrenar si no me recogía nadie en la carretera. Eso resultó positivo al final, sin embargo. Acabé teniendo mucho más aguante que los demás tíos. No era el más fuerte, ni el más rápido, pero nunca me rendía, y eso fue una lección importante de la vida.

– A veces, saber cuándo rendirse es la verdadera prueba del carácter.

Como si no hubiera dicho nada.

– Joyce me enseñó a fumar, y algunas otras cosas que no debió enseñarme, pero tenía algunos problemas, y trato de no reprochárselo.

– Es demasiado tarde para todo esto.

– La cosa es que… -Miraba al muelle, no a ella, examinando las tablas alrededor de sus pies-. Más tarde o más temprano, todas aquellas mujeres a las que yo amaba se marchaban. No sé. Tal vez hoy no estaría donde estoy si una de ellas se hubiera quedado. -Cuando levantó los ojos para mirarla a ella, recuperó su vieja combatividad-. Aprendí muy pronto que nadie iba a facilitarme nada. Eso me volvió duro.

Pero no más duro de lo que era ella. Hizo acopio de sus fuerzas y se puso en pie.

– Te merecías una infancia mejor, pero yo no puedo cambiar lo que ocurrió. Aquellos años dieron forma a lo que eres. Arreglar eso no está en mi mano. Ni tampoco arreglarte a ti.

– Yo ya no necesito que me arreglen. El trabajo está hecho. Te quiero, Annabelle.

El dolor fue casi mayor de lo que ella podía soportar. Sólo estaba diciéndole lo que sabía que quería oír, y no le creyó, ni por un instante. Sus palabras estaban cuidadosamente calculadas, elegidas con el único propósito de cerrar un negocio.

– No, lo cierto es que no me quieres -acertó a decir-. Lo que pasa es que detestas no salirte con la tuya.

– No es eso.

– Para ti, ganar lo es todo. La alegría de matar es la sangre de tu vida.

– No cuando se trata de ti.

– ¡No me hagas esto! Es cruel. Tú sabes quién eres. -Los ojos de Annabelle se llenaron de lágrimas-. Pero yo también sé quién soy. Soy una mujer que no se contenta con el segundo lugar. Quiero lo mejor -dijo suavemente-. Y tú no lo eres.

Él se quedó como si le hubiera abofeteado. Pese a todo su dolor Annabelle no había pretendido herirle, pero hacía falta que uno de los dos dijera la verdad.

– Lo siento -susurró-. No quiero pasarme la vida cerca de ti esperando tus sobras. Esta vez, la perseverancia no va a conducirte al éxito.

El no trató de detenerla cuando abandonó el muelle. Al llegar a la arena, se redobló el jersey sobre el pecho y apretó el paso en dirección al bosque, sin permitirse mirar atrás. Pero una vez que hubo llegado al camino, no pudo evitarlo.

El muelle estaba vacío. Todo en perfecta quietud. El único movimiento lo ponía un puñado de globos alejándose por el plomizo cielo de octubre.


***

No le costó mucho hacer el equipaje. Una lágrima le cayó en la mano al cerrar la cremallera de la maleta. Estaba tan harta de llorar… Recogió la bolsa y salió maquinalmente por la puerta principal. A cada paso que daba, se recordaba que no renunciaría nunca ni por nadie a ser quien era. Se detuvo en seco. Más que nada porque alguien había bloqueado su coche con un deportivo Audi plateado…

Lo había hecho a conciencia. Un roble gigantesco le impedía avanzar, y el Audi no le dejaba ir marcha atrás. Las etiquetas provisionales de Illinois no dejaban lugar a dudas sobre quién era el responsable de aquello. No podría soportar otro encuentro con él, y arrastró la maleta de vuelta al interior de la cabaña, pero apenas la había dejado en el suelo cuando oyó ruido de neumáticos sobre la gravilla. Se acercó a la ventana, pero no era Heath. Lo que entrevio fue otro deportivo, azul oscuro, que se detuvo detrás del Audi. El bosque se extendía lo justo para ocultarle a la vista quién pudiera ser el huésped que había decidido explorar el campamento.

Ya era demasiado. Se desplomó en el sofá y enterró la cara entre las manos. ¿Por qué tenía Heath que hacerlo todo más duro?

Repiquetearon en el porche unas pisadas ligeras, demasiado ligeras para ser de Heath. Oyó que llamaban a la puerta. Arrastrando los pies, se levantó, atravesó la habitación, abrió la puerta… y dio un grito. Dicho en su honor, no fue un alarido de película de miedo, sino más bien una especie de hipido entrecortado de sobresalto.